Wolfgang Wagner, recién fallecido a los 90 años, fue el último de los grandes anfitriones culturales que no encajaban las reacciones adversas del público. Más de una vez salió a escena en medio de un abucheo, para vociferar: «Esto es lo que hay. Si no les gusta, no vuelvan». Como presidente vitalicio de la Fundación Wagner, que forman los gobiernos federal y bávaro, la municipalidad de Bayreuth, «la familia» y la Asociación de Amigos; y como director, también vitalicio, de los Festivales de Bayreuth, administraba de manera absolutista y a la vez muy doméstica el legado genial de su abuelo. Las leyendas urbanas decían que, al finalizar cada representación y vaciarse el teatro, echaba físicamente la llave y se iba a dormir a su casa, en el muy próximo número 1 de la Parsifalstrasse.

Los patrones de ese singular teatro, único en el mundo, siempre fueron conflictivos y timonearon pavorosos líos de familia. Por la duración de su mandato, desde 1951 hasta que dimitió al finalizar el Festival de 2008, fue Wolfgang el más controvertido y amenazado, pero también el menos vulnerable. Sus dos matrimonios y la distinta descendencia de ambos, los hijos de su hermano Wieland, con el que codirigió Bayreuth desde 1951 hasta la muerte de éste en 1966, las muchas crisis con el Estado y el Land y, en buena parte, la presión internacional por sus arbitrariedades y caprichos, marcaron una trayectoria espinosa que tan solo podía superar su voluntad de acero, heredada del abuelo Richard, de la abuela Cósima y de su madre Winifred, ambas implacables en la perpetuación del wagnerismo durante sus mandatos, ultraconservadoras en términos estéticos y casi suicida la segunda por su connivencia con el III Reich.

La íntima amistad de Hitler con Winifred Williams, nacida inglesa y casada con el único hijo varón de Wagner, el infeliz Siegfried (homosexual obligado por Cósima a ser un mediocre compositor y un director titubeante, además de esposo de una pronazi y padre de cuatro hijos), ha sido causa determinante de la mala fama ideológica del wagnerismo, inflada más de medio siglo después de la muerte del artista. Los dos panfletos de Wagner contra los judíos, de móvil más económico financiero que racista, fueron manipulados como argumento de prueba de una premonición que legitimaba a Hitler, figura central de los festivales de Bayreuth durante los años de esplendor del Reich, coincidentes con la dirección de Winifred. Wieland y Wolfgang, nietos del maestro y entonces adolescentes, recibieron del Führer mimos y regalos, fotografiándose con él dentro y fuera de Bayreuth.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Winifred fue obligada a dejar la dirección del Festival wagneriano, y la ocuparon sus dos hijos sin un mínimo proceso desnazificador. Bastó entonces la sensación mundial despertada por el genio de Wieland, capaz de llevar al escenario la primera revolución escénica desde los tiempos de su abuelo, por hacer de la necesidad virtud y convertir el poco dinero de posguerra en milagrosos espacios de luz y vacío.

Cuando falleció prematuramente en 1966, pudo Wolfgang absolutizar su poder personal y lo aprovechó para consagrar las producciones de su hermano y transformarlas gradualmente en las propias. También escenógrafo de talento, troqueló Wolfgang otros veinte años de visualización de los poemas y la música de Wagner, con la fuerza de influencia que siempre irradia del taller de Bayreuth.

Anticipador y astuto, sintió al cabo de ese tiempo la necesidad de las polémicas planetarias y contrató para el centenario del Festival (1976) la producción de Patrice Chereau y Pierre Boulez rechazada por el público con el mayor escándalo imaginable. Cinco años después, cuando esta producción fue retirada de cartel, las ovaciones duraron más de una hora, con más de cien subidas del telón...

Apuesta ganada. Desde entonces, casi todas las grandes renovaciones escenográficas de Bayreuth (que coinciden con las nuevas producciones de «El anillo del nibelungo») han sido escandalosas y de tendencia socialista. Faltaba desnazificar no el wagnerismo sino el santuario de Bayreuth, y Wolfgang lo intentó convocando a finales de los noventa del pasado siglo una convención mundial que lo consiguió a medias.

Casado por segunda vez con Gudrun Mack, su secretaria, intentó ésta, con rotundo fracaso, religar con la tradición de las mujeres directoras (Cósima y Winifred). Fallecida inesperadamente en 2007, un Wolfgang muy anciano pudo mantener el timón hasta el último día del Festival de 2008. Justamente la mañana siguiente, dimitió seguro de la sucesión dinástica. Aunque con edades muy dispares, sus hijas Eva (1945) y Katharina (1978) dirigen hoy la cuna del wagnerismo, rescatando no solo la tradición femenina sino la del mando compartido por hermanos. La segunda, también escenógrafa, es autora de otro de los escándalos apocalípticos que mantienen a Bayreuth en la cumbre de la atención internacional. Si antes era imprescindible esperar siete años para conseguir una entrada, la globalización ha elevado el plazo a diez años. Con una versión irreverente de «Los maestros cantores de Nuremberg» (partitura que siempre acompañaba a Hitler en su viajes porque escuchaba en su final el himno de la gloria germánica), Katharina ha machacado el sambenito ideológico, riéndose sádicamente hasta de su abuelo. A los Wagner les interesan los Wagner, no la exégesis ajena.

La paz para Wolfgang y larga vida a sus descendientes.