Los raids, dirigidos por el mariscal Arthur Harris contra las ciudades alemanes en la Segunda Guerra Mundial, fueron motivados, en gran parte, por el deseo de devolver el golpe y destruir indiscriminadamente. No hace falta que lo haya certificado con matices la pasada semana, después de cinco años de trabajo, la comisión de historiadores que investigó los bombardeos de Dresde, en el 65 aniversario del fin de la guerra. La estrategia era una respuesta meditada al dolor causado por la Luftwaffe en Londres, Coventry y otras poblaciones inglesas, según se sabe por los propios testimonios internos del llamado Bomber Command.

Los bombarderos de la RAF lanzaron su carga incendiaria -diez toneladas de bombas explosivas- en la noche del 27 de julio de 1943 sobre el puerto alemán de Hamburgo, que se vio envuelto en una de las peores tormentas de fuego de la historia. Los árboles fueron arrancados, los edificios destruidos y la gente saltó por los aires. Algunos perecieron abrasados en la calle o en sus hogares por la intensidad misma del calor. El asfalto se volvió líquido hirviendo. Miles de personas murieron asfixiadas por la falta de oxígeno, o por inhalación de humo al buscar refugio en los sótanos. Aquellos que lograron alcanzar los ríos o canales no tuvieron mejor suerte: el fuego se propagó a través de la superficie del agua por la explosión de los petroleros y los escombros de la quema de barcazas de carbón.

Los cronistas contaron que a la mañana siguiente, mucho después de que los atacantes se hubieran ido, la mayor parte de Hamburgo era un desierto ardiente de muerte. El humo borraba el sol. Había cadáveres en todas partes. De vez en cuando, a la angustia del rescate, se sumaba una figura desnuda, irreconocible, emitiendo leves y titubeantes sonidos de vida.

El ataque que causó este infierno fue uno de los que la Royal Air Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de Estados Unidos, realizó sobre la zona residencial densamente poblada del este del Elba, dentro de la llamada «operación Gomorra». Murieron 45.000 personas, entre ellas 21.000 mujeres y 8.000 niños. Además, 1,2 millones de refugiados abandonaron la ciudad en el período inmediatamente posterior a los ataques, muchos de ellos con cicatrices mentales y físicas, recogió W. G. Sebald en Lukfrieg und Literatur.

En cuanto a masacre de civiles, la operación de Hamburgo fue el asalto más destructivo de la RAF en toda la Segunda Guerra. El número de muertos resultó superior al del ataque infligido a la ciudad barroca de Dresde, en febrero de 1945, donde se produjeron entre 18.000 y 25.000 víctimas mortales.

Ni la operación de Hamburgo ni la incursión de Dresde fueron casos aislados en la estrategia de la RAF que prevaleció desde principios de 1942 hasta el fin de la guerra. Todo parece basado en la creencia de que el régimen nacionalsocialista debía ser destruido por medio del asesinato en masa indiscriminado de la población urbana de Alemania. Pero, como escribió un testigo, el escritor judío Victor Klemperer, las bombas caían sobre arios y no arios.

Noche tras noche, la RAF atacó los barrios residenciales de las ciudades alemanas. Su eficacia mortal aumentaba a medida que la flota atacante, dirigida por los poderosos cuatrimotor Avro Lancaster, crecía en tamaño y las defensas del Reich se debilitaban. En la noche del 23 de febrero de 1945, cayeron 367 Lancaster sobre Pforzheim, causando otra tormenta de fuego que mató a 17.600 personas, un cuarto de la población, proporcionalmente mayor tasa de víctimas que en Nagasaki, Japón, donde la segunda bomba atómica fue lanzada meses más tarde.

En marzo de 1945, 225 Lancaster dejaron caer 1.127 toneladas de bombas sobre la ciudad medieval de Würzburg, en un ataque que duró sólo 17 minutos. Más de 5.000 personas murieron, 66 por ciento de ellas mujeres y 14 por ciento, niños. «Aquello se convirtió en una caldera de fuego. El ruido era ensordecedor y el humo asfixiante», escribió un testigo.

Tanto durante como después de la guerra, el Gobierno inglés sostuvo que nunca fue intención de Gran Bretaña bombardear civiles. «Siempre hemos observado el principio de atacar objetivos militares», dijo Archibald Sinclair, secretario de Estado para el Aire, en los Comunes en octubre de 1943. Las elevadas cifras de muertos civiles se presentaron como una consecuencia lamentable de los ataques contra las fábricas, plantas de energía, redes de transporte o instalaciones militares, no como un fin en sí mismo. Patrañas.

El odio a «Fritz» por parte del alto mando británico del aire se manifestó a veces con escalofriante sentido del humor. En una ocasión, durante los ataques aéreos a las ciudades alemanas, Arthur «Bomber» Harris, conducía su Bentley negro a alta velocidad por las calles de Londres cuando la Policía detuvo el vehículo.

-Podría haber matado a alguien-, le reprochó el agente a través de la ventanilla.

-Joven, yo mato a miles cada noche-, respondió ufano el líder de las tormentas de fuego pangermánicas.

«Toda guerra es brutal», solía decir «Bomber» Harris. Y lo decía con una pasmosa y heladora tranquilidad.