No se sabe cuál es el motivo que hizo que Alfred Nobel, al fundar sus premios, se olvidara de la biología. Tal vez odiase a algún biólogo eminente, como dicen que sucedió a la hora de dejar a las matemáticas fuera de la lista. Pero caben pocas dudas acerca de que, si hubiese esa posibilidad, Francisco Ayala habría recibido hace años el premio Nobel correspondiente a la ciencia que estudia los mecanismos fundamentales de los seres vivos. Y las razones para justificar ese convencimiento son muchas. De entrada tienen que ver con su contribución al estudio de los polimorfismos genéticos desarrollando la técnica de la electroforesis del gel. Ése y otros trabajos realizados junto con Theodosius Dobzhansky, en la Universidad de Columbia, Nueva York, primero, y en la de California en Davis, más tarde, hacen de Francisco Ayala uno de los enormes científicos que construyeron el paradigma neodarwinista. El último metido todavía en el laboratorio.

Ayala no tiene ni tendrá un premio Nobel que no existe. Pero se le acaba de conceder otro galardón, el «Templeton», cuyo monto en términos monetarios es incluso superior, y que se destina a honrar a los pensadores capaces de promover un diálogo entre la ciencia y la religión.

El propósito de la fundación Templeton es en verdad difícil de lograr. Los ecos que ha tenido el premio de Francisco Ayala lo ponen muy bien de manifiesto: los defensores del evolucionismo científico como única forma de entender el origen de las especies se han quejado de que Ayala dijera, tras recibir el «Templeton», que fe y ciencia son dos vías distintas para entender el mundo. Niegan esa capacidad a la religión. Pero creo que tales críticos, al estilo de Jerry Coyne, no han leído el libro de Ayala «Darwin y el diseño inteligente» en el que el ilustre profesor destroza los planteamientos del fundamentalismo cristiano. De hecho, Francisco Ayala se niega a responder siquiera si cree en Dios, pregunta que se le suele hacer habida cuenta de que en su juventud fue ordenado sacerdote. No quiere que los prejuicios acerca de lo que puedan ser sus creencias personales se impongan sobre sus argumentos científicos y propuestas racionales respecto de la evolución por selección natural.

La evolución humana dio paso a una mente que, como dice Darwin, es capaz de imaginar las consecuencias de nuestros actos. Imagina incluso lo que podría existir tras la muerte. Y se plantea un «más allá». Tal constructo mental queda fuera de la ciencia pero da alas a la religión, a las muchas religiones y los infinitos dioses contradictorios entre sí. Ayala ha contribuido a que podamos estudiar ese fenómeno de tanta importancia para nuestras vidas dejando los prejuicios de lado. Lo ha hecho amén de contribuir a que las ciencias de la vida avanzasen de forma notable. Creo que la fundación Templeton ha acertado de lleno en su apuesta por una ciencia rigurosa y, a la vez, dialogante. Es más lo que Ayala aporta al premio que lo que recibe de él.