viernes, 22 de octubre

En la tertulia

«¿Es cierto lo que se dice?», me preguntan al llegar encorbatado a la tertulia después de la entrega de los premios «Príncipe de Asturias». «¿Es cierto que este año, en la comida del Reconquista, nadie hacia caso de los Príncipes ni de la Reina, que todo el mundo esperaba ansioso la llegada de los futbolistas? ¿Es cierto que Leticia pasaba inadvertida en un rincón, que Felipe se paseaba de un lado a otro con el plato de comida en una mano y la copa de cerveza en la otra, que la reina se aburría sentada entre un Víctor de la Concha que no paraba de hablar y un adormilado Manuel Fraga? ¿Es cierto que todo el mundo hacía cola para adorar a Sara Carbonero, que, entronizada en el centro del patio, con la copa del mundo en el regazo, era la verdadera reina de la fiesta? ¿Es cierto que cuando por fin, a última hora, llegó Iker Casillas, en medio del resto de los jugadores, fue como si de pronto apareciera Cristo entre sus discípulos?».

«Pues si ocurrió eso, que lo dudo, yo no me enteré de nada», les digo.

«Tú no te enteras de lo que no te conviene. ¡La crónica que habrías hecho en el tiempo de los Cuadernos de Oliver! ¡Lo que habría contado Víctor Botas! ¡Quién te ha visto y quién te ve! Un viejo republicano (sobre todo viejo, pienso yo) haciendo reverencias en la corte por un plato de lentejas: lo que te pagan por ser jurado?».

«Si no pagan nada?».

«Pues peor aún. Ahora podrías citar los versos de José Emilio Pacheco que tanto te gusta repetir: Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años».

¿Ya soy todo aquello contra lo que luché a los veinte años? Es posible. Es cierto que a la Reina la vi un poco aburrida, entre el director de la Academia y el pertinaz político, que el Príncipe se paseaba con su plato en la mano sin el corrillo habitual, que Leticia no despertaba, ni mucho menos, la expectación de otras veces, que todos los ojos se iban tras de la periodista que, en su trono televisivo, se abrazaba al Santo Grial, que se formaban largas colas para fotografiarse con la dorada reliquia, hecha de la misma materia que los sueños. Pero yo prefiero hablar de los buenos amigos con los que compartí mesa. No sé si con la edad uno se va haciendo más sabio o simplemente más conformista, pero para mí no hay premio mayor.

Por eso acepto cada año la invitación a la entrega de estos mediáticos galardones. Por eso, desde hace treinta años, sólo he faltado tres viernes -y por causa de fuerza mayor- a la tertulia de los viernes.

sábado, 23 de octubre

Proverbios búlgaros

Enciende una vela a Dios y dos al diablo.

La buena palabra llega lejos, pero a la mala no hay quien la alcance.

Si no pruebas el mal, no conocerás el bien.

Hasta que no comas un kilo de sal con alguien no sabrás qué clase de persona es.

Si tienes vino bueno y buenos amigos, no eches en falta a ninguna mujer.

Quien dos liebres persigue no caza ninguna.

Es mejor estar en el infierno con gente inteligente que en el paraíso con los tontos.

Los sabios estropean el mundo.

El que todo lo ignora mucho sabe.

Si el matrimonio fuera cosa buena, Dios tendría esposa.

domingo, 24 de octubre

Los tres jugadores

Esa escena de caza que te contaron en el Colonial -me telefonea un amigo- me recuerda mucho a un cuento de Amelia Edwards, «El coche fantasma». Incluso creo recordar que el menú que sirven a los dos cazadores extraviados, huevos fritos con jamón y una botella de jerez, es el mismo. No sé yo si tu interlocutor no confundirá viejas lecturas con la realidad. Aunque la realidad, lo sé por experiencia, no siempre es realista. Yo también tuve, hace algunos años, una experiencia que no he contado a nadie. Te la voy a contar a ti, pero que quede entre nosotros. A mí entonces me interesaba mucho lo paranormal. Fui varias veces a casas abandonadas a grabar psicofonías, ya sabes, esos raros sonidos que a veces se escuchan donde no debería escucharse nada. Fui también con mi grabadora al cementerio de San Lázaro. Casi siempre me acompañaba algún amigo; el que menos miedo tenía era Pelayo. Pero una vez fui solo. Era una noche de verano, con luna llena, con música de grillos, muy agradable, nada fantasmagórica. Yo había bebido un poco, todo el mundo había tenido que irse, no me apetecía volver a casa (todavía vivía con mis padres), así que sin pensarlo mucho me fui hasta San Lázaro a seguir haciendo experimentos. Ya había saltado las tapias cuando me di cuenta de que no llevaba conmigo la grabadora. Era igual, pasearía entre las tumbas, imaginaría algún poema. Ya sabes que entonces yo era muy byroniano. Me acerqué hasta la tumba de Clarín y de pronto vi que muy cerca, sobre una lápida, tres individuos parecían jugar a las cartas. ¿Creerás que me asusté? Bueno, un poco sí, pero antes de que pudiera pensar en nada uno de ellos alzo la vista y dijo: «Nos hace falta uno más para la partida. ¿Te apuntas?». «Vale», respondí. Aquella voz aguardentosa me era familiar y en seguida reconocí al hijo de un profesor de Derecho, y abogado famoso, que alguna vez nos encontrábamos en el Apolo, no recuerdo ahora su nombre. Los otros dos, el uno con su barba blanca, el otro con sus gafas a lo Woody Allen, se parecían extrañamente a Ángel González y a Víctor Botas. Estaban muy callados, con la vista baja. «No tengo dinero», dije. «No importa, jugaremos a las prendas». Y partida tras partida fui perdiendo toda la ropa. «Bueno, hasta otra noche», dijo el más joven, el único que hablaba. Y los tres se pusieron en pie y desaparecieron dejándome allí atónito y desnudo. De pronto, sentí frío. Comencé a temblar. Me vestí rápidamente y regresé a casa. A la mañana siguiente, pensé lo que tú, que todo había sido una alcohólica alucinación. Pero unos días después vino Ángel González a Oviedo. Lola Lucio y Juan Benito nos invitaron a cenar con él en su casa. Estabas tú, Almuzara, López-Vega, creo que también Silvia. Cenamos, charlamos, y luego nos fuimos a tomar unas copas. Todo el mundo se fue retirando, tú, el primero, y yo acompañé a Ángel hasta las cuatro. A esa hora lo dejé en el Paraguas. Al día siguiente, recuerda que estábamos en la tertulia y nos llamó Lola Lucio preocupada: Ángel no había regresado a casa, nadie sabía nada de él. Una juerga de más de veinticuatro horas era demasiada juerga, incluso para un poeta de los cincuenta. Ya sabes el final de la historia: había entrado en la catedral y se había quedado dormido en uno de los bancos, cuando despertó decían misa y él pensó que había muerto y que asistía a su funeral. Lo que no sabes es lo que me dijo nada más verme: «A ver cuándo echamos otra partida, pero procura llevar dinero». Víctor Botas no me dijo nada, Víctor Botas por las fechas en que jugó conmigo al póquer sobre una tumba de San Lázaro llevaba ya dos años muerto, exactamente debajo de esa tumba: la reconocí por el epitafio.

lunes, 25 de octubre

Elogio del Planeta

«Haces mal en meterte con el Planeta», me reprocha otro amigo. «¿Que no acierta siempre? Ningún premio lo hace. Ahí tienes el Nobel. Ahora todo el mundo habla de Vargas Llosa, es la noticia del siglo, sobre todo para El País y Alfaguara. ¿Pero quién se acuerda del Nobel del año pasado, una tal Herta Müller? Tu amigo Colinas acaba de publicar dos libros suyos. Los títulos ya lo dicen todo: "El guarda saca su peine" y "En el moño mora una señora". Escritura automática, como la que propugnaban los dadaístas hace un siglo. Aburridos juegos de salón. No sé yo por qué tiene tan mala fama el Planeta y tan buena el Nobel: en ambos casos aciertan por casualidad. Y no es cierto eso que dices de que el Planeta cuando premia a un buen escritor lo hace siempre por su peor novela. Si fuera así, Millás no lo habría obtenido con «El mundo», sino quizá con "Lo que sé de los hombrecillos", aunque bien mirado tiene otras novelas donde escoger».

martes, 26 de octubre

Mientras se espera

Conmigo el tiempo / se sienta a esperar / que pase el tiempo.

Cuántas palabras / pero yo solo escucho / viejos silencios.

Espérame. / De donde no se vuelve / he de volver.

La noche llega / y escondido tras ella / el nuevo día.

¿No lo sabías? / Cuando más solo estoy / estás conmigo.

Pocas palabras. / Lo que importa lo dice / siempre el silencio.

El tiempo pasa / arrastrando los pies / como otro enfermo.

En el jardín / desperdician su olor / todas las flores.

Suena el teléfono / en la casa sin nadie / todas las noches.

Nunca te he visto / y en las noches de insomnio / aún te recuerdo.

¿Sabes quién soy? / La mitad de tu alma / y no lo sabes.

Di que me quieres. / Tras de tantas mentiras / una verdad.

miércoles, 27 de octubre

Todavía aprendo

No soy de las personas que se elogian a sí mismas, no soy de los que dicen: «Mi último número está gustando mucho». Soy demasiado vanidoso para incurrir en semejante ingenuidad, o en la de reproducir los elogios que recibo (no hay escritor que no reciba elogios, generalmente de otros escritores que esperan que les sean devueltos de inmediato y con intereses). Lo que sí suelo enseñar son las diatribas con las que mis enemigos me halagan no con tanta frecuencia como a mí me gustaría. De sobra sé que esos son los verdaderos elogios. Nadie se toma la molestia de arremeter contra quien no cree importante, contra quien no le hace sombra. Últimamente a todo el mundo le enseño la andanada que encontré en el más reciente libro de Miguel d'Ors (gran poeta, pero tan facha que hasta le parecen tibios los contertulios de la Cope).

No lo haré más. Releyendo «Un invierno en Mallorca», de George Sand, me encuentro con estas líneas del prólogo: «Si hay tontería y vanidad en publicar los halagos que se reciben, ¿no hay mayor tontería y vanidad en alardear de los ataques de que se es objeto?».

Bajo la cabeza avergonzado. Espero no volver a incurrir en semejante tontería y vanidad.