Su larga trayectoria filosófica se resolvía entonces en un tranquilo y cumplido descanso. Desde la claridad de su conciencia y con su obra, María Zambrano había vencido definitivamente al tiempo, dejando atrás una vida sobria, de mujer silenciosa y orgullosa, entera y pensativa.

Había nacido en Vélez-Málaga el 22 de abril de 1904, desde donde se traslada a Madrid y luego a Segovia, pasando allí su adolescencia. En 1921 inicia sus estudios de Filosofía en la Universidad Central, llegando a ser diez años más tarde profesora de la cátedra de Metafísica. Atraída -escribe- por «la oscuridad» de Zubiri y «la claridad y transparencia» de Ortega, vivió aprisionada entre esas dos magníficas figuras que le hacían sentir que «nunca podría entender nada», situando su actividad y su pensamiento entre ambos polos, en lo que ella llamaba «penumbra tocada de alegría».

Desde entonces, María Zambrano fue abriendo el mundo en sus palabras y desde el interior de sus páginas nos ensanchó la medida de sus horizontes. El tiempo y la escritura, el amor, la vocación creadora o la esencia de lo español a través de su literatura -«las peculiaridades extremas del pensar español»-; todo ello como pretexto para la filosofía, con el ser humano como centro y motivo. De forma personalísima, su lectura nos introduce en espacios que pudieran parecer inasequibles de otra manera, nos asoma a panoramas amplios e inéditos. Ella descifró para nosotros multitud de intuiciones, pudo someterlas -vigorosamente, pero sin profanarlas- a la fuerza de la razón, ofreciéndolas con magistral pulso lírico, con admirable sensibilidad literaria. Y nos dio sus descubrimientos desde un intimismo casi susurrante. Al correr de sus reflexiones, María Zambrano nos hace sentir interlocutores más que lectores.

Abandona estos modos en los años del fragor bélico español, en los que, por ejemplo, apremia públicamente al doctor Marañón a bajarse de su árbol, «el árbol de su vocación y de su acción personal», y le reprocha «un liberalismo desentendido de la acción» en la hora del drama. Salvo estos escritos de la guerra a los intelectuales, cuajados de dolor resentido y manifiesto, el trazo de su pluma es siempre el mismo, sereno y redestilado, fino y de esforzada pulcritud.

En su longevidad apenas modificó este estilo. Retocó en las reiteradas ediciones de sus escritos la construcción de algunos capítulos y a veces la organización de libros enteros. Pero el estilo -su tono y trasfondo vital- permaneció casi invariable durante más de 70 años de actividad creadora. Desde su primera publicación en 1927 hasta sus últimos artículos, la belleza ha tenido en su prosa una presencia constante, arrastrándonos agradablemente, por la atracción de sutiles imágenes, de la oscuridad hacia la luz. Y esta sensibilidad para aunar poesía y pensamiento forjó un discurso filosófico que gravita con fuerza sobre los grandes enigmas del mundo, de la vida y de la persona.

Con arrebatadora originalidad nos relata la separación de filosofía y poesía, corriendo delicada y firme un velo que nos muestra a Platón como origen de la divergencia, fundador de una nueva vía para el intelecto, la del logos puro o pensamiento filosófico, que abandonando el pensamiento poético parte en busca del conocimiento y que ensoberbecido cree alcanzarlo. Pero es la poesía -nos dice- «la forma de conocimiento por la que corre el saber sobre los temas esenciales y últimos», moviéndose tan libre que puede parecer extraviada. Propugna un nuevo saber de reconciliación, un nuevo entrañamiento poético y filosófico: la razón poética como luz de todo lo inteligible.

Queremos traer a esta nota fugaz dos comentarios para remarcar y contrapesar el placer de leer y releer sus escritos y la apreciación personal. Por un lado, José Ignacio Gracia Noriega -imprescindible en la crónica cotidiana y estímulo en la crítica-, que le vaticina un «misericordioso olvido» y la señala como «referencia intemporal» y camelista en cuanto al fondo de su pensamiento filosófico, pero de «prosa hermosa y musical,? sin contenido ni sintaxis? pero muy bella». Y José Ángel Valente, poeta punzante y de insobornable expresión, que descubría y declaraba el contrasentido entre obra y autor. Afirmaba, desde una relación admirativa, larga y casi familiar, que en María Zambrano la vida iba por un lado y el pensamiento por otro: «era de una dureza con el prójimo terrible, además con el prójimo próximo; ella no visibilizaba al prójimo». Como si aquella mujer brillante y posesiva en el trato cercano no hubiera digerido ese verso de la Epístola Moral a Fabio: Iguala con la vida el pensamiento?

Pensadora exiliada y errante en su magisterio, regresa a España en 1984 tras residir en Cuba, México, Puerto Rico, París, Italia y Suiza. Recibe en 1981 el premio «Príncipe de Asturias» de Comunicación y Humanidades y en 1988 el «Miguel de Cervantes». María Zambrano murió en Madrid el 6 de febrero de 1991: ayer se cumplieron 20 años.

Médico pediatra