No es fácil recordar las fechas de la Historia. Al menos las relativas a nuestro pasado. Se diría que algo bloquea la memoria de los españoles cuando se trata de las emociones colectivas. Quizá todo se deba a falta de interés o a una enseñanza desde siempre mal planificada. Aun así, lo esencial se salva: 1212, relativa a la decisiva batalla de las Navas de Tolosa, es probablemente la segunda fecha histórica que mejor conocemos todos, después de la de 1492, del Descubrimiento de América, el mayor hito en el que estuvimos embarcados, y por delante incluso de 1812, relativa a la Constitución de Cádiz -cuyo segundo centenario se acaba de celebrar este año-, mucho más cercana en el tiempo. Conocemos 1212 sin duda por su importancia, porque fue una cita constitutiva y, seguramente, por la facilidad para recordar el doce doce.

El 16 de julio de 1212 -hoy se cumplen 800 años- se produjo en el lugar de las Navas de Tolosa, situada en la actual provincia de Jaén, la mayor victoria de los ejércitos cristianos sobre los invasores musulmanes de toda la Reconquista, es decir, de toda la Edad Media.

El protagonista principal de dicha victoria fue Alfonso VIII, rey de Castilla. Hoy será un día muy especial en el monasterio de Las Huelgas, a las afueras de Burgos, donde se encuentran su sarcófago y el de su mujer, la reina Leonor, hija de Leonor de Aquitania y Enrique Plantagenet. Allí reposan, ya que fundadores de este monasterio. Para los amantes del cine y no tanto de la historia -aunque con frecuencia vayan tan parejos- es una de las hijas de los personajes interpretados por Katarine Hepburn y Peter O'Toole en el «León en invierno». Los sarcófagos de Alfonso y Leonor están bien conservados, a pesar de que durante la invasión napoleónica el monasterio fue asaltado, destrozado y saqueado sin piedad por las tropas francesas, que incluso profanaron otras tumbas principescas en busca de cualquier clase de botín.

Volviendo al protagonista, Alfonso de Castilla subió al trono con 3 años de edad, así que las familias más poderosas de la alta nobleza se disputaron agriamente el control del rey niño, desestabilizando dramáticamente el reino. Por su parte, Fernando II, rey de León y tío de Alfonso, también aspiraba a la tutoría del niño monarca y en todo caso trató de llevar a cabo anexiones territoriales en la frontera entre ambos reinos. Con familiares así...

Y por si todo esto fuera poco, Sancho VI de Navarra intentó lo mismo, ampliar su territorio a costa del debilitado vecino, penetrando en Castilla por La Rioja.

Entre tanto, los almohades consumaban su unificación de Al-Andalus. Un fuerte contraste: sumas en el Sur, divisiones en el Norte.

Con el tiempo, Alfonso invadió Navarra para recuperar las plazas tomadas por ese reino durante su minoría y, por otra parte, tuvo que llegar a un acuerdo con Alfonso II de Aragón, que había emprendido campaña por el Levante para penetrar en Andalucía.

Los reinos cristianos se enfrentaban más entre sí que con los enemigos musulmanes. Afortunadamente, los almohades tampoco atacaban con profundidad porque también tenían ciertos problemas internos. Sin embargo, la situación cambió en la última década del siglo XII, en que se produce un ataque almohade en toda regla contra la zona central de la frontera del Tajo. Alfonso de Castilla salió de inmediato para frenar esa agresión y se encontró con el ejército almohade en Alarcos (1195). Para tal empresa, Alfonso IX de León y Sancho VII de Navarra le habían ofrecido su ayuda, pero el rey castellano se lanzó solo a la lucha: no debía confiar demasiado en quienes hasta hace cuatro días habían sido sus insidiosos enemigos. El ejército castellano fue rotundamente vencido, fundamentalmente debido a la superioridad numérica almohade.

Pero nunca hay mal que por bien no venga. La tremenda y desoladora derrota llevó a que los reyes cristianos se diesen cuenta de que solamente con su unión podrían conjurar un peligro así; cada uno por su lado jamás podrían vencer a tan numerosísimo ejército. A la paz entre los reinos cristianos a fin de abordar semejante empresa se sumó la sanción de cruzada promulgada por el Papa Inocencio III, lo que significó que también contingentes de más allá de los Pirineos se sumasen, en principio, a la lucha consagrada ya con un carácter religioso. Y nunca mejor dicho «en principio», porque estas tropas -digamos que europeas- se retiraron tras la conquista de Calatrava, antes de la decisiva gran batalla final. Como contó Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo y participante en la acción: «Acabaron por retroceder y abandonar su buen propósito. Casi todos los ultramontanos, renunciando a las tareas de la guerra, volverían a sus hogares? Todos los ultramontanos, renunciando a la gloria, se fueron». Así que puede decirse que victoria total y sólo hispana.

Sigue contando Jiménez de Rada: «El rey de Aragón (Pedro II) se quedó hasta el fin de la lucha, ligado por indisoluble lazo de alianza y de afecto a nuestro noble monarca (Alfonso VIII), pues como dice Salomón: "Si tienes un amigo, en el día de prueba lo tendrás"». Máxima válida no sólo para la guerra, también para la vida.

Y en cuanto al rey de Navarra: «Acudió el rey Sancho, que al principio había parecido no querer acudir, y como lo reflexionase mejor, no quiso sustraerse en su valor».

Quedó claro que ante el peligro, que no era difícil imaginar que acabaría acechando a unos y otros, los otrora enemigos unieron sus fuerzas. Y así, el mes de julio de 1212, se unió un gran ejército cristiano que, una vez concentrado en Toledo, avanzó hacia el Sur y, tras una serie de conquistas, cruzó Sierra Morena y se encontró en la meseta de las Navas de Tolosa con el ejército almohade, a cuyo frente estaba Al Nasir, cuarto califa de la dinastía almohade de Marruecos, conocido con el título árabe Amir al-muminin, «príncipe de los creyentes». Como nuestra incapacidad para hablar correctamente idiomas extranjeros debe venir ya de antiguo, dicho título fue traducido por el más castizo Miramamolín.

Miramamolín no sólo pretendía extenderse por la Península, sino mucho más allá, por todo el Occidente cristiano, hasta llegar a Roma, donde anhelaba que su caballo bebiese en el río de la Ciudad Eterna.

La superioridad numérica de las tropas de Miramamolín era evidente -otra vez como en Alarcos-, aunque en esta segunda cita bélica el ejército cristiano contaba con una gran superioridad táctica, lo que condujo a la victoria. Y a una victoria sin paliativos, como asegura el arzobispo de Toledo: «Hechas estas cosas, los nuestros no querían terminar aquel negocio y los persiguieron infatigablemente por todas partes hasta la noche, y según dicen nuestros cálculos, hubo cerca de doscientos mil muertos. De los nuestros, apenas faltaron veinticinco». Teniendo en cuenta la falta de exactitud de los cronistas medievales y su inclinación por la exageración, quizás hemos de tomar por demasiado abultadas las pérdidas almohades.

La consideración de cruzada para tal aventura pesaba lo suyo, pero no cabe obviar que la ganancia de botín empujaría a muchos a luchar en tan peligrosa empresa. No contaban sólo los móviles de la fe en la guerra al infiel. De nuevo Jiménez de Rada es muy transparente y claro al respecto: «Acabadas todas estas cosas felizmente, nos sentamos, fatigados, al ponerse el sol, en las tiendas de los agarenos, aunque recreándonos en la alegría de la victoria? Se encontraron en aquel campamento muchas cosas para los que querían saquear, por ejemplo, plata, vestidos preciosos, túnicas de seda y otros muchos preciosísimos adornos, además de mucho dinero y vasos preciosos».

Quizá para equilibrar criterios, no todo el mundo se movió por tan espléndido botín: «Los hombres más importantes, movidos por el celo de la fe, la reverencia al rey y el valor, prefirieron continuar la persecución del enemigo virilmente hasta la noche, despreciando todas aquellas riquezas».

Miramamolín no llegó a la ciudad de las siete colinas, ni su caballo abrevó en el Tíber, pero no murió en la batalla. Consiguió escapar y al poco cruzó el Estrecho hacia Marruecos, donde abdicó en su hijo. Murió no mucho después en extrañas circunstancias, así que envenenado seguramente.

Y como en la Edad Media no se daba puntada sin hilo, en 1207 se copió el único manuscrito que ha llegado hasta nosotros del «Poema de Mio Cid», un canto a la obediencia absoluta al rey, a su vasallaje, al deber de fidelidad al soberano en cualquier circunstancia. ¿Se copió el «Mio Cid» para exaltar los ánimos y la lealtad de los súbditos y empujarles así a las empresas bélicas que Alfonso seguramente les iba a pedir?

La victoria de las Navas significó no sólo conjurar un importantísimo peligro, sino también dejar libre el camino para la conquista de Andalucía, que se hizo esperar más de dos siglos. La Reconquista plena se completó apenas unos meses antes de que tres carabelas descubrieran un nuevo continente.

Nunca la expresión «la unión hace la fuerza» tuvo tan plena vigencia como en la meseta de las Navas de Tolosa: Aragón, Castilla, Navarra, efectivos portugueses, vascos, tropas leonesas... Cuando España aún no era España y, sin embargo, nunca lo fue tanto.