Era inevitable que el final de Juego de tronos afectara a la siguiente gran serie del canal HBO. A ver con qué salen ahora para intentar mantener en todo lo alto las espadas del éxito. Misión titánica y probablemente imposible porque fenómenos así son consecuencia no solo de la calidad del producto (inmensa para los devotos, altamente cuestionable para los escépticos) sino de una confluencia estelar nunca predecible que siguen siendo el gran misterio del mundo del espectáculo. El marrón le cayó a Westworld porque en ella se ha invertido mucho dinero pero, a la vista de su primera y extenuante temporada, cuesta imaginar que haga sombra en cuanto a conocimiento y reconocimiento a "Juego de tronos". Incluso es tentador pensar que parece improbable que llegue a las mismas temporadas. ¿Por qué? Primero, porque su espectacularidad es menor y se limita a tiroteos que acaban siendo reiterativos por mucha violencia que se muestre con regodeo. Segundo, porque no tiene personajes carismáticos, y eso incluye a buenos actores como Ed Harris que juega a ser pistolero patibulario y Anthony Hopkins que juega a ser Dios empeñado en (re)crear la conciencia, y a los que cargan de frases pomposas y huecas.

En Juego de tronos hay también subtramas superfluas y algún exceso de verborrea pedantuela y desnudos innecesarios, como aquí, pero siempre tienes sensación de que la maquinaria, a mayor o menos velocidad, avanza. En Westworld puedes pasar capítulos enteros en los que no sucede nada relevante y los momentos francamente buenos (ese paseo de la filosófica Thandie Newton por el gran centro de fabricación viendo cómo se "crea" la vida y se recrean escenas que (re)conoce a modo de gran teatro del mundo, con ella como una de las protagonistas de una película en la que incluso sus sueños son ajenos) se ven dañados por un exceso de mensajes trascendentes.

El origen de todo esto está en una novela (flojita pero divertida) y una película (divertida pero flojita) de Michael Crichton, un escritor que tenía estupendas ideas que luego desaprovechaba con una ejecución apresurada. Era un tipo directo que enarcaría las cejas si viera su argumento (esencialmente una historia de supervivencia) tan recargado de cháchara sobre todo lo divino y casi todo lo humano. Demonios, incluso una charla de ligoteo en la barra de un bar de piscina está repleta de frases sentenciosas a las que se suma alegremente el camarero. Naturalmente, hay ideas brillantes (es notable la visita a la casa de los "supervivientes al paso del tiempo" con anfitriones de primera generación, donde el personaje de Hopkins muestra algunas de las claves de sus obsesiones conectadas con su pasado atormentado, el delirante combate entre indios y confederados o el sorprendente asesinato y posterior revelación del capítulo 7) y eso mismo hace más frustrante ese desajuste entre lo que es una serie entregada al desenfreno violento (una ametralladora barriendo el campamento de soldados) y luego sometida al sopor de bucles, directivas primarias, revisión de códigos, errores cognitivos, nuevas narrativas que invocan una complejidad tan falsa como las vidas de esos habitantes robóticos del parque de atracciones, y que en algunos momentos lleva al espectador no involucrado a pensar que está viendo una y otra vez el mismo capítulo (en realidad, la historia contada de forma lineal podría hacerse en la mitad de tiempo y sobraría), perdido en un laberinto de sueños con dueño que estalla en su último y sangriento episodio en una involuntaria comicidad.