En sus comedias siempre había espacio para la tristeza, en sus dramas dejaba sitio para el humor. Blake Edwards era el director de la melancolía sonriente (elegante, nunca vocinglera) y la risa congelada, el tipo que entendía como nadie a los perdedores. Se reía con ellos, nunca de ellos. Incluso el patoso inspector Clouseau, que le dio tanta fama al gran Peter Sellers y tanto dinero a él por enlazar manojos de gags de gracia muy irregular, tenía en los planos de Edwards un cierto aire de desamparo, de héroe abonado a la desgracia y el ridículo. No hay que olvidar que Edwards empezó a dar señales de vida con un excelente drama (El temible Mr. Cory). Por eso, siempre que podía se escapaba al drama para sacarle punta a su mirada un tanto desesperanzada (sobre todo Días de vino y rosas, o cómo arrojar al abismo dos vidas, con ese desolador plano final en el que la mujer amada se aleja, rumbo al vacío). Desayuno con diamantes, la comedia romántica por excelencia, superaba lastres de casting (George Peppard, Mickey Rooney) y, traicionando el texto de Capote, bailaba a los sones de «Moon river» una felina danza de ilusiones rotas, sueños empeñados al mejor impostor. Pero, ¿qué era su obra maestra El guateque si no la amarga historia de un outsider perdido en mundo absurdo donde le ocurrían todo tipo de (hilarantes) desgracias? Incluso cuando se atrevía a visitar horizontes lejanos como el western (Dos hombres contra el Oeste) mandaba a sus protagonistas a la muerte. Sabía como pocos meterle la quinta marcha a la comedia (Operación Pacífico, descacharrante odisea de un submarino descacharrado), y si era necesario ponerse duro, le salía un thriller como Chantaje contra una mujer. La primera Pantera rosa era un poco plúmbea, para qué nos vamos a engañar, pero en La carrera del siglo había momentos gloriosos (como la batalla de tartas). No le funcionó la cuerda musical en Darling Lili y el romanticismo extremo de La semilla del tamarindo cayó en saco roto, pero volvió por la senda de los elegantes con 10 y Víctor o Victoria, su melodioso canto de cisne. Hizo más películas (como la vitriólica SOB, en la que se divirtió desnudando a su mujer, Mary Poppins, o sea, Julie Andrews), pero ya nunca volvió a ser lo mismo. Chispazos ocasionales dentro de Mis problemas con las mujeres o Cita a ciegas, pero el Edwards de los buenos tiempos era historia. Y su despedida no pudo ser más triste: El hijo de la Pantera Rosa, con un insufrible Roberto Benigni. Lo vimos por última vez recibiendo un «Oscar» honorífico. Entraba en escena sentado en una silla de ruedas enloquecida y se estrellaba contra una pared de cartón. Su último gag. Y de los buenos.