Llevaba varios días sin visitar la sección de anuncios por palabras del periódico, cuando decidí volver como el que vuelve a casa. El primer anuncio con el que tropecé decía así: «Karamba y Salim, Gabinete de videncia» (al principio leí «Karamba, Stalin» y creí que se trataba de un libro de historia). El caso es que anunciaba facilidades de pago. «¡Caramba, Millás!» me dije a mí mismo, pues nunca me habían vendido una profecía a plazos. Voy con frecuencia a los videntes, siempre con la coartada de escribir un reportaje, pero pago al contado, y en metálico.

Por cierto, que El Corte Inglés tenía hace tiempo un gabinete de videncia en un establecimiento de Madrid al que yo acudía con frecuencia. Estaba regentado por una señora que echaba las cartas y a la que podías pagar con tarjeta. Yo le pedía que adivinara si mi tarjeta tenía fondos o no. Como se trataba de una mujer con sentido del humor, aceptaba estas bromas antes de entrar en materia. Luego, tras desplegar la baraja sobre el tapete, me predecía el futuro de mi próximo libro y la evolución de mi gastritis crónica. Además de acertar, tenía la delicadeza de dar las malas noticias de un modo que casi parecían buenas. Llegué a establecer cierta dependencia con aquella echadora hasta que empezó a fallar estrepitosamente en asuntos que me importaban demasiado.

Un día, fui al El Corte Inglés y exigí que me devolvieran el dinero de una sesión de cartas en la que la adivinadora no había dado ni una. Si te lo devolvían cuando un traje te sentaba mal, también podías reclamarlo, pensé yo, cuando una videncia no te caía bien. Me lo devolvieron tras una pequeña discusión con el responsable del departamento, que, pese a ser el jefe de la bruja, era un señor normal, que llevaba un traje gris y una corbata verde. Al poco, sin embargo, desapareció la echadora, quizá porque los compradores, al ver que no se cumplían las predicciones, empezaron a pedir la devolución y dejó de ser un servicio rentable. Karamba y Salim (o ¡Karamba, Stalin!, como ustedes prefieran) ha introducido una variante que quizá no se le ocurrió a El Corte Inglés: el pago a plazos. Por cada pedazo de futuro cumplido, una cuota. A ver si me acerco.