Opinión

Gallinas y fuinas

“Tan valiente para unas cosas y tan gallina para otras”… Les aseguro que desconozco en este momento si es del refranero popular o no, pero de lo que estoy seguro es que todos hemos escuchado alguna vez esta frase o similar con la que decido empezar en el día de hoy.

Nací y viví en Oviedo, en la capital,  pero no por ello soy ni me siento ‘urbanita’. A lo largo de mi vida también he residido en otras poblaciones como León, Madrid, Zaragoza y Alicante, antes de regresar a mis raíces hace ya cuarenta años. Fue entonces cuando en aquél lejano 1983 decidí dar un giro total a mi vida apostando por el campo y la naturaleza. Por el verde de los praos, montañas y esos bosques refugiados tras la niebla mientras el orbayu se encarga de regarlos. El retorno fue al mundo rural de mi Asturias del alma cerca de Ceceda (Nava), donde había vivido y veraneado mi familia paterna.

Todo era nuevo. Me encontraba ante un mundo nuevo que era totalmente diferente a lo que había conocido. Un escenario que nada tenía que ver con todo lo que siempre me había rodeado con la Sierra de Peñamayor enfrente y el río Piloña casi a mis pies siguiendo su curso en dirección al mar a través de ese río Sella famoso por sus salmones y descenso de piraguas.

Fue ahí, en Carancos, donde empecé a sentirme como Michael Landon (el jovencito de “Bonanza”), en aquella otra serie titulada “La casa de la pradera” que reunía a muchas familias frente a la tele en la sobremesa de cada tarde de domingo… ¡Y me contagié! ¿Qué quiero decir con esto? Pues simplemente que en menos de tres meses me había convertido en un ciudadano del medio rural amante de los animales y la naturaleza al preparar mi primer gallinero, habilitar una vieja cuadra que tenía en el prao, comprar en Cangas de Onís a “Gustavo” -un cabrito, con perdón- y empezar a criar tórtolas y periquitos sin haberlo hecho jamás.

Para cuidar mi pequeña explotación ganadera, el sargento del cuartel de la guardia civil de Nava me regaló una perrita (según él, de raza pastor alemán), que bauticé como “Pulga” viendo que apenas crecía y no pasaba de ser una ‘perrina’ ratonera. Como diría un castizo madrileño “la madre podría ser de raza pastor alemán pero al padre no le conocía ni Domingo Ortega…”.

Alguno se preguntará qué me hizo llamar “Gustavo” a un cabrito y por supuesto que todo tiene su explicación: le puse el nombre por su perilla, por su arte de seducción y en homenaje al poeta Gustavo Adolfo Bécquer ya que a los pocos días de tenerlo en casa nos regalaron a “Carmela”, una cabrita vallisoletana a la que nada más verla, encandiló con sus versos y más que tiernas aproximaciones.

Ligón y “echao p’alante” sí que lo er, peroo falleció dos años después sin dejar descendencia. Fue entonces cuando decidimos regalar a “Carmela” a una familia gijonesa amiga que tenía casa en Coya (Piloña), donde la cabrita castellana fue feliz con su nueva pareja (como le sucede a muchos de los humanos), teniendo pronto su primer bebé.

Poco a poco y emulando al gran Félix Rodríguez de la Fuente que nos había dejado cuatro años antes (marzo 1980), me fui adentrando en una de sus series como fue “El hombre y la Tierra”. Descubrí unos patos grandes que llamaban “canos” y pronto, en un rincón preparé un pequeño lago en un rincón de la finca que enseguida empezó a llamar la atención de cuantos venían por casa. Animado por mi primera obra -casi- hidráulica,  también puse en marcha una balsa -con cascada incluida- para truchas y “pescardos” asesorado por mi amigo el biólogo y piloto de rallyes ovetense ya fallecido, Julio Botas, que era propietario de una piscifactoría cerca del apeadero de FEVE en Carancos.

Aunque sigo sin atreverme a coger en brazos una gallina (salvo que haya pasado a mejor vida), tengo que reconocer que me fui ilusionando con las distintas especies que iba conociendo a través de amigos y vecinos. Sabía de los erizos de mar (oricios), pero nunca había visto un erizo de campo salvo en los anuncios televisivos de una compañía de seguros. Por Nava los llamaban “puercospinos”… y no me pregunten por dónde pero el caso es que, aunque estaba muy bien atendido con finca y chalet propio, se fugó durante una noche y nunca más supe de él.

En aquellos años yo trabajaba como reportero en el Centro territorial de TVE Asturias que estaba en los bajos del antiguo Estadio Carlos Tartiere. El naturalista Ernesto Junco era compañero. Colaboraba en ‘Panorama Regional’ con un pequeño espacio para divulgar sus conocimientos. Él sí tenía un zoo de verdad, “La Grandera” en Cangas de Onís, que además fue el primero de Asturias y que tristemente tuvo que cerrar a finales de 2020 después -como quien dice- de que se hubiera dejado la vida en él. En las visitas que hice a Soto de Cangas fui aprendiendo algunas cosas asesorado por el propio Ernesto.

Hasta aquí mis andanzas por el mundo animal eran enriquecedoras y fui conociendo diversas especies de aves y reptiles como el ‘alaguezo’ a quién confundí con una ‘víbora’ hasta que un vecino me dijo realmente lo  que era y además totalmente inofensivo. También crié varios “pitos de caleya” hasta que tuve que sacrificar a uno de ellos que estaba siendo maltratado y acribillado por sus siete congéneres.

Salvo ese episodio todo mi doméstico reino animal fue bonito hasta que tuve que ir a grabar para la tele una noticia que bien podría titularse “Todos los muertos de un campo de batalla”, en Torazo (Cabranes), una víspera de nochebuena.

No tenía ni idea de lo que era una “fuina” conocida también como comadreja o garduña. Ni sabía de su existencia hasta ver aquel siniestro con mis propios ojos. La fuina había devastado todo el gallinero de Ricardo y Mari, propietarios de la “Parrilla El Sena” que me explicaron que se trataba de un animal carnívoro nocturno que chupa la sangre a las gallinas hasta su muerte aunque, a diferencia del “raposu” (zorro), no se lleva los cuerpos de sus víctimas.

El salvaje ataque provocado por tan depredador animal dejó a muchas familias de Cabranes y de otros muchos lugares sin cena de Nochebuena al tener que suspender la entrega de pedidos a los clientes del restaurante del matrimonio que había trabajado en Francia hasta su regreso a Torazo…

Y por pura ley de vida tarde o temprano me tenía que tocar a mí con los consiguientes disgustos que me llevé en el gallinero de casa que me permitió saber más de animales salvajes, protegidos y en libertad. La fuina, el zorro y hasta la gineta nos visitaron en repetidas ocasiones sin que sirvieran de nada todas las mallas y protecciones… Creo que después de este último ataque sufrido la pasada semana dejaremos para siempre de confiar en la providencia. Se acabó tener gallinas y patos. Y no más penas ni disgustos. Fuinas y otros animales seguirán existiendo…

… Y seguirán existiendo como ocurre con las “otras” fuinas que pululan por doquier en nuestra sociedad. Esos individuos que parece que “no dan un palo al aire” y, sin embargo, tienen su notoriedad, patrimonio y poder conseguido en muchos casos a base de chanchullos de todo tipo. Son los depredadores del mundo de nuestros días gracias a sus negocios turbios y pecaminosos, sus mordidas, enchufes y ascensos a puestos de trabajo conseguidos “a dedo”.

La sociedad civil, nosotros los ciudadanos, currantes y contribuyentes, somos las indefensas gallinas que vivimos a diario pendientes de algún que otro susto y por supuesto -y sin rechistar- sabiendo que en cualquier momento nos pueden chupar la sangre. Mientras no cambiemos o hagamos algo, nos guste o no, es ley de vida.