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l De Santurce a Oviedo. «Nací el 18 de enero de 1921, en Sama de Langreo, donde mi padre, Antonio Hidalgo, era director del Banco Herrero y había conocido a mi madre, Lucía Álvarez. La familia de mi padre era de La Rioja y mi abuelo paterno, Florentino, había estudiado Filosofía y Letras en Madrid. Al terminar le surgieron varias oportunidades, una de ellas en Grecia, porque estaba especializado en griego y otras lenguas. Aquel trabajo era algo importantísimo para un chaval que terminaba la carrera, pero decidió no aceptar y marcharse a Bilbao, concretamente a Santurce, a la Escuela Náutica, donde fue profesor y director muchos años. Decidió aquello porque la pesca le volvía loco y en Santurce podía tener su barca y salir a la mar. En Bilbao nacieron todos mis tíos, salvo mi padre, que era el mayor y nació en Madrid, aunque al año o así mis abuelos ya se fueron a Santurce. A comienzos del siglo XX, Policarpo Herrero había fundado su banca en la calle Magdalena de Oviedo y al querer convertirla en Banco Herrero tuvo un problema: no encontraba ninguna persona para ponerla al frente, como director, y los que ya estaban colocados en Madrid no querían moverse a otras provincias. Pero tenía bastantes conocidos y uno de ellos, del Banco Alemán en Madrid, le dijo: "Espérese usted un momento porque aquí suele venir un chico que trabaja en otro banco y es sumamente inteligente y a mí me gusta muchísimo; voy a presentárselo a ver qué dice usted". Y ese chico era Julián Hidalgo, también de La Rioja y hermano de la madre de mi padre, es decir, tío suyo y tío abuelo mío. Total, que le gustó también a don Policarpo y se vino a Oviedo para ser el primer director del Banco Herrero».

l Comercio de coloniales. «En aquel entonces mi padre trabajaba en un banco de Bilbao y al cabo de un tiempo le escribió una carta al tío Julián en la que le explicaba que donde estaba había directivos muy jóvenes y no había posibilidades de prosperar. Y como en Oviedo necesitaban personal, Julián se lo comentó a don Poli (así le llamaban), que le dijo que viniera a verle. Total, que lo mandaron a Sama de Langreo como director y allí se casó con Lucía Álvarez, cuando ella tenía 18 años. Mi madre era hija de Tomás Álvarez, que tuvo un almacén y comercio de coloniales y con el que logró hacer dinero. Así pudo hacer algo que entonces no era frecuente: mandar a sus hijos a estudiar francés. Era un hombre con visión de futuro. También tuvo bastantes tierras por un sitio y por otro. Un año después de nacer yo, mis padres se vinieron y, como mi madre era la última de los hijos, el abuelo Tomás, que estaba viudo, se vino con nosotros. Mi abuela materna había muerto durante la gran gripe de 1918, al igual que otros familiares, como los padres de una tía política mía: a él le estaban enterrando y ella se estaba muriendo».

l La placa de Fermín Canella. «Al venir a Oviedo mis padres vivieron al comienzo en las Casas del Cuitu, donde casualmente había nacido el que sería mi esposo, Valentín Masip. Tengo entendido que a veces salíamos a la vez a la calle, pero no le conocí entonces. Después fuimos a vivir al número 9 de la calle Fruela, en un edificio que todavía existe. Hay una anécdota divertida de esa casa. Vivíamos en el primer piso y en el segundo había vivido Fermín Canella. Era verano y la costumbre entonces es que, al salir de vacaciones, todo se tapaba: se ponían fundas en los muebles y se cubrían los cuadros y hasta las lámparas. Así estaba nuestra casa y un día tocan el timbre a las nueve de la mañana. El aña que cuidada de mi hermana y de mí avisa a mi madre de que había abierto la puerta y se había encontrado con un montón de autoridades y hasta el señor obispo. Venían a descubrir la placa colocada justo en el primer piso, donde continúa. Mi madre, que estaba en bata y sin arreglar, le dijo: "Pues nada, que pasen, que pasen, pero no puedo salir a recibirles". Y allí entraron, en la sala de casa cubierta de sábanas. Mi hijo Antonio encontró una foto de aquel día en la que se ve en un balcón a la aña y a mí, y en el otro balcón a las autoridades mirando cómo descubrían la placa. Era el año 1926».

l Llanto por la Monarquía. «Llegó después el momento en el que construyeron el nuevo edificio del Banco Herrero, en la calle Principado esquina Fruela, una obra del arquitecto Manuel del Busto. Y se inauguró, pero quedó pequeño enseguida y entonces compraron dos edificios más de Fruela, que estaban entre el banco y el nuestro, que también adquirieron por si hacía falta un día ampliar más el edificio. Entonces, nosotros fuimos dos años a vivir a la calle Milicias Nacionales. Mi madre tenía un hermano mayor que era arquitecto, Jesús Álvarez, y colaboró con Busto en la ampliación. Se emplearon maderas de caoba y mármoles de Carrara en el patio de operaciones y esa parte del edificio costó 500.000 pesetas. Estábamos viviendo en Milicias Nacionales cuando se proclamó la II República y lo recuerdo con horror porque mi madre era muy monárquica, y una tía mía, la mujer del arquitecto, que vivían en el mismo edificio, también lo era. Empezaron a pasar camionetas con personas que llevaban la bandera tricolor y levantaban el puño. La gente iba mal vestida, pero también porque eran años de crisis y pobreza. Tener paraguas o una gabardina era un lujo, o andar con una trinchera. Mi madre tenía una muchacha que un día le contó: "Ay, salí a la calle y vi que un hombre con una trinchera me miraba mucho". "Pues no le hagas caso porque ese va a querer otra cosa de ti, que eres muy guapa". Así que recibimos la República con mi madre y mi tía llorando. A una niña le impresionaba todo aquello y recuerdo que mi madre murió comulgando y rezando por el rey Alfonso XIII, que ya había muerto».

l Insultos en la Escandalera. «De allí pasamos a vivir al banco, donde nos dieron una vivienda muy grande, tanto que teníamos hasta un columpio en un pasillo. Mi padre era ya el director general; lo fue muy pronto porque mi tío Julián vio que había caído muy bien y como la esposa de este tío era madrileña y le tiraba volver, él cogió otro trabajo en Madrid, como director de la Fosforera. Así que Julián estaba quince días aquí y quince allá. En ese momento fue cuando mi padre pasó de subdirector a director general, y más tarde fue vicepresidente del consejo de administración. Fuimos tres hermanas: dos muy seguidas, Carmen y Etelvina, y Lucía, que nació en 1935. Etelvina falleció hace dos años y era conocida como Lelé, pintora; de ella conservo varios cuadros. De niñas íbamos al Colegio de las Ursulinas y al pasar por la plaza de la Escandalera la atravesábamos corriendo porque había mal ambiente e insultos de la gente que se juntaba allí».

l Mineros de buen corazón. «En octubre de 1934 estalló la Revolución de Asturias y mandaron al banco a dos guardias civiles para defenderlo. Aquello no era nada contra todos los mineros, y mi padre nos dijo que tenía que marchar de casa porque iban a pensar que él podía abrir la caja y no era así, ya que eran los cajeros los encargados. Pero, ¿quién les metía eso en la cabeza a los mineros? Por lo tanto, él podía tener problemas y fue cuando huimos por los tejados porque por la calle no se podía andar. Ya había tiroteos. Salimos hacia la casa de al lado, donde un amigo de mi padre, Juan Fernández, tenía un almacén y una tienda que se llamaba La Panoya y que daba a la calle Suárez de la Riva. En el banco vivíamos tres familias Hidalgo porque mi tío Julián los había ido trayendo a trabajar en vista de que mi padre había funcionado bien. Eran Fernando Hidalgo, que tenía tres hijas; Enrique Hidalgo, que también fue subdirector del banco, y mi padre. Las hijas éramos todas niñas y recuerdo que salimos al tejado llevando una bolsa o algo con comida. Nos metimos en la casa de este amigo de mi padre, que tenía siete hijos. Como acababan de llegar del veraneo no tenían nada en la despensa. Repartimos los que llevábamos nosotras, pero haciendo unas tortillas se acabó casi todo y al día siguiente quedamos a la luna de Valencia. No se podía salir a por más y nos daban un té que me sabía muy mal. Pero bastante habían hecho con acogernos. Oíamos disparos fuera y entonces vino alguien a decirnos que los mineros ya estaban en el portal. Mi madre, que como digo era de Sama, nos dijo: "No os mováis y no os preocupéis; bajo yo, que conozco a los mineros y tienen buen corazón". Bajó y no sabemos qué les dijo, pero los convenció de que nos sacaran y nos llevaran a casa de la lechera que nos servía, porque había niños pequeños, alguno de biberón. Efectivamente salimos y uno de los mineros dijo: "Respondo yo de todos ustedes". Como íbamos con lo puesto, mi padre nos dijo que cogiéramos algo en el almacén, que él ya lo arreglaría después. Cogimos zapatillas de cuadros y unas chaquetas de borra y salimos todo el grupo con los milicianos».

l Los jamones de Brígida y Canuto. «Mi padre llevaba a uno de los niños pequeños en brazos, al igual que otros hombres. Yo era la mayor de todas las niñas y a mí me cogió un miliciano de la mano. Al pasar por la calle del Rosal nos dijeron los mineros: "Está peligrosísima porque hay unos tíos disparando desde la torre de la Catedral, donde están escondidos los curas comiendo jamones estupendamente". Pasamos de prisa, pero creo que era dificilísimo que desde la Catedral alcanzaran esa calle. Nos dirigimos a la carretera de Las Segadas y en esto vienen unos en camiones y dicen: "Pero vosotros estáis locos; ¿a quiénes lleváis? Ésos son unos fascistas". Y los nuestros replicaron: "De éstos respondemos nosotros". Ya digo que no sé lo que les dijo mi madre, pero aquellos hombres se comportaron así y nos llevaron hasta la casa de la lechera, que estaba en un alto. Ella se llamaba Brígida y el marido Canuto. Tenían vacas y la lechería, y vendían leche a domicilio. Debajo de aquel lugar estaba la carretera y los milicianos habían montado un puesto. Decidieron subir a comer a casa de Brígida y de Canuto, que tenían jamones y se los zamparon todos. Estaba como los de la Catedral, como decían ellos. Allí estuvimos refugiados el tiempo que duró la revolución, una semana aproximadamente. Un día de aquellos comenzaron unas explosiones horrorosas. De noche todo Oviedo era como una hoguera, todo rojo, rojo. Eran las voladuras y los incendios en la calle Uría, en la Universidad, la Catedral. Era tal el resplandor que podías caminar alrededor de la lechería sin encender ninguna luz. El día que volaron el edificio del instituto, donde había estado el colegio de los Jesuitas, el viento trajo hasta nosotros las papeletas con las notas de los alumnos, con los aprobados y los suspensos. Mi padre recogió unas cuantas y a los que conocía se las dio después».

l Internado en Salamanca. «Volvimos a Oviedo cuando nos avisaron de que la revolución había terminado. Estaba destruida y todavía se escuchaban los "pacos", algunos disparos. Y entraron los moros del Ejército. Recuerdo que tiempo después acompañé un día a mi madre, que era joven y guapa, y resultó que nos habían seguido varios de ellos y tuvimos que esperar en un portal a que se fueran. Después de la experiencia del 34 mi padre nos llevó internas a Salamanca. Allí había una religiosa que era de la familia Botas y nos fuimos allí con una hija de esta familia. Éramos varias de Oviedo y fuimos al internado de las Esclavas del Sagrado Corazón, un colegio que estaba en el alto de El Rollo. En 1936 volvieron las quemas de conventos y mis padres se pusieron nerviosos. Así que mi madre se fue entonces a Salamanca con nuestra hermana pequeña, que había nacido en 1935. Se alojó en un hotel y a nosotras nos sacaba del colegio por las noches para que durmiéramos con ella. Tenía miedo de que quemasen el convento. Antes de que estallara la guerra pasamos a Portugal en tren. No dejaban llevar más de 500 pesetas por persona, creo recordar. Nos registraron en la frontera. A mi madre le rompieron el abrigo y a mi padre medio lo desnudaron entre dos vagones del tren. Llegamos a Coimbra y nos alojamos en un hotel. Estando allí vinieron de Madrid las Esclavas del Sagrado Corazón, por el miedo a la quema de conventos. Alquilaron una quinta para tener allí a las niñas, que eran principalmente madrileñas. Estaba las hijas del naviero Aznar o las hermanas de Irujo, el primer marido de la duquesa de Alba. Dormíamos en colchones de paja y el colegio era un poco de campaña».

l Una cruz en la carta. «Después nos fuimos a vivir a Figueira da Foz. Yo tuve un problema de estómago que ya había padecido antes, y mi madre le escribió a mi padre contándoselo. Mi padre estaba en el banco, en Oviedo, y al recibir esa carta se fue con un tío mío que era médico a ver al doctor que me había atendido años atrás, y que en ese momento estaba en Navia. Salieron los dos en el coche de mi padre y en esto estalló la guerra, con lo que en un sitio les paraban los de un bando y en otro los del contrario. Ellos explicaban por qué estaban de viaje y enseñaban la carta de mi madre. En un momento dado se quedaron sin gasolina y tenían que ir a por ella a un comité. Les dieron la gasolina, pero allí había una mujer que dijo que había que detenerlos. Salieron por pies y lograron huir. Después llegaron a Galicia y se las agenciaron para pasar a Portugal. En la frontera les detuvieron en otro control y volvieron a explicar el motivo del viaje y que llevaban medicinas para una hija. También enseñaron la carta de mi madre, que tenía la costumbre de antes de poner una cruz arriba. Y resulta que tuvieron suerte porque por la cruz les dejaron pasar, pero podía haber sido lo contrario. El coche lo dejaron en Galicia con el chófer y mi padre le dijo: "Como van a requisarlo, es mejor que usted lo entregue". Pero él replicó: "De este coche no me separo", e hizo la guerra en el coche de casa».

l Te Deum por Santander. «Por fin llegaron a Figueira con las medicinas. El Banco Herrero se había trasladado a León durante la guerra y mi padre se fue allá para ver cómo estaban las cosas. Vivió allí un tiempo y nosotras también nos fuimos a León. Al cabo de un tiempo nos volvieron a mandar a Salamanca, al mismo Colegio de la Esclavas. En Salamanca estaba Franco y de vez en cuando había bombardeos de la aviación republicana. Para nosotras aquello era una diversión y sabíamos imitar con la voz las sirenas, con lo que se armaba un lío. Estábamos en clase, sonaba la sirena y a correr para el sótano. Así que toda mi vida de estudios fue a salto de mata. A la hija de Franco, Carmen, la llevaron al Banco de España de Salamanca, donde el director era un Vallaure de Oviedo y también tenía allí a una hija. En el colegio comíamos todos los días una sopa con cuatro fideos y unos garbanzos muy pequeños que al servirlos rebotaban del plato hacia fuera, con lo que había más garbanzos en la mesa que en los platos. Después de Salamanca nos fuimos con mi madre a Ribadeo. Por el pasillo del Escamplero los ovetenses salían del cerco e incluso se llevaban los muebles con ellos. Nosotros también lo hicimos y en Ribadeo alquilamos una casa de la familia de Rafael del Pino, el que fue el empresario de la Constructora Ferrovial. Era fácil alquilar porque, si no, requisaban las casas vacías. Aquella era una casa señorial, con capilla, pero a mi madre le dio miedo desde el primer momento porque estaba llena de terciopelos y cuadros de señoras encopetadas. Llegamos de noche y mi madre, que era miedosa de por sí, nos dijo que íbamos a dormir todas en la misma habitación. En esto, en la capilla pasó algo con los plomos y hubo un conato de incendio. "Ni un minuto más", dijo mi madre y pasamos a otra casa que estaba enfrente. Un primo de Rafael del Pino se fue a la guerra y fue ahijado de guerra de mi hermana, una cosa que entonces se llevaba. Murió en el frente. Volvimos a Oviedo, pero la guerra aún no había terminado porque recuerdo que cada poco se celebraba un Te Deum en la Catedral. Cuando cayó Santander hubo uno y acudía todo el mundo a dar gracias por haberse tomado otra plaza. Era tal la aglomeración de gente que de la Catedral salí sin pisar el suelo, apretada entre otras personas y por el aire. Hubo varios Te Deum más, pero desde entonces no puedo soportar las concentraciones de gente».

l Comedores y comuniones. «Oviedo era una ciudad casi sin coches: los averiados no se podían arreglar y no los había nuevos a la venta. Así que era un lugar muy tranquilo para pasear, por la Alameda o por la calle Uría. Trabajé en el Auxilio Social, primero haciendo cigarrillos en la calle Fruela, donde tenían una casa alquilada. Nos mandaban el tabaco y lo poníamos en los pitillos con unas máquinas. Después pasé a los comedores para los niños, donde había unas cocineras y después nosotras íbamos a servir la comida. Casi siempre eran fideos o macarrones con chorizo, o cosas así, pero poca cosa. Tener una pieza de fruta era muy complicado. Lo pase mal porque algunas cocineras se llevaban, no los fideos, sino los chorizos y otros alimentos que mandaban a los comedores. No había gente para vigilar lo que echaban a los pucheros. En uno de aquellos comedores, un día nos mandan que todos los niños fueran a comulgar a la parroquia de San Juan el Real. Yo estaba en un comedor cercano al hospicio, hoy hotel de la Reconquista, en un local muy grande que después dividieron. Yo tenía nueve mesas a mi cargo y el día que nos dijeron que todos comulgaran pensé que cómo íbamos a hacer aquello si muchos de ellos no habían hecho la primera comunión o no sabían nada de la misa. "¡Qué disparate!", me dije. Entonces me puse a explicarle por lo menos cuatro cosas de la comunión y les acompañé a la iglesia. Uno de los días que salía yo del comedor me esperó un chaval y me apedreó. Se conoce que no le gustó que hiciera eso, pero después tuve otros chicos que querían venir a misa conmigo. Nunca he tenido inclinación política y menos hacia la Falange, pero comprendo que la Sección Femenina en aquella época hizo muchas cosas bien hechas con los niños y las mujeres. Se ocuparon de las personas».

l Rogelio Masip en el 2000. «En esos años conocí a Valentín Masip. Él había nacido el 2 de marzo de 1918, ya digo que en las Casas del Cuitu. Había estudiado Derecho, pero interrumpió la carrera porque a los 18 años se fue a la guerra, voluntario. Su familia era aragonesa por parte de padre y de Ponferrada por parte de madre. Su padre, Rogelio Masip, vino a Oviedo como profesor del Instituto, donde conoció al profesor Acevedo y se casó con su hija. Este Acevedo tenía cuatro hijas y un hijo que murió de tuberculosis. De Rogelio Masip hay que contar una cosa preciosa. Era profesor de Matemáticas y estaba dando clase un día y hablando de los años, o de las épocas, o de lo que fuera, salió el cambio de siglo, el paso del XX al XXI. Él dijo entonces, refiriéndose al año 2000: "Cuando cambie el siglo yo ya no estaré aquí, pero ustedes sí, así que si se acuerdan un poco de mí me rezan un padrenuestro". Yo no sabía nada de eso, pero llega el año 2000 y los que habían sido sus alumnos, que era muchos, se acuerdan de su profesor, que debió de ser muy bueno, serio, pero muy buen docente, y resulta que decidieron no sólo rezarle un padrenuestro, sino celebrar una misa por él. Se pusieron de acuerdo y hasta publicaron un escrito en el periódico. Por eso nos enteramos de que iba a celebrarse esa misa. Me llama Antonio y me dice: "Oye, ¿has visto esto?". Supimos que iba a decir la misa un sacerdote que había sido alumno suyo, y que iba a ser en la capilla de la Universidad, a la una. Y la capilla se llenó hasta arriba y todos hablando de él. Le dije al cura que indicara a los asistentes al final de la misa que pasasen a tomar una copa en el hotel Principado. Entre ellos estaba Palmira, la hermana de Eloína, la primera alcaldesa de Oviedo. Fue un hecho hermoso, motivado por el aprecio que le tenían».

l Hundimiento del «Olitte». «Su hijo Valentín fue a la guerra y se hizo alférez. Estuvo destinado en Vitoria, en Zamora, en Logroño?, pero el suceso más importante que tuvo fue en Cartagena. A él y a otros los embarcaron en el "Castillo de Olitte" para que se dirigieran a Cartagena, que había sido tomada por los republicanos. Llevaban allí tropas porque se suponía que ya habían entrado los nacionales, pero el barco fue bombardeado y hundido en la bahía. Lo deshicieron. Muchos soldados no sabían nadar y él se partió la clavícula, pero con el otro brazo salió a flote y se puso a nadar. Ayudó a los que pudo, acercándoles tablones que salían del barco hundido. Él salió a nado y se metió entre unas rocas. Llevaba el dinero de la paga de los soldados y lo ocultó en esas rocas. Después lo recogieron y lo llevaron a un hospital donde le operaron. Al parecer, daba brincos de dolor porque no había anestesia o era muy pobre. Y de allí lo mandaron a Valencia, pero aquí se le dio por muerto porque pasaron tres meses sin que se supiera nada de él. Y sucedió que su padre estaba dando clase un día en el Instituto. Era muy estricto y no quería que durante las clases se le interrumpiera. Pero el bedel llamó a la puerta del aula y le pidió que se acercara. Consideró que había motivo para interrumpir la clase. Rogelio le pidió al bedel que cerrara la puerta, y en ese momento entró Valentín y fue una escena impresionante. Lo contaban los alumnos: ver al hijo que se tuvo por muerto aparecer de repente e irrumpir en la clase. Valentín recibió medallas y condecoraciones, pero le importaban poco. Él decía que eso de ser un héroe le daba risa y que contaba más la oportunidad o la ocasión que otras cosas. Más que ser un héroe lo que sucedía es que habían surgido situaciones que tenías que solucionar. Y tan poco le importaban las medallas que incluso las fue regalando, así que cuando después fue alcalde y tuvo que salir en los desfiles de los Defensores de Oviedo se vio en la necesidad de comprar alguna condecoración porque las suyas ya no las tenía. "Algo tendré que ponerme con el uniforme", decía él».

Segunda entrega, mañana, lunes: Alcalde para un año