Oviedo, Javier CUERVO

Jaime Herrero (Gijón, 1937), pintor y poeta, es un ingenio insólito que se manifiesta en la conversación, una de las muchas artes que cultiva. Madrid, Oviedo, París... no echó raíces hasta los treinta años, pero desde entonces vive entre nosotros como un activo ciudadano. Trabajó en decoración, en publicidad y en Televisión Española, de la que está jubilado. En 1999 se descubrió como poeta con «La sombra del monigote», al que siguió «Trementina Street». Expone sus cuadros desde comienzos de los sesenta con altibajos de regularidad. En los últimos cinco años su producción y su presencia pictórica se han disparado. Su continuo refresco cultural y artístico ha ido enganchando la atención de las sucesivas generaciones a cualquiera de sus quehaceres.

-Hartó de Derecho en Oviedo y marchó a París allá por 1959.

-Llegué a la estación recitando versos de Víctor Hugo. Me acogió una familia de Mieres, Agadía, de la que alguien me había dado una tarjeta. Me buscaron pensión en la orilla izquierda, cerca de su casa. Me valía cualquier trabajo porque los artistas comen y duermen a techo incluso en París. Por un anuncio de «France Soir» encontré en Versalles una empresa de pintura de barcos y pinté nieve artificial sobre árboles de Navidad.

-¿Qué aprendió en París?

-Que cuanto me habían enseñado era un refrito que en Europa no valía nada. Era un tomista entre lógica matemática. Sabía de pintura tanto como ellos porque los supervivientes de Madrid eran tan artistas como cualquier otro. Los nuevos pintores estaban en tendencias que aquí no existían: surrealismo? el cubismo no era el aguado español de anteguerra. Había un inmenso repertorio de pintores de los que no había oído hablar, y Picasso, que en España era un comentario, ocupaba París, Europa y el mundo. Me sumé al expresionismo más brutal.

-¿Cuánto pasó en Francia?

-Seis años y pico. A veces me parece mucho, a veces poco? Con vaivenes. En París estudié en una escuela de cine de animación y experimental e hice algo de animación en un estudio. Quise hacer cine en España. Trabajé en «Eva 63», de ayudante de Pedro Lazaga. Me enteré de que el sindicato vertical exigía que hiciera tres rodajes gratis y regresé a París. En Francia había hecho ilustraciones sobre España para revistas alemanas y estadounidenses dibujado carteles para unas actuaciones de Georges Brassens destinadas a recaudar dinero para huelguistas de Asturias. Traje paquetes de París que entregaba a desconocidos, creo que del Partido Comunista. Ya había pintado «Una guerra civil», el mural que hoy tiene el Museo de Bellas Artes. En 1968 me pareció que España cambiaba, que despertaban los que estaban dormidos cuando me marché y la conciencia social estaba más extendida. Me ilusionó quedar.

-Volvió a Oviedo con una explosión de exposiciones.

-Sí, con obra en las galerías Benedet, Tassili y Nogal y en el «hall» del cine Palladium, donde expuse cuadros inmensos que tuve la suerte de no vender, porque lo habría hecho por 3,50.

-Y quedó en Oviedo.

-Había pasado la vida en trenes. Mi casa perdió las ruedas, eché raíces y ya no hubo más estaciones que las meteorológicas.

-¿Cómo es la ciudad?

-Lo único que se le puede echar en cara es algo de lo que no es responsable: es provinciana. Charlando con Juan Cueto sobre las comunicaciones universales instantáneas mi opinión era que eso es unilateral. Desde la provincia se recibe, pero no se envía. El problema no es estar en internet sino que te encuentren. En una ciudad pequeña te puedes plantar en casa de alguien en un momento, pero la clave es que te invite. El artista de provincias es intersticial. Siempre me gustó mucho «intersticial», aunque pierde encanto cuando lo piensas porque lo más parecido a eso es una cucaracha.

-Usted ha hecho muchas cosas: poesía, ilustración, humor gráfico, cómics, periodismo...

-La principal virtud de un artista es ser interdisciplinar y que los materiales de acarreo hacia tu obra sean de muy diverso origen cultural porque da un mundo de referencias más rico. Sin embargo, esa virtud se da muy poco. Por eso el arte contemporáneo da sensación de pobreza. Cuando oigo «esto es arte conceptual» me pregunto: ¿no es conceptual todo el arte? Hace años que no veo a un pintor en las conferencias, en las presentaciones de libros o participando en las grandes discusiones sociales, culturales o políticas del momento. El arte objetivo, no vamos a llamarlo abstracto, el arte cuya referencia es él mismo, es una cosa muy seria, pero sirve para que creadores «sin conceptos» puedan dejarnos el mundo lleno de estructuras banales con el mismo interés que el paragüero de mi casa.

-A veces con la misma forma.

-Sí, pero lo que en mi casa se llama «paragüero», en un centro cultural puede ser llamado «De la irresponsabilidad del tiempo». Ahora todo es «post», post algo, poscontructivistas. Los creadores no son «post», son «ante-»... «ante» de algo que no sabes lo que es hasta que ellos hacen la obra.

-En su última obra hay referencias a su infancia. ¿Hurga en los orígenes?

-Esos elementos de reconstrucción de infancia y adolescencia me sirvieron para arrancar una obra distinta de la que estaba haciendo, ya cumplida, y cambiar las artesanías que la acompañan. Empecé de cero. Esos temas memorables me dieron pie para recoger un mundo contemporáneo. No exorcizo un pasado; hago una crónica del presente. Dibujo refugios de niño y adolescente. Jamás los refugios fueron más acuciantes que ahora.

-¿De dónde viene sus refugios?

-Encontré un silabario del colegio en el que había dibujado una colina y un pasadizo que bajaba hasta un túnel en el que había un espacio con una bombilla, una mesa y un niño que leía un silabario.

-¿Dónde estaba ese niño?

-En Madrid, en una escuela de Argüelles. Tenía 5 años. Hay una historia extraña: en el patio había una gran campana de bronce semienterrada que, decían, había caído de una torre en un bombardeo. La torre más cercana era pequeña, desproporcionada a la campana. Contaban que al caer había cogido a un niño dentro y que, si se pegaba la oreja, se le oía hablar, llorar y golpear con los puñinos. Había niños que hablaban con la campana. Sin mi angustia con los espacios pequeños no habría recordado esta historia con tanta claridad.

-De los años ochenta hasta el siglo XXI expuso poco ¿Por qué?

-Sí. Las tintas, más que nada, porque es una obra más vendible aunque no menos seria para mí. No medité qué pasó. Llegar a una conclusión no me va a solucionar nada. O tienes un control férreo sobre esos análisis, o el resultado se convierte en un sentimiento podrido llamado nostalgia que hay que dejar a los poetas gallegos.

-Ahora no para.

-Hay estados de crisis, pero muy productivos. A veces, para pintar, te molesta el pincel en la mano. Acaso sea la maduración de todo lo anterior. La pintura es cosa mental, decía Leonardo. La mano es sólo un instrumento del cerebro, y malo cuando va por libre: la paja es placentera, pero da poco resultado.

-¿Ha merecido la pena vivir?

-Es una pregunta sin respuesta. Leo autobiografías y en el 90% de los casos pienso que les ha merecido la pena pero, si en una noche insomne y a falta de otro libro, vuelvo a una de ellas, la segunda vez veo que daba igual, que buscan justificaciones por los demás o por ellos mismos. Cuando piensas la propia vida, la reconstruyes con elementos ideales que igualan, en cantidad y calidad, a los reales. No se echa mano del dietario, sino de la memoria, que es el mejor amigo del hombre.

-Usted está escribiendo unas.

-Sí, y no una biografía porque quien lo escribe no es un notario. La memoria, al ser igual que su portador, puede ser estúpida o genial. No es igual la de Proust que la de un funcionario de Segovia que está escribiendo sus memorias, pero las dos son espejos distorsionadores e invención.