Es evidente que la formulación tradicional de las teorías neoliberales, el llamado «consenso de Washington», ha sido cuestionado en sus aspectos básicos: como son la desregulación cada vez más acentuada, el mínimo papel del Estado y bajar todo lo posible la tributación, idolatrando el papel de lo privado y la potenciación de lo individual frente a lo colectivo.

Hoy, ya se ha producido un despertar porque todos esos dogmas se han desmoronado, puesto que para evitar la quiebra del sistema financiero, los gobiernos y los bancos centrales de cada país aportan generosamente dinero público para procurar la estabilidad económica y nacionalizar bancos o cajas arruinadas por su mala gestión (recordemos el caso reciente de la CAM en España). Incluso algunos países recuperan a Keynes cuando parecía arrumbado por la historia frente a las brillantes y modernas teorías de Milton Friedman y de la escuela de Chicago; cierto es que con más énfasis en EE UU que en la Europa actual, obsesionada por el control del déficit público y la deuda, pero sin la necesaria complementariedad de políticas creíbles para generar crecimiento económico y crear empleo que es también una tarea imperiosa para evitar una quiebra social.

A pesar de este fracaso de las ideas neoliberales más ortodoxas de estas tres últimas décadas, todavía no ha surgido ninguna propuesta seria sobre la reformulación del papel del Estado o la adaptación de las ideas socialdemócratas a una situación que reconoce la necesidad práctica de estados fuertes y gobiernos que den soluciones prácticas a problemas sociales acuciantes.

La paradoja que vivimos es que coexisten por un lado teorías y críticas que tienen como objetivo un desmantelamiento progresivo de los sistemas públicos inherentes a ese Estado del bienestar y por otro se mantiene el amplísimo apoyo popular que tiene entre los ciudadanos, hasta el punto de que ninguna formación política, del signo que sea, se aventura a decir que va a acabar con la sanidad pública, o la educación gratuita o con servicios esenciales subvencionados como son el transporte o diversos servicios sociales.

Las propuestas políticas no son de contraste directo, son más sutiles y hay que adivinar el efecto a medio y largo plazo que van a producir determinadas decisiones para saber exactamente qué es lo que se propone al electorado.

Por ejemplo, en Asturias, el nuevo Ejecutivo propone en Educación «la libre elección de centro» y en la sanidad «la libre elección de hospitales» así como la provisión privada de los servicios sanitarios cuando no se cumplan determinados parámetros de cobertura del servicio público. Tendremos ocasión de volver sobre ello en otro momento y ver la importancia de esas decisiones, si llegan a implantarse.

Y yo creo que es ahí donde está el dilema que hay que resolver en esta situación en la que hay muchas cosas sobre las que indignarnos, principalmente las crecientes desigualdades en renta, en salarios, en derechos y en oportunidades que configuran una situación de agravio que provoca inestabilidad en el propio sistema democrático y también inseguridad generalizada. Sin duda estamos viviendo un nuevo periodo de cambio de modelo de crecimiento global que plantea retos medioambientales y también políticas nuevas.

Cuando hay inseguridad hay temor y eso es un cáncer para cualquier sociedad puesto que destruye la confianza y la esperanza en el futuro y atenaza la iniciativa innovadora.

Los ciudadanos ven a su alrededor una creciente desigualdad que contrasta con un consumo ostentoso para un escaso porcentaje de individuos. La economía productiva de bienes o servicios como fuente de riqueza se ha visto subordinada a la especulación con las transacciones financieras y distorsiona los valores tradicionales de emprendimiento y los estímulos para orientarlos. El empobrecimiento colectivo aumenta a medida que se fomenta el enriquecimiento individual y el trato desigual a los que tienen más recursos y a los que menos tienen. La degradación de lo público, y de sus representantes, conduce a un abismo que solo provocará más desigualdad y desintegración social.

Cuanto mayor sea la distancia entre un sector minoritario poderoso y la mayoría social, más se agravarán los problemas. Lo importante no es solo el PIB global o la riqueza global de un país sino su distribución, es decir si hay más o menos desigualdad, si hay dispersión o no en la distribución de la riqueza. Si hay cohesión y equidad en el acceso a los bienes colectivos. Quiero recordar aquí que Asturias en el período transcurrido desde 1999 hasta ahora fue la comunidad autónoma que más creció en su PIB per cápita (que es como se mide en Europa la convergencia), y por tanto su convergencia creció rápidamente, a lo que hay que añadir también su convergencia en materia de infraestructuras físicas y tecnológicas, no solo carreteras y ferrocarril, sino hospitales, centros de salud y centros educativos y universitarios. Es decir, aumentó su cohesión social y territorial.

El período que va desde el final de la II Guerra Mundial hasta los años 70 fue sin duda positivo por lo que supuso de bienestar, aumento del empleo y movilidad social ascendente, que ayudaron a atenuar las injusticias sociales que se vivieron en todos los países.

En 1945 no había muchas personas que creyesen que el mercado era maravilloso en sus mecanismos de funcionamiento, y las dos guerras mundiales habían producido la convicción mayoritaria de que era inevitable que intervinieran los gobiernos -la política- en asuntos básicos de la vida social. Es decir, las teorías neoliberales que alumbraron el nuevo siglo XXI no eran dogmas de fe, como pudimos ver por su fracaso, ni tampoco tenían una tradición histórica en la que pudieran fundamentar su longevidad.

En el período de postguerra nadie veía extraño que los estados actuasen y limitasen parcialmente el mercado, o que el FMI, el Banco Mundial u otros organismos internacionales actuasen poniendo controles ante las deficiencias de los mercados. Tampoco se consideraba lesivo impuestos altos a las mayores rentas y se consideraba razonable la progresividad impositiva, cuestión que gozaba de amplio consenso.

¿Está hoy tan alejando de nuestra realidad retomar con seriedad el tema de los ingresos del Estado para sostener nuestros sistemas públicos sanitario, educativo y social? ¿Es tan criticable la progresividad tributaria? ¿No es razonable buscar nuevas figuras como gravar las transacciones financieras para ayudar a Europa a financiar su estrategia 2020? ¿Por qué no se puede hablar hoy de todo esto y acelerar una gobernanza económica y fiscal que impulse cuanto antes la creación de eurobonos y poner freno a la sangría que significa el coste de la deuda pública y la prima de riesgo?

¿No es razonable pensar en una nueva legislación electoral que dé mayor participación a los ciudadanos, desde la proximidad entre elegidos y electores y corrija el déficit de proporcionalidad que tiene hoy el sistema electoral español?

Parece evidente que tenemos que repensar el papel del Estado, no minorándolo o subordinándolo a los mercados sino definiendo mejorar su papel, de modo que permita conservar los logros colectivos y a la vez adaptarse a las nuevas demandas que surgen de un Estado democrático ya maduro, que necesita reformular algunos planteamientos para afrontar este nuevo modelo de desarrollo que nos impone la actual globalización.