Oviedo, L. Á. VEGA

«La verdad es que tanto la víctima como el verdugo eran innobles; que la lección de los campos es la fraternidad en la abyección». David Rousset («La verdad de nuestra muerte»).

David Rousset, superviviente del campo de Buchenwald, explicó cómo los nazis no sólo lograron desviar el odio de sus víctimas hacia otras víctimas (los kapos, los presos encargados de realizar el trabajo sucio de los SS), sino enturbiar la línea divisoria entre víctima y verdugo hasta hacerla irreconocible, la llamada «zona gris» que definió Primo Levi, otro superviviente, en su caso de Auschwitz. Dos asturianos, Indalecio González González y Laureano Nava García, se vieron atrapados en ese territorio turbio y pagaron por ello.

González, natural de La Franca (Ribadedeva), y Nava, de Quirós, perdieron la guerra de España, cayeron en manos de los alemanes en la Francia derrotada de 1940 y dieron con sus huesos en Mauthausen, Austria. Allí acabaron como «kapos» -presos elegidos para controlar a sus propios compañeros- y, broma macabra del destino, al final de la contienda mundial fueron juzgados por crímenes de guerra. Indalecio González fue condenado a muerte en uno de los juicios celebrados en Dachau por los norteamericanos entre noviembre de 1945 y agosto de 1948. En febrero de 1949, fue ahorcado en la fortaleza de Landsberg, la misma en la que Hitler escribió su delirante «Mein Kampf», durante su condena por el «Putsch» de Múnich.

Laureano Nava, que había estudiado Química en Oviedo y llegó a teniente del Ejército francés, fue condenado a cadena perpetua, pero su caso fue revisado en 1948 y fue exonerado al demostrarse que los testigos no eran fiables.

La historia de estos dos asturianos ha sido narrada por historiadores norteamericanos y retomada en los últimos tiempos por la socióloga y periodista venezolana de origen español Laura S. Leret, nieta del capitán de aviación Virgilio Leret, el primer oficial republicano fusilado por los franquistas en julio del 36 en Melilla. Leret, cuyas abuela y madre (la escritora Carlota Leret) se exiliaron en Venezuela en 1949, inició en 2006 una investigación sobre el exilio español en su país y conoció a Domingo Félez, un turolense de Alcorisa, superviviente del frente aragonés, que estuvo más de cuatro años recluido por los alemanes y que fue barbero en Gusen (campo auxiliar de Mauthausen), guerrillero, empresario...

Fue un libro del historiador David W. Pike, «Españoles en el Holocausto», el que le descubrió a Laura S. Leret que cinco españoles habían sido juzgados en Dachau. Uno de ellos, para su sorpresa, era Domingo Félez. «Me acusaban de haber seleccionado a 180 presos para las cámaras de gas, pero demostré que, cuando eso se produjo, yo estaba en otro campo, en Viena-Neudorf, y me absolvieron», señala el aragonés, de 92 años, en conversación telefónica con LA NUEVA ESPAÑA desde la localidad venezolana de La Victoria. Félez conoció a González y a Nava durante los juicios de Dachau. Hablaban de cosas sin importancia, como el fútbol, y no entraron en los crímenes. «En aquellas circunstancias era mejor no preguntar», indica.

A González le apodaban «el Asturias» y era un hombre fuerte, que había sido minero. «Quizá por eso le pusieron al frente del comando encargado de abrir los túneles para hacer una fábrica de aviones», indica Laura S. Leret. Los túneles eran los de la famosa «Kristallberg» («la montaña de cristal»), en la zona de Sankt Georgen, donde se pretendía construir los «Messerschmitt 262», los primeros cazas a reacción.

Según Laura S. Leret, era frecuente que los españoles fuesen elegidos para ser kapos. Destacaban sobre el resto de los prisioneros por tener conocimiento de un oficio y haber recibido entrenamiento militar durante la guerra de España.

Sobre «Asturias», que había sido capitán en el Ejército republicano, pesaban acusaciones gravísimas. En el acta de acusación puede leerse que tenía en Gusen bajo su mando a 14 o 16 kapos, entre 40 o 50 kapos asistentes y 1.600 presos. «Un testigo señala que golpeaba a los presos con los puños, un garrote y una manguera; que a principios de 1945 golpeó a un preso francés hasta la muerte. Otro, que vio al acusado pegar a un preso polaco hasta que murió, que vio cómo el cuerpo era llevado hasta el crematorio; que siete presos fueron asesinados en 1944 al ser arrojados a una letrina llena de excrementos; que vio al acusado empujar a dos de las víctimas y extraer todos los cuerpos al otro día», decía el fiscal.

«Un tercer testigo indica que en septiembre u octubre de 1944 le vio golpear hasta la muerte a un preso llamado Zyrlich, y cómo mataba a un preso polaco con una estaca. Otro testigo le vio matar a un preso judío polaco con una pala», señala el acta de acusación.

En su declaración, González sólo reconoció haber golpeado a algún preso con las manos, por robar. Otros testigos (Schulz, Weithofer, Kansmayer) indicaron que nunca le habían visto golpear a nadie, aunque uno de ellos sí dijo que otros presos lo comentaban. Laura S. Leret asegura que los supuestos crímenes de González nunca fueron demostrados. Los testigos señalaron que las muertes no fueron por maltrato, sino por las balas de los SS o las inyecciones de gasolina que se aplicaban a enfermos y heridos.

Indalecio González no estuvo solo. Ministros y políticos de la República en el exilio, la Liga de los Derechos del Hombre, un pastor protestante, un abogado alemán y un ministro guatemalteco pidieron clemencia al general Lucius Clay, gobernador estadounidense de Alemania. La esposa de González, con la que tenía un hijo pequeño, llegó a escribir al presidente Truman. No sirvió de nada. En 2010, un superviviente valenciano de Mauthausen, Luis Estañ, ya fallecido, aseguró que González le había salvado la vida al apartarle de un grupo de presos que fueron arrojados a un barranco por los SS.