La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La perfecta dualidad

Banville/Black podría contemplarse en la frase de Cyril Connolly: "Cuando la prosa en inglés languidece, siempre hay un irlandés dispuesto a hacerla reverdecer"

John Banville.

John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) suele contar cómo la dualidad no es algo nuevo para él. En los treinta y cinco años que pasó en el "Irish Times", iba al periódico por las noches para ganarse la vida y escribía durante el día. Siempre hubo, por tanto, dos personas. Para explicarlo emplea una metáfora, la del hombre que se levanta de la cama de la amante y sale a la calle para enfrentarse a su peor enemigo; en esos momentos, dice Banville, son ya dos tipos diferentes.

El resultado de manejar un seudónimo puede ser impredecible. Cuando John Banville empezó la serie de Quirke con El secreto de Christine, reservando su verdadera identidad para la ficción de mayor calado, Benjamin Black chapoteaba todavía en la superficie de una supuesta novela policiaca. Los libros, se decía, eran mucho más informales y de menor profundidad que El mar, la novela con la que obtuvo el "Booker" irlandés y probablemente la más aclamada de su producción.

Banville, en teoría, no tendría problemas para mantener su reputación literaria combinando el trabajo diurno y el nocturno. Pero las cosas no salieron exactamente como estaba previsto. La serie policiaca ha sido tan luminosa que ha acabado por eclipsar la obra troncal. Y las dos carreras han quedado estrechamente vinculadas. Entre Venganza, la última entrega de Benjamin Black sobre Quirke, y Luz antigua, la última novela publicada de Banville, han transcurrido apenas dos meses.

La identificación de Banville con Black sólo es comparable a la que este último tiene con Quirke, el personaje principal de su serie negra dublinesa. El escritor ha dicho en alguna ocasión que se siente más satisfecho de las novelas bajo seudónimo que de las otras. Como si quisiera reafirmarse en la idea de que en la literatura no hay géneros menores, se propuso resucitar a Philip Marlowe, el protagonista de las mejores novelas de Raymond Chandler, a su juicio uno de los grandes autores del siglo XX, reconocido popularmente, pero al mismo tiempo desterrado del selecto canon de la literatura.

La nueva versión del personaje traería un Marlowe más duro sin esa inocencia que lo caracterizaba en las novelas del escritor que lo creó. No estoy seguro de que lo haya conseguido con La rubia de ojos negros. Él, probablemente, tampoco. Nada de sentimentalismos, Banville/Black está convencido de que el sentimentalismo es la sentencia de muerte de la literatura. Lo importante son los detalles, los estados de ánimo de los protagonistas, la atmósfera, las nubes de humo, los remolinos de alcohol y el párrafo bien escrito.

Quirke está tan familiarizado con los muertos que sólo los vivos le parecen seres extraños. Vive envuelto en una nube alcohólica en ese Dublín de los años cincuenta que Black evoca de forma oscura y melancólica, con una elegancia en la escritura que el género negro no está acostumbrado a soportar. Vean, por ejemplo: "La niebla estaba cargada con el pastoso olor a levadura y lúpulo procedente de la fábrica de cerveza Guinness. Era la media tarde, y lo que quedaba de luz ya había comenzado a atenuarse".

Si el pasado es para Quirke oscuro, el presente arrastra el desorden en una Irlanda católica donde los sepulcros blanqueados se llaman jueces, políticos, periodistas o terapeutas. Profundo y deslumbrante en las descripciones, los resultados estilísticos de Black no son menos sorprendentes que los que suscribe bajo el nombre con el que fue registrado al nacer hace estos días 69 años en Wexford. Cuando la prosa en inglés languidece siempre surge un irlandés -escribió Cyril Connolly- dispuesto a hacerla revivir. En Elegy for April, una de sus inolvidables novelas, hay cosas del Simenon más melancólico, pero también se pueden escuchar como música de fondo a Joyce o a Flann O'Brien. Irlanda es un pequeño país en el que los hombres saben como nadie mentirse a sí mismos; de manera que los buenos escritores proliferan como los hongos.

Benjamin Black, como Chandler, sabe dónde encontrar la poesía en el color local, en las pequeñas descripciones y en los retratos de los seres desolados, perdedores de un juego que otros amañan para tener ventaja. "Ella se sentía más confundida que nunca, mientras estaba sentada con él y él le hablaba, pensaba que entendía más allá de sus palabras, lo que estaba diciendo, pero ahora se daba cuenta de que no había entendido nada".

Compartir el artículo

stats