La furia es española y la garra, uruguaya. Así era históricamente y así consiguieron las respectivas selecciones el respeto de los adversarios. En especial, Uruguay en las primeras competiciones futbolísticas. País pequeño geográficamente y muy grande futbolísticamente, hasta el punto de que tiene dos títulos mundiales en su haber. Uno de ellos, de especial mérito, pues lo consiguió en unas circunstancias de lo más adversas. Ante toda una potencia como Brasil y en terreno ajeno.

El campeonato del mundo ganado por Uruguay en 1950 figura como uno de los más grandes acontecimientos históricos del balompié. Uruguay venía precedida de la justa fama que proporciona un título mundial, el primero disputado, en 1930, y medallas de oro en el torneo olímpico, pero aquel día de julio de 1950 era vista como la víctima propiciatoria de un rival que aspiraba a su primer entorchado universal para que quedase completamente claro que Brasil jugaba al fútbol como nadie, después de arrollar en el campeonato Sudamericano disputado el año anterior.

Brasil entera estaba lista para un festejo que superaría todo lo conocido hasta entonces en un país que no está por debajo de nadie en celebraciones populares. Hasta la misma FIFA contaba con el triunfo de los locales, como no tuvo reparo en reconocer posteriormente su presidente, Jules Rimet, encargado de dar el trofeo al vencedor.

Con lo que no se contaba era con que Uruguay ofreciese una resistencia tan feroz como ya puso de manifiesto en el primer tiempo. Las potentes acometidas brasileñas, con utilización incluso de un juego duro que para nada les caracterizaba, pero había que imponerse como fuera, no arredraban para nada a once bravos rivales, que por si fuese poco tampoco perdían la compostura a la hora de irse hacia adelante.

En último extremo estaba su fenomenal portero, Máspoli, que después haría carrera como entrenador, y tendría cierta repercusión en España, como entrenador de un buen Elche, para frustrar una y otra vez los intentos goleadores de los artistas brasileños. Y no era cosa fácil, como se había puesto de manifiesto hasta entonces en el campeonato.

Brasil llegaba al último partido, que no era una final estrictamente considerada, tras golear nada menos que a España y a Suecia, a la primera por 6-1, y al equipo nórdico por 7-1. El otro equipo del grupo, integrado por los vencedores de a su vez cuatro grupos iniciales, Uruguay, llevaba un recorrido para nada comparable a la brillantez con la que se desenvolvían los organizadores. Para empezar había disputado sólo un partido en la fase inicial, al haberse retirado dos participantes, y su rival había sido Bolivia, de lo más flojo en aquel concierto internacional. De ahí que no sorprendiese el 8-0 con el que se saldó el partido.

Cuando las cosas se pusieron más serias los uruguayos no llamaron tampoco mucho la atención, pues empataron con España y perdieron por la mínima con Suecia. Puestas así las cosas, a Brasil hasta le valía el empate, al sumar cuatro puntos por los tres que llevaban sus vecinos.

Las cosas incluso mejoraron cuando al poco de empezar la segunda parte, en un Maracaná, construido para la ocasión, más que abarrotado, Brasil se adelantó. Pero aquello tampoco representó el punto en el que los visitantes se vinieron abajo. Los uruguayos, magníficamente conducidos por un extraordinario capitán, como Varela, empataron minutos después y silenciaron el inmenso estadio carioca, quizás sintiendo los espectadores que aquello era premonitorio de la tragedia que estaba a punto de desencadenarse.

Y es que en efecto la tragedia se produjo. Faltaban once minutos para que acabase el partido cuando en pleno desconcierto local y con los uruguayos más animados que nunca Ghiggia marcó un tanto que sumió a su país en la felicidad más absoluta y a Brasil en la más profunda de las depresiones. Nadie lo esperaba pero lo increíble ocurrió. La fiesta era uruguaya, cuyos futbolistas se habían convertido en asombro del mundo al protagonizar una de las mayores hazañas futbolísticas de la historia.

Aquella derrota no sólo tuvo consecuencias de carácter deportivo sino que costó vidas y desde luego provocó muchos desprecios, a quien más al pobre portero brasileño, Barbosa, convertido en el chivo expiatorio de un equipo que no supo estar a la altura, que no supo ganar el partido que había que ganar para empezar a saldar cuentas con la historia. A Barbosa se le acusó de no haber estado nada fino en ninguno de los dos goles, y en especial en el segundo, el decisivo, cuando un paso que dio, al esperar un centro y no un disparo, propició el mortífero remate del extremo uruguayo, que entró justo entre el cuerpo del portero y el poste izquierdo.

Barbosa y sus demás compañeros se convirtieron en unos apestados en un país que respiraba fútbol como ningún otro y que todavía para más inri tendría que esperar hasta 1958 para subirse a lo más alto del podio mundial. Tampoco estuvo a la altura España, aunque para nada puede compararse con la decepción brasileña, que empezó muy bien, ganando los tres partidos de la primera fase, entre ellos el que echaba para casa a Inglaterra, en su primera aparición en un Mundial, con un famoso gol de Zarra, pero que terminaría cuarta, tras perder con Suecia por 3-1.

64 años después de aquel "Maracanazo", Brasil volvió a patinar de lo lindo en casa. Fue en una de las semifinales del Mundial de 2014, cuando Alemania le ganó nada menos que por 1-7, aunque pese a que el resultado fue mucho más llamativo que el cosechando ante Uruguay, con un equipo que se arrastró por el campo, producto de muchos años de abandono de sus valores tradicionales, ya no tuvo el mismo impacto emocional en el seno de un país que todavía reina en el palmarés de la Copa del Mundo.