Aunque como casi todo el mundo ha tenido, y tiene, que pagar el peaje del esfuerzo, entre algunos otros, la vida le ha dado muchas alegrías a Beatriz Rico. Su mayor sueño, ser actriz, se ha hecho realidad; y va cumpliendo otros pequeñas fantasías con el paso de los años. ¿La última? Enfundarse un bombín y una boa y saltar al escenario, con la única presencia de una silla, al más puro estilo de su admirada Liza Minelli, protagonista de «Cabaret». De esas trazas aparecerá en la sala Acapulco el próximo viernes en su espectáculo «Mejor viuda que mal casada».

Supondrá, además, una actuación especial, en su Gijón del alma, que visita todo lo que puede desde que lo abandonase para poner rumbo a Madrid con el objetivo de hacerse un hueco en el selecto mundo del espectáculo. Aunque gijonesa de corazón, algo que compatibiliza con cierta dosis de carbayona, Beatriz Juarros Rico nació, sólo circunstancialmente, un 25 de febrero en Avilés. Cuando tenía 18 meses, la familia se trasladó ya al barrio gijonés de Pumarín. Su madre, Erundina Rico, era maestra en el colegio San Miguel, por lo que la familia tenía derecho a una de las viviendas destinadas a los profesores del centro, perteneciente a la parroquia del mismo patrono. Allí crecieron Beatriz y su hermano Miguel, junto a Erundina y a su padre, Esteban Juarros, que era administrativo y delineante.

«No era una niña mala. Su hermano era más travieso», recuerda Erundina Rico. Como no, Beatriz estudió en el colegio San Miguel y, a pesar de su aparente tranquilidad, su cabeza comenzó a albergar pronto inquietudes de artista. A partir de los cinco años, de una u otra forma manifestaba sus deseos de formar parte del mundo del espectáculo. Bailaba en todas las partes y decía que le encantaría ser actriz. Maneras no le faltaban.

Todavía estudiando en párvulos, la profesora se lo comentaba a su madre siempre que Beatriz actuaba en un festival del colegio. «Esta niña va a llegar lejos», le decía. Ciertamente, Beatriz despuntaba como una niña con desparpajo y avispada. Incluso, algunas veces, con demasiada iniciativa. Como cuando en una ocasión se perdió entre los puestos que poblaban la antigua plaza de los Mártires, ahora del Humedal, y sus padres se llevaron un susto de órdago. Por aquel entonces, vivía en Gijón, pero casi todos los fines de semana se iba a Oviedo a pasar el día con su tía Nieves y su abuelo, lo cual derivó en una especie de bipolaridad no exenta de sana rivalidad: su familia gijonesa le llamaba «carbayona»; y sus parientes de Oviedo, «culo moyáu».

Cierto es que, en no pocas ocasiones, sueños como los de ser actor despistan y ensimisman a los niños mermando sus calificaciones de clase. No era el caso de Beatriz. Aplicada como ella sola, solía corresponder a las exigencias de su madre, que, como buena profesora, procuraba mantener el listón alto. Buena fe de ello podrían dar en el Instituto Jovellanos, donde Beatriz cursó el Bachillerato. Claro que el acicate para no defraudar en casa con las notas era potente: tenía que aprobar la selectividad para que le dejasen ir a Madrid a estudiar teatro.

A la vez que estudiaba en el Jovellanos, participaba en el grupo de teatro «Tramoya». De alguna manera tenía que canalizar su sueño de ser actriz, con el que fantaseaba cuando, por ejemplo, acudía al cine Hernán Cortés. Así pues, su meta de ir a Madrid pesaba mucho y se dejó notar en sus calificaciones: terminó COU con la nota más alta de su clase.

Seguramente sus padres hubiesen preferido que estudiase otra cosa, pero se vieron obligados a cumplir con el trato. Quizá no confiaban en que su hija sacase adelante el Bachillerato de forma tan impecable, o quizá no. Pero, al fin y al cabo, por la boca muere el pez, y Beatriz cumplió su parte con creces y no pudieron faltar a su palabra. Su sino de artista le encaminó así al centro de la meseta, allí donde dan frutos las aspiraciones de algunos que desean ser artistas y donde se marchitan las aspiraciones de otros muchos.

Pero Beatriz no estaba dispuesta a que se marchitase el paraíso de artista que se formó en su cabeza, siempre con Gijón de fondo. Estudió interpretación en el laboratorio teatral de William Layton y en las escuelas de teatro de Cristina Rota. Además, aprendió baile en el centro de Karen Taft. La formación la tenía, sólo le faltaba una oportunidad. Se apuntó a una agencia y le salieron algunos trabajos sueltos, pero la altura no le daba para meterse en la moda.

Sin embargo, le llegó la oportunidad y se agarró a ella con uñas y dientes. Le avisaron en la agencia de que había un «casting» para azafatas de «El precio justo». Le mandaron presentarse en un chalé. Una vez allí, llamó al timbre, pero le intentaron cerrar la puerta alegando que ya era tarde: ya habían hecho varias pruebas de selección y sólo quedaban las finalistas. Ella, instintivamente, puso el pie y evitó que le cerrasen la puerta a sus aspiraciones en sus narices. Hizo como que conocía a Joaquín Prat, mítico presentador del concurso, y le dejaron pasar. Su insistencia y su acento asturiano encandilaron a Prat, que le dio acceso a la prueba final. Terminó siendo elegida.

En «El precio justo» empezó Beatriz a labrarse su fama. De ahí pasaría a Telecinco, como presentadora de programas infantiles. Su exitosa carrera había echado a andar. Sus trabajos en televisión se sucederían después como actriz en varias series de éxito: «Carmen y familia» , «A las once en casa», «Abierto 24 horas», «Un paso adelante», que aumentó su popularidad, y «Ellas y el sexo débil».

Entretanto, saltaba a la gran pantalla, donde trabajó con directores de renombre. El que más le marcó, Fernando Fernán Gómez, que depositó su confianza en la actriz gijonesa, algo que a ella le sirvió para estar segura de que valía para el cine. Con él trabajó, por ejemplo, en «Lázaro de Tormes». También se labró grandes amistades, como con Gabino Diego, al que llama «hermano». Asimismo, José Luis Garci confió en ella para algunas de sus obras, como «Tiovivo c. 1950» o «Historia de un beso». El estrellato ya era una realidad en su vida profesional, donde también hay hueco para el teatro.

Su vida personal le dio su mayor satisfacción en el 2000, cuando nació su hijo Marco, fruto de su matrimonio con el técnico de sonido Nacho Ramírez. En la actualidad, ya divorciada, el pequeño Marco y su trabajo consumen la mayor parte de su tiempo. Ambas obligaciones constituyen, no en vano, la alegría de su día a día.

Católica confesa, no cree en las casualidades. Para ella, Dios se encuentra detrás de todo. Su fe le ayudó seguramente a tratar de superar el fallecimiento de su padre en 2009. Cada vez que regresa a Gijón, se entristece al recordarle. Pero, como compensación, recibe grandes dosis de cariño de amigos y familiares. Le encanta tomarse unos chipirones y una botellina de sidra, así como sentarse a oler el mar. Desde su exilio madrileño, mantiene la nostalgia por el Cantábrico asturiano. Por eso necesita volver a su ciudad con frecuencia, donde en 2004 leyó el pregón de la Asociación Belenista de Gijón.

La solidaridad constituye otra ocupación para Beatriz, otro pilar de su felicidad. Colabora con «Médicos sin Fronteras», «Ayuda en Acción» y «Greenpeace» y, entre sus últimos trabajos, está el rodaje de «Komodo B12», un película apocalíptica sin ánimo de lucro y cuyos beneficios se destinarán a una asociación contra el cáncer infantil. Tiene pendientes de estreno «El Clan», con Pepe Sancho y Octavi Pujades, y el thriller «Las hijas de Danao». Los trabajos no cesan para Beatriz Rico, que todavía tiene por delante mucha vida para seguir cumpliendo sueños. Siempre con Gijón de fondo.