Querido Javier: No pude acompañar a tus amigos en el multitudinario homenaje que te rindieron el pasado viernes en la galería Cornión -«Entre amigos», exposición homenaje a Javier del Río-. Casi ha sido mejor; quizá no hubiera podido respirarte, descubrir tu risa o tu tristeza entre la densidad humana, «lo que eres me distrae de lo que dices», escribió uno de los míos. Así que me fui en solitario, ayer, cuando resbalaba la tarde y la soledad por las paredes en las que tantas veces te exhibiste con los ojos desmesuradamente abiertos en busca del destello ajeno. Bajé la escalera, despacio, ¿recuerdas su música de hierro? Es la eterna melodía de nuestra historia, la del astillero y el cangilón. Y de frente, allí estaba, como un solo en medio del adagio, la obra que te ha dedicado Ernesto Knorr, acero recortado siguiendo la estructura de tu estilo, la del singular urbanismo que llevabas inoculado en vena. Una casa, un marco, herrumbre de humedad playa, genial apunte de la omnipresencia del alma, «hola Javier», soñé que te decía.

Mis pasos giraron a la derecha, no sé por qué; la sala era toda mía. De golpe, José Arias. Era tu gran amigo y te ha hecho un retrato que llora por sí mismo; es la apología de tu propia muerte. Se te va la vida por la pintura derramada cuesta abajo, y tus ojos, tan grandes, tan ansiosamente meridionales ya están ciegos, qué tristeza. Ocho años sin ti. Una tristeza que Josefina Junco tiñó de rosa con ese lirismo tan suyo, tan sereno; la muerte puede ser rosa. Una de tus obras, «La casa de Lue», me devolvió la sonrisa. Era tu autobiografía, con todos tus pecados, tu hambre, tu debilidad, tus ruidos, si no, ¿qué hace una comadreja y su camada por los desvanes de Lue?

Edgar Plans ha puesto ovnis en tu lóbrego Gijón nocturno; te habrías alegrado mientras comentabas, «hay que ver estos chicos». Estos chicos... Esteban Prendes, muy sabiamente ha pintado tu vacío, y una frase, «maldita la hora». Bajo la escultura de Pablo Maojo, llena de tus perfiles, se lee, «Un río que se desborda, otra estrella para el cielo». No podía faltar Pelayo Ortega -sabemos cómo le admirabas-, para dedicarte «La gran ruptura»; tres colores atravesados por un cuchillo de arriba abajo, y una playa por donde se pasea la inocencia, pero... Más tarde todo lo emborrona la sangre.

Ramón Prendes siempre se reía de nosotros, de ti y de mí, de nuestra amistad... Y ambos lo celebrábamos. Ramón posa en una foto junto a una de tus esculturas, la mujer de hierro que toma el sol en la playa, sin protección. «Ramón en la playa», la firma Basagoitiyo, pero dicen que esconde a uno más del grupo «hay que ver estos chicos», Pablo Basagoiti. No significa que Ramón Prendes se haya inhibido, al contrario, son entrañables sus árboles desnudos, «Oculta espesura tortuosa», enlazados en el dolor, «Los tres», un recuerdo para tu hermana Paloma, para ti, y Ramón junto a vosotros.

Melquíades Álvarez te ha llevado a dar un paseo por el Muro bajo el clima que nos corresponde; esto no es Mantua, Javier, la Lombardía de tus ensueños. Aquí sigue lloviendo. Te habrías refugiado en el homenaje de Carmen Castillo, en el que cabe la vida, el arte, la familia, la soledad y la memoria. Casi me olvidaba de Miguel Mingotes, y sus síntesis llenas de ingenio e ironía.

Al final estabas tú, cinco pedazos del alma que te arrancaron los pinceles, aquel día cuando el arte te emborrachaba... Seguimos aquí, Javier, asidos a tu memoria.