El lunes de esta semana pasada, el pasado día 3, se cumplieron los cincuenta años de la muerte de Juan XXIII. Los que tenemos años, recordamos aquella tarde de domingo de Pentecostés en la que la mayor parte del mundo estuvo pendiente de los medios de comunicación que nos transmitían los últimos momentos de la vida del Papa Bueno que se había ganado el corazón del mundo. Es más, con sus últimos suspiros y el ofrecimiento de su vida por la paz el planeta tierra se hizo corazón y lágrima. Ningún acontecimiento hasta entonces había logrado sintonizar a las personas con un mismo sentimiento. Aquella tarde fue verdad que son el amor y la bondad, y no el poder y la fuerza, las que pueden cambiar la faz de la humanidad. La iglesia no debiera olvidar esta lección e insistir para que no se olvide.

La aclamación y reconocimiento de su santidad fue unánime. El Espíritu hizo en él y con él cosas grandes. Leyendo sin prejuicios los Diarios y Apuntes que escribió a lo largo de toda su vida, es difícil negarse a la existencia y a la fuerza del Espíritu. En él, como en otros santos, es evidente. Su tiempo de Sucesor de Pedro no llegó a cuatro años (28 de octubre de 1958 al 3 de junio de 1962), suficientes para cambiar y dar un sesgo nuevo a la imagen de la Iglesia. Pocos papas hicieron tanto en tan poco tiempo y manifestaron una preocupación tan evangélica y cuyos escritos y actuaciones han tenido tanto alcance y resonancia. Hasta Kruschev se inclinó ante su bondad. Cuesta trabajo entender por qué se tarda tanto en su canonización. Fue beatificado el 3 de septiembre de año 2000, después de 37 años de su muerte. Las canonizaciones tienen también una finalidad ejemplarizante para el tiempo en que se vive. Los santos, además de intercesores, nos marcan el paso de cómo vivir en esta iglesia y en este mundo. La afluencia de personas diaria, permanente y orante ante su cuerpo embalsamado en la Basílica Vaticana habla por sí sola del aprecio y veneración que le tiene el pueblo universal. Solo es comparable a la de Juan Pablo II. Su canonización puede ser un estímulo para volver a las fuentes y actitudes eclesiales del Concilio Vaticano II de la mano del Papa Francisco, de tan parecido y gestos similares al Papa Roncalli como muchos aprecian.

Estos cincuenta años han servido para profundizar y superar apreciaciones superficiales y equivocadas de su personalidad. Se tiene una visión simplona de este papa que nunca quiso abandonar ni esconder sus orígenes campesinos, de familia numerosa y pobre, campechano y simpático, pero de inteligencia poco común y de sentido eclesial y evangélico extraordinario, que supo congeniar como pocos el saber intelectual y universitario (por ser inteligente, fue enviado a Roma a estudiar la teología) con el saber de la experiencia, iluminada por la convicción de fe de que Dios guiaba su vida. No tenía hoja de ruta, sino que sabía leer «los signos de los tiempos».

El tildar su pontificado como de transición y ver su elección como de componendas ha contribuido a minusvalorar la grandeza de su persona. A la muerte de Pío XII no había ningún candidato claro. El mismo L'Osservatore había preparado la biografía de veinticinco cardenales en previsión del que pudiera salir. Pero pronto se decantó que el más idóneo para el momento de la Iglesia y del mundo era el cardenal de Venecia. De Gaulle, presidente francés, lo apuntó. Temía a Siri, Pizardo o Ruffini por el problema de los obispos colaboradores con el régimen Vichy que, con maestría, supo solucionar el nuncio Roncalli. De opinión similar eran el presidente norteamericano Eisenhower y su secretario de Estado Foster Dulles. No hubo injerencia pero sí preocupación en las cancillerías por la inestabilidad de los bloques. Un grupo amplio de cardenales (eran solamente 51) llegaron al criterio de que se necesitaba un papa diplomático y pastor. La alternativa estuvo entre el armenio Agagianian y Angel Roncalli. El estilo de Pío XII estaba caducado. De la lejanía había que volver a la cercanía, de la altura al servicio. Así lo entendió Roncalli desde el primer momento y lo evidenció eligiendo el nombre sorprendente de Juan. Lo que se puede asegurar hoy es que Juan XXIII nunca se consideró un papa de transición. Asumió la misión con toda responsabilidad. Sabía que la iglesia necesitaba un cambio, un adecuarse a la realidad y él, siempre movido por el Espíritu como se refleja en sus Diarios, tenía que iniciarlo. «Tengo en la cabeza un programa de trabajo no muy agobiante pero bien decidido», escribió al mes de su elección. Y lo realizó con paz y simpatía. Merece los altares.