De siempre, tanto los cacos como los mirones llegan en verano a las villas marineras, y nuestra villa, marinera y, a más, pecadora, no iba a ser excepción a la santa regla.

En nuestro verano los cacos trabajan principalmente por las bien acomodadas parroquias rurales por las que nuestros vecinos más pudientes han levantado ricas quintas, y los no tanto, muy decentes jardines adosados. En quintas y adosados, los cacos buscan surtirse de joyas, metálico..., y los hay, cultos, que hasta buscan los cada vez más apreciados óleos de don Aurelio o los dibujos de la desaparecida colección del Instituto...

Por el contrario, las playas son terreno propio de los mirones y por sus arenas roban al descuido, sean largos muslos o nutricios pechos... y hasta lindas jorobas.

En nuestra villa populosa, hija de la industria y el comercio, fueron antaño tantos los cacos y ladrones, que hasta el buen rentista que fue don Armando Palacio Valdés dedicó en su «Cuarto poder» un capítulo entero de su novela a los ladrones gijoneses, describiendo con detalle las arriesgadas hazañas del alcalde don Roque, azote del buen «ribeiro», barrenderos y cacos...; y si no llegó don Armando en su pesquisa hasta la tragedia de Guimarán, el «Quimarán» de hoy, fue porque aún no había ocurrido aquel crimen protagonizado por franceses..., como tampoco se había producido el asalto a la parroquial de San Pedro, ni el de la decrépita capilla de La Guía; ni cometido el sacrilegio de la parroquial de Jove, donde hoy las llamadas de teléfono móvil se anuncian con los sones del himno de Riego...

Por la zona urbana, y sus comercios y almacenes, tampoco faltaron las hazañas de los cacos. Se recuerda todavía en tertulias especializadas la sangre fría del gran comerciante Elías Díaz Cifuentes, cuya vivienda se encontraba como era norma en aquellos tiempos idílicos sobre sus propios almacenes. Una noche, don Elías, de sueño ligero, como acredita su numerosa prole, escuchó trajín en su escritorio. Supo enseguida que eran los cacos. Y desde su balcón de la calle Trinidad silbó a los serenos, como dicen que hacen en Santa Mera los pescadores a las negras barbadas. Llegaron los serenos con su jefe, Gabino Iglesias, al frente y detuvieron a los cacos con ocho sacos de harina y dos saquitos con kilo y cuarto de moneda de cobre...

No tuvo tanta suerte el bueno de Benjamín Duarte, propietario de un pequeño negocio de almacén de vinos y carnes saladas en la calle Libertad, en el que además de los famosos vinos tintos de Cangas de Tineo, de las viñas de Anselmo González del Valle, se vendieron los mejores lacones de todos los cerdos de Cangas. Cuarenta y seis lacones y dos barricas de 225 litros, 1.600 botellas aproximadamente, le sustrajeron los cacos en el famoso asalto que duró, según la historia cuenta, toda una noche.

Sin embargo, según la crónica social, el «asalto» que se hizo más famoso en el Gijón decimonónico fue el que ofreció en los Carnavales de 1897 en su domicilio la viuda de Serapio Acebal, el gran naviero. Que recuerden los asistentes, fue el que mejor ambigú ofreció a la «crema» de Gijón y el que contó con mayor número de pollos asaltantes y polluelas asaltadas... Aquella noche de febrero, tan fría como feliz, se urdieron doce noviazgos, terminando cuatro de ellos en felices bodas, según acreditan los papeles de San Pedro...

En nuestros días, quizá el «asalto» más esperado sea el que se viene anunciando, baile incluido, de Francisco Álvarez-Cascos, en el papel de gallo asaltante, contra Pilar Pardo como madura asaltada. Las viandas serán muchas y las músicas variadas, que no faltan amigos con posibles y trompetas a ninguna de las dos partes..., aunque se teme no habrá noviazgo político, ni boda consistorial... Ante el asalto del señor Cascos, más de uno de los clérigos del pardo poder temen por su cartera...

Siempre las mismas cosas: asaltos, amores y noviazgos, y cacos por Castiello. Y más «Semana negra» en cualquier parte y tonada asturiana en la plaza Mayor, y aviones en el aire y caballos en Las Mestas... Y muchos fuegos artificiales para el verano gijonés...

Señores, ¡quedamos sin arena!... ¡Viva el crédito de El Musel!