Los entresijos del «caso Matas» han puesto de manifiesto un problema que, aunque consustancial a la mayor parte de las administraciones públicas, está pasando desapercibido, quizá tanto por el cúmulo de presuntos delitos imputados como por el auto del magistrado Castro, cuya prosa jurídico-divulgativa causó sensación en los ambientes judiciales, políticos y periodísticos.

Nos estamos refiriendo al progresivo desapoderamiento que vienen sufriendo los funcionarios públicos en su ámbito competencial y funcional, natural y legal, por parte de la clase política y, en el «caso Matas», además -y ésta es la novedad-, por parte del personal eventual.

En efecto, en los últimos veinticinco años las competencias propias de los funcionarios, de gestión, tramitación de los expedientes administrativos y custodia, han ido desplazándose paulatinamente hasta caer en el campo de acción de la clase política, hasta el punto de que la consulta de los expedientes de cierta relevancia -sobre todo, en el terreno urbanístico-, exige una visita al despacho del concejal del área.

Esto así, era un rasgo común en los casos de corrupción la concurrencia de dos únicas voluntades: la del político, que, en último término, era el sujeto activo del acto corrupto y su principal beneficiario, y la del funcionario, que con su acción, informe a la carta, u omisión -mirando para otro lado- consentía el acto ilícito.

De ahí la máxima «No hay políticos corruptos sin la colaboración de funcionarios permisivos», que venimos propugnando como diagnóstico de la situación.

Sin embargo, la participación activa del personal eventual en estos asuntos era hasta ahora desconocida. En el «caso Matas» la jefa de gabinete, según el auto, era la que determinaba a qué contratistas había que adjudicar los contratos.

El Gobierno central va a tomar medidas en relación con el desapoderamiento de la clase funcionarial, entre otras, reservando la presidencia de las comisiones de urbanismo a los funcionarios de carrera y estableciendo que el ingreso de éstos se efectúe por oposición, para evitar que se paguen favores políticos con empleo público.

Sin embargo, queda por clarificar el papel que debe jugar el personal eventual en la Administración pública.

En puridad, el personal eventual no es personal al servicio de la Administración, por más que el Estatuto Básico del Empleado Público los englobe dentro de la categoría de empleados públicos. Más bien, es personal de la Administración y retribuido por ésta, pero al servicio de la autoridad u órgano de gobierno que lo haya nombrado.

A esta conclusión se llega claramente a partir de las notas que califican las funciones que pueden desarrollar y que están en la causa de su nombramiento: confianza y/o asesoramiento especial.

Son quizá estas notas y el uso que se hace del personal eventual lo que aconseja una actualización de las circunstancias que puedan justificar su incorporación a la Administración y el papel que pueden desempeñar.

El término confianza en el marco político-jurídico actual encierra un evidente peligro semántico, de difícil acomodo en una Administración que debe ser neutral y objetiva.

Por su parte, el asesoramiento especial choca, en principio, con el papel que tienen asignado los funcionarios públicos. ¿Qué es un asesoramiento especial? Si es permanente, deberían prestarlo los funcionarios de carrera. Si es un asesoramiento puntual para un tema determinado, no justifica el nombramiento de personal eventual. En todo caso, debe tratarse de un asesoramiento para el político, no para la Administración, de un asesoramiento que sirva para fundar el mayor o menor acierto de una decisión política, no administrativa, hasta el punto de que si se residencia en un informe escrito, tal informe en ningún caso puede formar parte de un expediente administrativo.

Por otro lado, las administraciones públicas vienen haciendo un uso cuestionable, cuando no perverso, de este tipo de personal, cuyas exigencias de nombramiento, aun no estando sujetas a condición de titulación o de conocimientos, no impiden que aun careciendo de ellos, se los asimile retributivamente a las categorías más altas de los funcionarios públicos. Incluso se nombra a los propios funcionarios públicos en servicio activo como personal eventual, equiparándolos a grupos de clasificación notablemente superiores a los que les corresponde en su condición de funcionarios, y a los que, por su titulación, nunca podrían optar.

En un reciente artículo publicado en LA NUEVA ESPAÑA, el magistrado Chaves, gran conocedor de la Administración pública, califica al personal eventual como «los modernos validos y asistentes de las autoridades nombrados sin oposición ni prueba alguna (...), refugio de políticos errantes tras perder las elecciones».

La doctrina los califica como la Administración paralela.

Quizá estas circunstancias y la experiencia del «caso Matas» aconsejen clarificar las causas que pueden justificar su nombramiento, eliminando las actuales notas de confianza y asesoramiento especial y asignándoles el papel que históricamente motivó su aparición en el mundo del derecho como asistentes personales de la autoridad que los nombra, aunque retribuidos con cargo al presupuesto de la Administración de que se trate.

No hay que olvidar que el personal eventual surge en la legislación local, concretamente en el Reglamento de Funcionarios de 1952, que para trabajos extraordinarios, imprevistos o transitorios distinguía entre el personal temporero -que desarrollaba funciones administrativas- y el personal eventual -que desarrollaba otro tipo de funciones-. El ejemplo paradigmático del personal eventual era el de las secretarías particulares de los alcaldes, cuya misión principal era preservar el ámbito personal de su actuación que inexorablemente se entremezclaba con el ámbito público, y que precisamente para protegerlo exigía una persona de su total confianza. En su origen está claro que el personal eventual no estaba pensado para desarrollar funciones administrativas ni para la Administración, entendida como organización profesional.

Si la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) constituye un principio de organización política estructurado en torno a un sistema de contrapesos y equilibrios en base al cual las distintas tareas de la autoridad pública se desarrollan por órganos distintos, y sin ella no hay garantía de derechos, la separación de funciones dentro del poder ejecutivo (el Gobierno dirige la Administración y los funcionarios son los responsables de la tramitación y gestión de los expedientes, velando por la observancia del principio de legalidad y el sometimiento pleno a la ley y al derecho) es un instrumento primordial al servicio de los derechos de los ciudadanos, una exigencia constitucional y un corolario obligado del Estado de derecho.