Este verano, además de éxitos deportivos, altas temperaturas y desastres naturales, nos ha dejado una nueva reforma de la ley de Contratos del Sector Público. Lo más destacable de esta reforma son los nuevos tribunales administrativos de contratación, creados a imagen y semejanza de los tribunales económico-administrativos. A estos tribunales administrativos les competerá el conocimiento de los recursos interpuestos por las empresas o particulares que deseen denunciar las ilegalidades apreciables durante la licitación de un contrato público. Más Administración y, por ende, mayor gasto público parecen ser así los principales componentes de la fórmula tardíamente elegida por el legislador español para dotar a nuestro país del sistema de recursos rápido y eficaz reiterada e infructuosamente reclamado por Bruselas para nuestra contratación pública. Si se analiza la reforma legislativa con algún detenimiento, surgen no pocas dudas con respecto al acierto y virtualidad de esta elección.

El 9 de agosto se publicó en el «Boletín Oficial del Estado» la ley 34/2010, de 5 de agosto, que revisa ciertos aspectos (sustanciales) de la ley de Contratos del Sector Público ( LCSP). No se trata ciertamente de la primera reforma que el legislador estatal acomete de la LCSP (en vigor desde el 1 de mayo de 2008), ni será tampoco la última, ya que, por ejemplo, el proyecto de ley de Economía Sostenible incorpora en su extenso articulado varias previsiones al respecto. Nada nuevo, en todo caso, bajo el sol de agosto dada la precariedad de nuestra legislación de contratos públicos, fruto en gran medida de las repetidas condenas de las autoridades europeas a España por incumplimiento del derecho comunitario, una precariedad que no se compadece con su condición de normativa estructurante y vertebradora de nuestro ordenamiento jurídico, pero que, lamentablemente, no resulta nada excepcional.

De acuerdo con su preámbulo, la ley 34/2010 no tendría en principio otro alcance que la adaptación de la normativa interna al derecho comunitario, concretamente a una modificación de las directivas que regulan los recursos en materia de contratación pública. Esta afirmación no es, sin embargo, del todo punto exacta, o al menos no lo es en lo concerniente al que representa el aspecto de mayor interés de la reforma, que es la atribución del conocimiento de tales recursos o, más exactamente, del llamado -y cualificado- recurso especial, a unos órganos independientes del ente que licite el contrato y, como tales, presumiblemente imparciales: los tribunales administrativos de contratación.

A pesar de lo proclamado en el preámbulo, esta exigencia de independencia no es, en efecto, propiamente una novedad, sino que, en rigor, ya figuraba desde hace muchos años en las directivas de recursos y hasta ahora había sido desatendida por el legislador estatal. La LCSP atribuyó así el conocimiento del recurso especial en materia de contratación no a un organismo judicial o administrativo independiente del ente que había de adjudicar el contrato, sino, por el contrario, a un órgano perteneciente al mismo, órgano que, a su vez, habría de ser el que se pronunciase sobre la adopción de medidas cautelares como, por ejemplo, la suspensión de la adjudicación de un contrato público. La consecuencia de esta deficiente transposición de las directivas de recursos fue la falta de credibilidad e inoperancia (absoluta) de un recurso -y unas medidas cautelares- cuyo único mérito ha sido acaso el de evidenciar (de nuevo) la inveterada reticencia del legislador español a incorporar (transponer) correctamente al derecho interno las normas europeas sobre contratación.

Este resultado (tan previsible como censurable) es precisamente el que ahora, de forma inconfesada, persigue corregirse. Ahora bien, aunque sea tardíamente, ¿consigue la norma su propósito? De limitar el análisis al que constituye su aspecto más relevante (la creación de los tribunales administrativos de contratación), la respuesta a esta pregunta habría de ser afirmativa por al menos cuatro razones: la competencia para la resolución del recurso especial en materia de contratación pública se atribuye (por fin) a un órgano independiente; los actos de adjudicación provisional y definitiva se refunden en uno solo; el cómputo de los plazos para la interposición del recurso se establece con precisión, y la tutela cautelar se configura como un instrumento capaz a priori de evitar que aquellas adjudicaciones sobre las que pueda existir controversia se conviertan apresuradamente en hechos consumados e irreversibles.

No obstante, si la cuestión se formula en términos más amplios, esto es, si el interrogante a responder consiste en si la reforma agosteña de la LCSP pondrá término a la inoperatividad de dicho recurso especial y hará del mismo un instrumento eficaz de impugnación -y depuración- de las por desgracia nada infrecuentes infracciones legales que se producen en los procedimientos de selección de los contratistas del sector público, la contestación por fuerza ha de matizarse, y la valoración positiva, someterse a ciertas reservas.

La ley 34/2010 encomienda, en el ámbito de la Administración General del Estado, el conocimiento del recurso especial en materia de contratación (y también de la cuestión de nulidad que es otra de sus novedades más reseñables) a un órgano administrativo especializado, que actuará con plena independencia funcional y conocerá de las impugnaciones que se deduzcan frente a los anuncios de licitación, los pliegos de condiciones, determinados actos de trámite cualificados y, por supuesto, los acuerdos de adjudicación de los contratos. Este órgano es denominado Tribunal Administrativo-Central de Recursos Contractuales, resulta adscrito al Ministerio de Economía y Hacienda y, a medida que aumente el número de asuntos sometidos a su conocimiento, podrá ser reforzado por los llamados tribunales administrativos territoriales de recursos contractuales con sede en cada una de las comunidades autónomas.

Esta opción del legislador español a favor de órganos administrativos funcionalmente independientes de nueva creación (más Administración) es acomodada al derecho comunitario, pero no encarna la mejor de las opciones legales posibles, ni tampoco la más útil desde la perspectiva de los licitadores que decidan formular un recurso. Ello se debe a que la mayor -y verdadera- garantía de independencia en la resolución de controversias jurídicas radica en los órganos judiciales y, específicamente, en la materia que nos ocupa en los de la jurisdicción contencioso-administrativa, a los que corresponde en nuestro país el control de la actividad administrativa. Hubiera sido, pues, preferible (y menos gravoso en términos de gasto público) agregar el conocimiento del recurso especial en materia de contratación pública a las competencias de los Juzgados de lo contencioso-administrativo, creando si fuera menester más Juzgados y dotándolos de los medios adecuados y regulando un procedimiento judicial sumario en el que los Juzgados pudieran acordar medidas cautelares no ya con arreglo a las pautas generales (muy restrictivas) de la ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa y su jurisprudencia (igualmente restrictiva), sino a tenor de los criterios (más amplios y flexibles) contenidos en las propias directivas de recursos. En este punto podría objetarse que el recurso especial tiene carácter potestativo y que el licitador disconforme es, pues, muy libre de plantear sus pretensiones directamente ante los tribunales de justicia, pero, ante la ausencia de un procedimiento judicial ad hoc (sustantivo y cautelar), no es muy probable que esto acontezca, ni parece tampoco una alternativa aconsejable (y eficaz) para el licitador discrepante en punto a la defensa de sus derechos.

El recurso especial mantiene además tras la reforma de agosto su carácter restrictivo, puesto que esencialmente tan sólo los llamados contratos armonizados (por ejemplo, los contratos de obras con un valor estimado igual o superior a 4.845.000 euros) y los contratos subvencionados entran dentro de su ámbito de aplicación. Al resto de los contratos de las administraciones públicas y entidades que tengan la consideración de poderes adjudicadores les será de aplicación el régimen ordinario de recursos administrativos, de poca o ninguna eficacia. Este carácter tan limitado del recurso especial (que prácticamente lo hace excepcional), no se compadece con lo dispuesto en las directivas de contratación sobre la igualdad de trato de todos los licitadores y es susceptible de verse acentuado por una circunstancia en principio transitoria, pero que, de prolongarse, puede restarle a la reforma estival gran parte de su virtualidad. Las comunidades autónomas y las entidades locales también pueden crear sus tribunales de contratación (o, incluso, órganos administrativos de carácter unipersonal), pero mientras no lo hagan -y la ley 34/2010 no prescribe un plazo para ello- la competencia para resolver los recursos especiales continuará encomendada a los órganos (no independientes del que cometió la eventual infracción) que la tuviesen atribuida con anterioridad, a no ser que en virtud de un convenio con la Administración General del Estado las comunidades autónomas trasladen tal competencia al Tribunal Central o a los tribunales territoriales. En otro caso, en el amplio ámbito de las administraciones local y autonómica el recurso especial seguiría siendo un instrumento jurídicamente ineficaz y, por tanto, tan inútil y prescindible como lo ha sido hasta ahora.

Tiempo habrá, en fin, tras el verano, de ponderar si éstas y otras objeciones que puedan expresarse respecto a la que habrá de ser cuando menos la penúltima reforma de la LCSP resultan en verdad justificadas, pero hay una afirmación que, difícilmente, podrá ponerse en cuestión, esto es, que si esta reforma tampoco garantiza una protección jurídica verdaderamente eficaz y no meramente aparente y formal de los licitadores no se minorará la enorme distancia que actualmente media entre los principios esenciales de la contratación pública (libertad de acceso a las licitaciones, publicidad, transparencia e igualdad de trato) y una realidad administrativa desalentadora para el empresario que percibe en la contratación pública una oportunidad, singularmente en tiempos de crisis, y muy perjudicial para el interés general.