Decía Ostrogorsky que «Las patologías de la democracia se solucionan con más democracia». Seguramente estaba en lo cierto, pero el momento es muy adecuado para reflexionar sobre si el sistema democrático está adaptado a las exigencias de la actual sociedad global.

La política ya no consiste solamente en decidir el trazado del AVE o la ubicación de un cementerio nuclear. Hoy día los gobiernos deben enfrentarse a problemas de gran complejidad y valorar medidas técnicas que traten de evitar que los mercados amenacen la estabilidad económica del país o lo lleven a la bancarrota. Y los mercados no entienden de democracia, sólo de resultados.

¿Están la política y los políticos preparados para afrontar este tipo de decisiones con garantía de éxito? La experiencia pone de manifiesto que en Grecia, Irlanda e Islandia no.

La explicación quizá haya que buscarla en el hecho de que la política y los políticos han permanecido estáticos y anclados en sus principios originarios en cuanto a exigencias, modos de actuar, teniendo como única referencia la conquista del poder y su mantenimiento. No así en derechos.

Veamos.

El Estado de derecho se edifica sobre dos pilares: la burocracia (empleados públicos que velan por la observancia del principio de legalidad, tramitan los procedimientos y prestan servicio a los ciudadanos) y la democracia (políticos de elección y de designación, que dirigen y gestionan la Administración).

Burocracia profesionalizada y democracia. En ambas el elemento humano goza de idéntica legitimidad. El principio de mérito y capacidad, en cuanto produce designaciones a través de competiciones abiertas entre los ciudadanos, es un principio de justificación democrática tan sólido como el principio electivo: una competición sobre la actitud profesional frente a una competición por los votos, porque los espacios a ocupar requieren en un caso el mayor nivel de excelencia y en otro el mayor apoyo popular.

Las exigencias para ingresar en la burocracia se han ido adaptando permanentemente a las nuevas realidades (idiomas, programas actualizados y densos, test psicotécnicos y de conocimiento, etcétera).

Para ingresar en la democracia nunca se exigió nada y sigue sin exigirse nada, ni siquiera a aquellos que van a asumir directamente la gestión de la Administración, que por volumen económico y de personal es, con creces, la mayor empresa del país. Tal circunstancia no vicia el sistema, pero quizá aconseja delimitar el ámbito o marco de actuación de la política.

Además, ambas realidades han seguido caminos divergentes:

a) Las mayores exigencias a la burocracia han ido parejas a una disminución de derechos, sobre todo económicos.

b) La democracia, manteniéndose en sus condiciones de origen, ha ido consolidando un haz de derechos exorbitantes respecto a los del resto de los ciudadanos: fijación de sus retribuciones; pensiones en cuantía máxima con períodos de cotización mínimos; régimen de incompatibilidades más permisivo; exenciones en el IRPF; cesantías; gastos y dietas, etcétera. Por citar un ejemplo reciente, el señor Montilla, al dejar de ser presidente, percibirá durante dos años 115.000 euros anuales, gozará de despacho, chófer, servicio de seguridad, dos asistentes, y cuando se jubile cobrará una pensión vitalicia de 86.000 euros anuales. Lo que viene a hacer buena la opinión de Duverger de que «la política sirve para mantener los privilegios de una minoría sobre la mayoría».

La burocracia se estructura en categorías y cada cuerpo tiene unas funciones.

En la democracia todos valen para todo, destacando su versatilidad. Cualquiera puede ser ministro/a y, adquirida tal condición, el intercambio de carteras se produce con toda naturalidad (es como si en el ámbito de la burocracia un arquitecto ejerciera de un día para otro como médico). Ello da idea de la superficialidad de la política y evidencia, por tanto, que la democracia no está necesariamente preparada para tomar decisiones de alta exigencia técnica.

Se podrá decir que esa potencial carencia se suple con asesores. Ciertamente, pero el sistema vuelve a fallar cuando el resultado de ese asesoramiento, seguramente de gran solvencia y el más acomodado a los intereses en juego, se valora y tamiza por la democracia no en términos de conveniencia para el interés público, sino en función de intereses electorales.

La política se justifica a sí misma apelando a la legitimidad democrática de origen, olvidando que esa legitimidad hay que revalidarla en el ejercicio diario del poder. Incluso, muchos políticos adoptan sus decisiones a partir de la máxima: «El interés público deja de serlo cuando no coincide con el mío».

Nada cambia cuando para revestirla de la máxima legitimidad democrática se somete la decisión al Parlamento, sede de la soberanía popular, y ello porque el interés público ya no es lo que acuerda la mayoría de forma espontánea y fruto del debate, sino que esa mayoría se construye a partir de intereses parciales: electorales unos y económicos o políticos otros, cuando no se compran votos descaradamente (véase el recientísimo caso de Italia). Pero, en todo caso, la suma final nada tiene que ver con el interés de todos.

Grecia, Irlanda e Islandia han ido a la bancarrota patroneados por gobiernos muy democráticos, que no han sabido o no han querido adoptar a tiempo medidas que insistentemente les reclamaban los mercados. En este último país, el primer ministro será juzgado por actos delictivos por permitir el colapso del sistema bancario.

Teniendo en cuenta entonces que la voluntad de la mayoría no siempre persigue el interés público, ¿deben permanecer las grandes decisiones técnicas que afectan a la estabilidad económica de un país y de sus ciudadanos en manos de la democracia o deben asignarse a órganos u organismos especializados, evitando así que se demore su adopción y que una vez adoptadas representen costes electorales? O dicho de otra manera, ¿las decisiones técnicas no deberían tomarse basándose en el conocimiento y no en lo que diga la mayoría?

No reflexionar sobre estas cuestiones y obtener las conclusiones oportunas puede conducir a la sociedad hacia un suicido colectivo. Eso sí, muy «democráticamente».