Cuenta en este diario el periodista Eduardo García que «el 80% de los estudiantes de primer curso de la Universidad no sabe en qué ciudad nació Picasso, y el 86% es incapaz de decir el nombre de dos premios Nobel españoles», según las respuestas de 1.080 alumnos de tres comunidades autónomas españolas a un estudio promovido desde la Universidad de Oviedo. Asimismo, aun habiendo de ser muy cortas las contestaciones, el 80% de los encuestados cometió alguna falta de ortografía. Esto, señoras y señores, es lo que hay, lo que los profesores vivimos a diario, obligados por ley a desarrollar unos currículos desfasados y demenciales, forzados por la normativa vigente a explicar unos contenidos vagos, inútiles, obsoletos y desvinculados de la realidad, con mucha transversalidad, eso sí, con mucha implementación, con mucha competencia básica, con mucho lucero del alba, con mucha CCP y PGA y RED y CE y BOPA y BOE y AIA, pero que dejan a los chavales ayunos de conocimientos básicos, maestros Ciruela en lo banal y duchos en gilipolleces, sin saber cuál es la capital de Portugal, cuál la de Castilla y León, cuál la de Suiza.

Ahora que no me escucha ningún inspector de Enseñanza Secundaria, debo confesar que me salto muchas veces el temario para charlar con los estudiantes sobre las pinturas de la Capilla Sixtina o de Goya, sobre las arias de «Los Tres Tenores», el sonido de un Stradivarius o, también, las canciones de «The Beatles»; hay ocasiones en que invierto la clase entera en ilustrar algún episodio de la II Guerra Mundial o de nuestra Guerra Civil, asuntos que fueron objeto de preguntas en el citado estudio, pero que están lejos de mi asignatura específica (Lengua Castellana y Literatura) y, por lo tanto, de lo que mis superiores me exigen. O sea, que estoy técnicamente fuera de la ley cuando hablo en el aula de los países asiáticos o de Alfred Nobel y sus Premios, soy un delincuente esporádico al que le puede caer un puro administrativo si se le quieren buscar las cosquillas, pues muy altos y muy doctos y muy ilustrados pedagogos han legislado que mis clases transcurran sin salirme del complemento directo, del indirecto y del circunstancial, sin desviarme un ápice de lo que sean la parasíntesis, las variedades diafásicas (y diastráticas y diatópicas) de una lengua, sin irme por cerros ubetenses más allá del teatro de don Antonio Buero Vallejo, temas todos ellos que vuelven locos de interés a los adolescentes, como es bien sabido, que los excitan vivamente, que no los dejan dormir, que colman y rebosan sus aspiraciones vitales, pues matan si no enseño qué es la diglosia, lloran si no les explico el concepto de disfemismo o patalean si me retraso al darles a conocer la esencia dramatúrgica de don Jacinto Benavente y Martínez.

La primera lectura fácil de tan horripilantes resultados es culpar a los jóvenes: son un desastre, ya se sabe cómo es la juventud de hoy en día, solo piensan en drogarse y en acudir a botellones?: todo el santo rosario, tan cansino ya. La segunda lectura fácil, atacar a los profesores: no dan palo al agua, todo el año de vacaciones, en un andamio los subía yo?: la cantinela de costumbre. La lectura comprometida debe culpar, señalar con el dedo y sentar en el banquillo a una clase dirigente a la que le importan un carajo la instrucción y educación de los futuros adultos; a una clase dirigente que los prefiere burros, analfabetos y embrutecidos o privatizados para así dominarlos mejor; a una clase dirigente que expele absurdos currículos educativos donde todo lo accesorio tiene cabida y nada de lo esencial cobijo; a una clase dirigente lerda y necia ella misma que, a buen seguro, fracasaría con escándalo si se le planteasen algunas de las cuestiones que hubieron de responder los 1.080 universitarios noveles. Si no me creen, pregúnteles a esos señores cuál es el superlativo de «célebre», cuántas repúblicas tuvo España, a quién dio matarile la Inquisición por afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol. Pregúntenles qué hallazgo arqueológico permitió descifrar la escritura jeroglífica egipcia. Verán qué risa. Verán cuánta falta haría en un plan de estudios verdadero, eficiente y real una asignatura básica que se llamase «Cultura General».