Un pueblo sin memoria

se convierte en un espectro

que vaga por espacios sin

puntos cardinales. (G. Puente

Ojea, «La cruz y la corona»)

Puede que Marcelino González García (Riberas de Pravia, 15-9-1846-El Templete, Somió, 29-9-1927), con la excepción del también americano, constructor, empresario de espectáculos y concejal Manuel Sánchez Dindurra, que dio nombre a una, fuera el único gijonés en bautizar, por su cuenta y sin «agua» municipal, nueve calles en esta villa. Don Marcelino se enriqueció en Cuba en el comercio e importación al por mayor de víveres; acogido en el almacén de un familiar, en el que entró de pinche, terminó de dueño.

Había viajado a la isla a finales de la década de los años cincuenta del siglo XIX, y no habían pasado ni cuarenta años cuando regresa a Asturias, cincuentón, viudo, con un hijo y seis hijas, rico y henchido de afanes liberales, aprendidos en el roce del comercio y en la sociedad del Centro Asturiano. Elige Gijón para establecer su residencia, y en San Lorenzo contrae segundas nupcias, de las que aún tendrá dos hijos.

Comienza don Marcelino su etapa gijonesa adquiriendo casas en la calle de Langreo y tres solares en la de Covadonga, en los que construye dos grandes edificios aún en pie, seguidos al chalet con amplio jardín en el que establece su domicilio, y cuando comienza el siglo, ya instalado, adquiere en El Llano un amplio terreno yermo, de más de ocho hectáreas, que urbaniza en cuadrículas, como había visto hacer en los ensanches de La Habana.

Transformó los terrenos en solares, no para enriquecerse, sino para cederlos en venta a plazos a clases modestas y trabajadoras, para que pudieran contar con vivienda propia. Y a las calles les dio nombres familiares: el de su segunda esposa, Eulalia Álvarez, y los de sus hijos, Julio, María Josefa, Pedro Pablo, Rosalía, Marcelino, Zoila, Ana María..., no faltando otra para su sobrino político, casado con una hija de su hermana Nicolasa, Leoncio Suárez, quien corrió con las tareas administrativas de la urbanización del proyecto. Y no reservándose ninguna para sí, pues don Marcelino fue, según todos los que lo conocieron, un hombre bueno, trabajador y modesto; en ningún momento de su larga vida actuó con la alegría de Dindurra, el empresario de espectáculos que dio su propio nombre a la calle que aún lo ostenta.

Las inquietudes del recién llegado comerciante habanero armonizaron perfectamente con las de la activa minoría democrática, burguesía industrial y colonia americana que va formándose en Gijón alrededor de la figura ascendente del joven catedrático republicano Melquíades Álvarez, que por aquellos años obtiene su primer acta de diputado. Y en su labor en estos círculos, y en su dedicación a la tarea de construir el Gijón liberal y democrático, más que en las construcciones de la calle Covadonga, es donde radican los importantes servicios que el americano de Riberas hizo al progreso moral de la villa.

En 1911 presta decidido apoyo a la fundación de la Escuela Neutra, que nace impulsada por las dos fuerzas que van a marcar la modernidad gijonesa; de una parte, la burguesía democrática, que pretende educar a la infancia en escuela «no confesional» para preparar buenos ciudadanos para la República; y de la otra, el anarquismo obrero, que quiere ver al niño libre de dogmas, hasta convertirse en el hombre libre, «ejemplo de bondad, sabiduría y justicia».

Al servicio de este proyecto de enseñanza laica pone don Marcelino no solamente sus capitales, sino también los locales donde van a iniciarse las clases: los bajos de una de sus casas de la calle Covadonga, donde habían estado instalados los talleres del periódico «El Noroeste», diario republicano que a finales del siglo XIX fundan tres destacadas personalidades del republicanismo gijonés: Tomás Zarracina, Vicente Innerárity y Felipe Valdés.

Poco tiempo después don Marcelino, que como el mismo Melquíades alterna su vida entre Madrid y Gijón, contribuye a constituir, aportando grueso capital, la Editorial Asturiana, que va a adquirir el prestigioso «Noroeste», que desde entonces y prácticamente hasta su final como diario independiente, que se produce con la Guerra Civil, será el portavoz del melquiadismo más militante, que supo impulsar con extraordinario acierto el infatigable luchador Antonio L. Oliveros, autor de la interesante obra «Asturias en el resurgimiento español», que en realidad es un poderoso fresco de la vida gijonesa. Como suele ocurrir a todos los luchadores radicales -después de la muerte de don Marcelino, que fue su constante protector-, el director del «Noroeste» fue víctima de la enemiga del reformismo conservador ovetense.

Desde la fundación de la sociedad hasta el momento de su muerte, don Marcelino fue el presidente de la editorial. Y él y José Bango, otro opulento americano, en momentos de necesidad aportaron los fondos que precisó el periódico para mantenerse en primera línea.

Antonio Oliveros, en su «Resurgimiento», da cuenta de los preparativos del complot de la noche de San Juan contra el dictador, y por elevación, contra la corona, tramado entre Melquíades, el capitán general Weyler -con el que don Marcelino había coincido durante su mando en Cuba- y el teniente general Aguilera. Para llevar adelante el plan (1924), Melquíades solicitó el concurso económico de sus correligionarios. Refiriéndose a don Marcelino, presidente del consejo de administración de «El Noroeste», dice Oliveros: «Este singular ciudadano (don Marcelino), dijo a Melquíades, siendo yo único testigo, al solicitar éste de él que contribuyese para los gastos del complot, le daré lo que usted me pida, pues no quisiera morirme sin ver implantada la República»...

Y de la mano del mismo periodista paso a rememorar la última aportación social de don Marcelino, «uno de los americanos que colaboraron en el resurgimiento de la cultura en Asturias con la donación (1921) de un edificio escuela, de treinta mil duros de costo a su pueblo natal de Riberas (Soto del Barco), se murió sin ver la República, y en los albores de ésta lo he recordado yo muchas veces porque era de los que merecieron haberla visto».

Hoy me honro en recordarlo, cuando se cumple el octogésimo cuarto aniversario de su muerte. Y no quiero terminar su recuerdo, él no lo hubiera consentido, sin citar a su hijo Marcelino, teniente de Artillería, que dejó su vida en Tizzi-Azza, septiembre de 1922, en uno de los habituales «desastres» con que Alfonso XIII, no precisamente Escipión, bruñía su fama de «Africano».

Mil razones tenía don Marcelino, y millones como él, para desear la República... Y hoy también las tenemos.