Opinión

El contraataque de Pedro Sánchez

Intenciones y omisiones en la insólita intervención del presidente del Gobierno

Se fue y ha vuelto. O nunca se había ido. El caso es que Pedro Sánchez, un presidente que camina sobre la cuerda floja, hace cinco días era un mar de dudas y hoy tiene las ideas claras y sabe bien lo que debe hacer. En su comparecencia, ha agradecido la adhesión de miles de manifestantes que le han ayudado con su apoyo a tomar la decisión de seguir. Quizá lo que esperaba fuera recibir un empujón que lo impulsara a actuar con más fuerza, que es lo que se propone. La tarea consiste en frenar la ola reaccionaria internacional que ha traído una montaña de inmundicia a la vida política española, en forma de bulos, insultos e infamias, degradándola hasta el extremo.

Pedro Sánchez ha garantizado que la parada de estos días no ha sido para continuar igual, sino que supondrá un punto y aparte. Y se compromete a trabajar sin descanso en la regeneración pendiente de nuestra democracia. El anuncio, del que no ofreció ningún detalle, fue así de escueto. En la comparecencia del Presidente trasluce la intención de iniciar reformas legislativas que modifiquen el funcionamiento de algunas instituciones. La alocución, de las más breves de su historial, deja una nube de interrogantes en el aire, entre los cuales hay dos de especial relevancia para valorar el nuevo reto que se plantea Pedro Sánchez. Uno le pregunta si admite alguna responsabilidad en el deterioro de la vida política y otro se interesa por su concepto de democracia.

La aspiración de Pedro Sánchez es que nuestra democracia sea modélica. Pero esa idea es vaga y el contraste con la actuación de sus gobiernos induce al escepticismo. Las democracias ejemplares no se distinguen solo por la limpieza de sus procesos electorales, sino, y sobre todo, por la rendición de cuentas de los políticos, en el parlamento y ante la prensa, la eficacia de los controles, el respeto a la independencia del poder judicial, la audiencia a los órganos consultivos, el rigor en el procedimiento legislativo, la evaluación de las políticas públicas, la neutralidad de las instancias arbitrales y un largo etcétera de pautas estandarizadas. El Gobierno español no se aplica en hacer de estas prácticas una rutina. No reconoce la existencia de una oposición democrática con la que pueda compartir algo, cuestiona a la judicatura, coloniza las instituciones, no responde a las preguntas de la prensa, prescinde de los órganos consultivos. La política española ha adoptado malas costumbres. Pedro Sánchez ha abusado de la confianza de los suyos y de la tolerancia del resto. Pocas sociedades democráticas han consentido tanto a su jefe de Gobierno.

En otras circunstancias, su última pirueta podría suponer un buen revulsivo para invertir la espiral descendente de la política española. Para ello, tendría que estar reforzada por la ejemplaridad. Pero sus palabras de ayer a la cámara presagian un aumento de la tensión. Más que movido por un espíritu democrático auténtico, Pedro Sánchez parece dispuesto a emprender la contraofensiva final contra el peligro que representa la derecha radical rampante. A tal fin, alentó a la mayoría social a la movilización. La izquierda le jalea y los nacionalistas, expectantes, recelan de este renovado ímpetu presidencial. En su réplica posterior, Feijóo, advirtió que no cejará en la presión al Gobierno, desde el parlamento a la calle, y pidió la convocatoria de elecciones. El riesgo de que la anunciada regeneración de la democracia acabe en desastre es alto. Va a depender de la demostración de firmeza en sus convicciones democráticas y de prudencia, actitudes reclamadas por el mismo Pedro Sánchez, que exhiban los españoles.

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