Fernando Casado de Torres llega a Asturias en 1792, procedente de la montaña santanderina. Cuenta por entonces 46 años de edad y sólo permanecerá dos años en Asturias. Su labor, aunque casi nunca rematada por el éxito, será muy importante en la puesta en marcha del industrialismo, no sólo en esta región, sino en España; como escribe el profesor Ojeda en su trabajo «La industrialización y el desarrollo económico de España»: «La evolución industrial ilustrada tiene en España un motor, el carbón de piedra; dos protagonistas, Jovellanos y Casado de Torres, y tres realizaciones: los hornos de coquizar en Langreo, la canalización del río Nalón para transportar los carbones y la Fábrica de Trubia para elaborar "municiones gruesas" con hierro obtenido en hornos "al cok": realizaciones que promovidas en la década de 1790 por un Estado "benefactor", debían servir a la prosperidad del reino y a la conservación de la Monarquía».

Nacido en Zafra en 1756, Fernando Casado de Torres era ingeniero militar (el único cuerpo técnico que, en la época, ofrecía garantías técnicas) y como tal había sido comisionado especial en Dinamarca, Holanda, Alemania, Suecia, Rusia y Francia. En 1790 visita las minas de carbón de Inglaterra y Bélgica, lo que le permite realizar algunos experimentos con el coque. Era, pues, un buen especialista, que gozaba de la confianza del ministro don Antonio Valdés, el cual también había protegido y ayudado a Jovellanos, de manera muy importante en lo que se refiere a la fundación del Real Instituto Asturiano. En 1789 es enviado Casado de Torres a Santander con la misión de organizar las minas de carbón de Penagos con el objeto de que sirvieran de alimento de las Reales Fábricas de La Cavada; y desde éstas es enviado a Asturias para que ponga en marcha las Reales Minas de carbón de Langreo. La misión, por tanto, continuaba siendo la misma, sin que cambiara el paisaje.

El nuevo director de las minas de Langreo había de plantearse a la vez dos cometidos: obtener el carbón y darle salida hacia los puertos de mar, labor no menos difícil, e incluso más, dado lo quebrado del terreno. Como en Asturias las grandes montañas la cierran hacia la Meseta, lo aconsejable era sacar el carbón por el mar. El valle de Langreo presentaba el inconveniente de ser muy estrecho, pero estando recorrido por un río caudaloso como el Nalón, Casado de Torres proyectó su canalización hasta el mar, para que sirviera de medio de transporte. Con este pensamiento, mandó instalar un horno de coque a orillas del río, en noviembre de 1792. El proyecto de canalizar el Nalón hasta San Esteban de Pravia para transportar el carbón por medio de chalanas chocó con la opinión contraria de Jovellanos, que planeaba construir una carretera carbonera hasta el puerto de Gijón, lo que contaba con el apoyo de Antonio Carreño Cañedo, alférez mayor del Principado. El proyecto de Casado de Torres que preveía la expansión carbonífera asturiana, contando con que su demanda se ampliaría a Santander, Bilbao y La Coruña, y también a Portugal y a la ciudad norteamericana de Filadelfia, presentaba el inconveniente de ser muy caro y de distraer numerosos hombres y bueyes a la agricultura. «El 30 de diciembre de 1792, Jovellanos y Casado discutieron en Gijón los correspondientes proyectos -escribe el profesor Rafael Anes-. Éste hizo saber al primero que no concebía cómo con tan buenas y patrióticas ideas como eran las suyas pudiera haber pensado en el monopolio del comercio del carbón en favor de Gijón. A ello le contestó Jovellanos que no había llamado a Gijón al comercio del carbón, ni había pretendido fijarlo allí, "ni por supuesto en favor de este puerto ninguna exclusiva", ya que todas sus doctrinas estaban "en favor de la libertad". Añadía que las minas de Ribadesella y Piloña eran, de momento, inútiles, al igual que las de Avilés, éstas por su calidad, así como las de Lena, quedando las de Siero y Langreo, para las que el camino más corto era el de Gijón, por lo que no se le podía haber ocurrido la navegación de los ríos. El proyecto de realizar el transporte por río, "pareciendo quimérico aún en boca de un ingeniero de tanto crédito como él, hubiera sido digno de mofa propuesto por un particular de otra carrera"».

La canalización, no obstante, se llevó a efecto, y se inició el transporte de carbón a partir de los últimos días de 1793. Pero, como apunta el profesor Anes, «el fracaso, por otro lado esperado, no tardó en llegar». Se trató de un fracaso carísimo, en el que se gastaron catorce millones de reales «sin conocimiento y, por consiguiente, sin utilidad». Cada quintal de carbón puesto en San Esteban de Pravia venía a costar unos doce reales, en tanto que el transporte a lomo hasta Gijón no superaba los cuatro reales. Por otra parte, los sesenta y cinco kilómetros de trayecto entre Langreo y San Esteban de Pravia presentaban diversas dificultades, sin contar los prejuicios ocasionados a las obras por las riadas. De manera que éstas fueron abandonadas antes de finalizar el siglo, quedando las barcazas, los diques y los embarcaderos como testimonio de un fracaso hasta que fueron arrasadas por la gran riada del 17 de noviembre de 1880, y la canción del chalanero, que todavía se canta: «Chalaneru, chalaneru, / ¿qué llevas en la chalana?». Pero aquella chalana enamorada transportaba rosas y claveles en lugar de carbón.

El carbón era explotado por la sociedad Reales Minas de Carbón de Langreo, cuyo reglamento para su régimen y gobierno fue aprobado el 15 de febrero de 1792. Las minas comienzan a ser trabajadas en abril de 1792, bajo la dirección del belga Stievenard, uno de los hombres de confianza de Casado de Torres, y permanecieron abiertas hasta mayo de 1802: en ese tiempo, la producción ascendió a 49.386 toneladas, de las que tal vez la tercera parte quedó almacenada sin comercializar, con un coste de 3.630.000 reales: muchos más de lo que Casado había previsto.

Mayor trascendencia histórica tiene la obra realizada por Casado de Torres en Asturias: la instalación de un alto horno en Langreo que, como señala Luis Adaro, fue el primero de España. Para dirigirlo contó con la colaboración de Jerónimo Tavern, teniente de navío y técnico muy competente. Según lo describe Jesús Evaristo Casariego, «la fábrica de este primer horno consistía en un gran cilindro de 40 pies de alto por 20 escasos de diámetro, todo él de recia sillería muy bien labrada por dentro y por fuera. El cenicero tenía acceso por una puertecilla especial y en el centro había un foso cubierto de enrejado de hierro con barra de dos pulgadas. Encima estaba el hogar para quemar el carbón con puerta de hierro especialmente preparada para soportar las altas calorías y respiraderos para regular la combustión. Estos respiraderos se tapaban con barro y se iban abriendo gradualmente con punzones, según las necesidades de la cremación. La parte superior del hogar tenía una boca con tapa de hierro para la carga a un lado, y otra enfrente, se la cual partía un tubo de piedra de dos pies de diámetro que daba salida a los humos. Para poder punzar los agujeros respiradores había una galería circular exterior adosada al cuerpo del horno, cuyos estribos servían también para sostener la techumbre. Por el tubo salía el humo mezclado con el petróleo. Éste pasaba a un lavadero dotado de otros tubos de barro cocido en los que se refrescaba y cuajaba y al fin caía en sus especiales depósitos. Parte de la tubería de extensión se apoyaba en la colina que servía también de espaldar al lavadero, formado por un paredón de veinte pies de grueso y veintitantos de altura para recoger en su nivel, de una parte, el agua, de un arroyo que venía del monte». La construcción avanzaba a buen ritmo, y Casado de Torres le comunica a don Antonio Valdés, en carta fechada el 9 de noviembre de 1793, que ya estaba terminada la caja y esperaba que se pudiera obtener coque el próximo mes de diciembre. El propio Jovellanos reconoció que «es toda obra de gran mérito».

No obstante, al tratarse del primer experimento de un horno de coquización, «los resultados eran inciertos -comenta el profesor Anes-; finalmente, se comprobó que el éxito no acompañaba a la empresa». Casado de Torres llegó a arriesgar su salud en el empeño, descendiendo al interior del horno por las parrillas y la boca de carga para inspeccionar su estado, lo que le provocó una inmediata sensación de asfixia que tuvo como consecuencia dificultades respiratorias acentuadas por el clima húmedo del país. A causa de ellas no toma posesión de la dirección de la Fábrica de Armas de Trubia, cuyo emplazamiento en la confluencia de los ríos Nalón y Trubia había elegido, encargándose a partir de abril de 1794 del mando del arsenal de La Carraca, en clima más seco y con menos dificultades de todo tipo.