Gijón, J. MORÁN

Pese a las fortísimas tensiones de la II República en torno a la «cuestión religiosa», el régimen nacido el 14 de abril de 1931 se había mantenido sin derramamiento de sangre de sacerdotes y religiosos. Sin embargo, la fuerza de la Revolución de Asturias de 1934 rompió un dique hasta entonces tensamente contenido y 33 sacerdotes o religiosos fueron asesinados. Con todo, en los días de la Revolución, del 5 al 18 de octubre, se vivieron contrastes: a la vez que 17 iglesias y hasta 40 edificios religiosos eran destruidos -incluida la Cámara Santa de la Catedral-, y hombres consagrados morían, los milicianos mineros dieron atestiguadas muestras de respeto a monjas y religiosas.

En el grupo de consagrados fallecidos en octubre de 1934 destacan los denominados santos mártires de Turón, ocho hermanos de las Escuelas Cristianas -de la congregación de La Salle- y un sacerdote pasionista. Su relieve estriba en que fueron beatificados en 1990 y canonizados en 1999. Los ocho hermanos de La Salle -siete españoles y un argentino- dirigían el Colegio Nuestra Señora de Covadonga, en Turón.

Curiosamente, justo cien años antes de 1934, en julio de 1834, alrededor de cien religiosos -jesuitas, dominicos, franciscanos y mercedarios- eran asesinados en Madrid acusados del envenenamiento de las fuentes públicas, en medio de una epidemia de fiebres tifoideas y en el marco de la I Guerra Carlista. Es decir, el anticlericalismo español ya venía de antiguo, según los historiadores, e incluso desde la Edad Media, cuando el pueblo ya hace sarcasmo de curas y religiosos.

No obstante, será el siglo XIX el que registre 371 víctimas eclesiásticas, según la obra de Francisco Muns y Castellet, «Los mártires del siglo XIX». De esos fallecidos, 57 fueron asesinados por los franceses a comienzos de siglo, y 88 mueren entre 1822 y 1823.

En suma, el influjo anticlerical francés, o las tres guerras carlistas o las etapas liberales aportaron los mayores sobresaltos y mortandades. Ya con la II República, «lo que hasta 1933 son incendios, algaradas y atentados sueltos, van a ser checas y asesinatos masivos, primero en la Revolución de Asturias y luego en todo el mapa de la zona roja durante la Guerra Civil», planteaba el obispo Antonio Montero en su «Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939».

No obstante, respecto al octubre asturiano, «no fueron ciertas las aberraciones que la prensa de aquellos días atribuyó a los revolucionarios», advierte en su obra sobre los mártires de Turón Pedro Chico, también miembro de La Salle y director durante años del centro educativo de esta congregación en Cimadevilla (Gijón). Pedro Chico cita a Arrarás y su «Historia de la II República» para anotar que «en contraste con el odio manifestado contra sacerdotes y religiosos, sorprendía el respeto con que, en general, trataron los milicianos a las monjas». Arrarás habla del momento en el que «las monjas de la Caridad abandonan su convento en Oviedo, amenazado de incendio, para trasladarse al Hospicio, en unión de sus alumnas». Y cita el testimonio de una religiosa: «Los hombres, cargados con fusiles en actitud de disparar, nos miraban y, al verlos, las niñas comenzaron a llorar. La Virgen pareció conmover el corazón de algunos, que al pasar bajaron los fusiles y nos dijeron: "Pasad pronto y no lloréis, que a vosotras no os haremos nada, ni tampoco a las monjas, que de ellas no tenemos quejas"». Pedro Chico habla de «una mezcla de comportamiento antagónico: la rudeza de algunos protagonistas contrastó con la elegancia de sentimientos en otros dirigentes».

Sobre los consagrados muertos en el octubre asturiano, un escrito pío de 1935 dirá: «Mirad sus biografías. Todos pertenecen al pueblo. Ningún aristócrata, ningún potentado, ninguno de encumbrado linaje». Sin embargo, el mismo pueblo del que procedían les consideraba más próximos a las clases dirigentes y a la patronal que a los obreros, como lamentaría después el canónigo ovetense Maximiliano Arboleya, gran exponente del catolicismo social.

En cuanto a los mártires de Turón, fueron detenidos y recluidos el día 5 de octubre en la Casa del Pueblo de esa localidad. Al atardecer del día 8, se abrió una zanja en el cementerio y los religiosos fueron tiroteados por un piquete. Además de ellos, siete seminaristas fueron abatidos en San Lázaro, Oviedo, a la vez que el Seminario de Santo Domingo era incendiado. También murieron tres padres paúles que regentaban dicho centro. Dos jesuitas en viaje ferroviario hacia Gijón cayeron en Ujo, más otros dos hermanos pasionistas y el prior de los carmelitas descalzos de Oviedo. En el clero secular murieron el provisor del Obispado, el secretario de cámara y un canónigo del cabildo, junto a los párrocos de Olloniego, La Rebollada, Sama, Moreda, Valdecuna, San Esteban de las Cruces y Santa María La Real de la Corte.

Y durante el 10 de octubre, la torre de la Catedral de Oviedo era lugar de defensa ocupado por fuerzas resistentes de la República. Los revolucionarios intensificaron los ataques con dinamita y en una de las explosiones fue destruida la Cámara Santa.