Cabruñana (Grado),

Lorena VALDÉS

«¡Cabruñana va a convertirse en una balsa de aceite, voy a poder sacar hasta el cabrito de paseo sin miedo a que me lo atropellen, pero qué quieres que te diga, me da pena que se muera esta carretera!». Ricardo Álvarez no es el único vecino que siente nostalgia porque el alto de la Cabruñana (Grado) se convierta en una vía secundaria tras la apertura, hoy, del tramo de la autovía Grado-Doriga, que contará con la presencia del ministro de Fomento, José Blanco. Los habitantes de este núcleo ansían recuperar su tranquilidad y olvidarse del peligro del tráfico, pero también temen echar de menos «a la gente de paso». Mientras tanto, los hosteleros esperan sobrevivir tras la jubilación de la sinuosa carretera como eje de comunicación con el Suroccidente.

Severino del Rosal atiende a los clientes que hacen un alto en el camino en su bar «para tomar el cafetín y algunos comer un pincho». Estas consumiciones sumadas a las comidas son las que le permiten hacer caja en su restaurante. Ayer, el hostelero planteaba un futuro incierto. «Claro que vamos a notar la apertura del tramo de autovía, yo calculo que un 80 por ciento. ¿A ver qué pasa?».

Del Rosal confía en que muchos conductores, «sobre todo a los que no les compense ir hasta Bárcena a coger el tramo», sigan utilizando la Cabruñana. «No va a ser oro todo lo que reluce y en la autovía también va a haber problemas con los camiones. Cuando la Cabruñana descongestione el tráfico por aquí va a andarse como un marajá», sostiene el hostelero, dispuesto a defender lo suyo hasta el final.

Manuel González, que viaja en dirección a Tineo para supervisar una obra, escucha sus palabras e interviene en la conversación. «Primero hay que probar la autovía y luego ya decidir si te quedas con lo nuevo o con lo malo conocido», afirma mientras come a toda velocidad un pincho de pollo en la barra y encarga otro para llevar. «Para ir a Pravia y Tineo yo voy a seguir viniendo por aquí», adelanta el transportista José Manuel Álvarez. A la puerta del bar, Juan José Fernández, encargado del albergue, vigila la llegada de peregrinos, que se han convertido en clientes habituales de los negocios de Cabruñana. «¡El lunes se quedaron veinte a dormir!», afirma, mientras se queja de la velocidad de los coches. «Lo peor son las motos, que se piensan que esto es un circuito y son un peligro, ésas van a seguir pasando igual con autovía o sin ella», adelanta.

En las inmediaciones, José Luis Valea espera pacientemente, como cada día, para cruzar la carretera. «Es así siempre, pero igual luego pasa a ser demasiado tranquilo, tengo miedo que la Cabruñana se muera y quedarnos aislados. Por aquí va a pasar la gente de los pueblos de alrededor y poco más». «Estoy convencido de que vamos a vivir mejor», tercia José Antonio Álvarez.

Quien no ve la hora de decir adiós a las curvas es el pequeño Daniel García, de Cangas del Narcea. Ayer llegaba a Cabruñana, un día más, mareado. Su madre ya está acostumbrada a hacer la parada de rigor para que el niño se tome una Coca-Cola antes de seguir viaje. «La próxima vez que vayamos ya no te marearás, se acabaron las curvas».

Detrás de la barra, Juli del Rosal ve marchar a sus clientes. Éstos son días de adioses. «Mucha gente se despide de mí y me dice que volverán, pero muy de vez en cuando, alguna vez que no tengan prisa», concluye la hostelera. Los agitados días de la Cabruñana pasarán hoy a mejor vida.