Es sabido que el párroco de San Pedro mantuvo siempre una fiel y cercana amistad con don Gaspar de Jovellanos. Así lo reflejan sus Diarios. Es más, es uno de los pocos amigos con los que pudo contar cuando, caído en desgracia, muchos le abandonaron. También es sabido que este gijonés fue un buen feligrés, amante de su parroquia y sincero creyente, respetuoso católico, practicante asiduo pero crítico con todo lo religioso que oliera a superstición y, también, con aquellos defectos y desmanes de instituciones eclesiásticas y de clérigos enrevesados en los avatares políticos y contubernios de Corte y muy poco preocupados por la misión propiamente pastoral.

El siglo XVIII no fue brillante en la labor de la Iglesia. Fue, en momentos, tan convulsa y maquiavélica como la política. Se suele citar como dato revelatorio el que había falta de párrocos (más de dos mil parroquias sin pastor, según el censo de 1788), lo que contrastaba con la multitud de clérigos de tonsura (más de cuarenta y ocho mil, en mayor número de regulares) que ostentaban beneficios eclesiásticos con buena remuneración económica, cuya vida holgada no era muy laudable aunque el dinero les daba el prestigio social que no merecían, ni por su conducta y mucho menos por su cultivo espiritual e intelectual.

Confieso que soy un admirador de Jovellanos. Desde que he recibido el nombramiento para San Pedro estudio su noble y rica personalidad y su amplia y erudita obra, que me sirve, además, para la breve homilía que debo pronunciar cada 6 de agosto en la celebración de la Eucaristía en la capilla de los Remedios, donde está su monumento sepulcral. Asiste un pequeño grupo de familiares y entusiastas del Jovellanos cristiano. En ella damos gracias a Dios por lo que ha significado su vida y la huella que dejó. Sin duda ninguna, se puede poner como ejemplo a seguir de político católico comprometido con su tiempo, para el que la fe no fue algo adicional sino que pertenece al alma y temperamento de su persona. Fue un católico ilustrado que practicó una religiosidad ilustrada y que deseó que la Iglesia supiera exponer en aquel tiempo su doctrina y su moral con rigor y con razonamientos propios de una cultura avanzada. Esa necesaria labor la había comenzado el padre Feijoo. En este sentido, puede decirse que, juntamente con otros conocidos ilustrados, fue un iniciador del diálogo fe-cultura. No sé por qué algunos se esfuerzan en sesgar o segar su figura y silenciar este aspecto de su vida que, en momentos decisivos, le mantuvo en pie. Me ha llamado la atención que, entre los actos programados para la conmemoración jovellanista, no se haya celebrado ninguno ante el monumento que guarda sus restos, salvados milagrosamente del incendio y destrucción del templo parroquial de la Guerra Civil, cuyo hallazgo entre las piedras despertó tanto gozo en la ciudad.

Quisiera rendirle mi homenaje con algo que puede ser novedoso y que pone de manifiesto la valoración y el vasto y hondo conocimiento de su persona y de su obra que ha tenido uno de los eclesiásticos asturianos del siglo pasado más ilustres y comprometidos en la labor social.

Hablando un día con mi amigo Domingo Benavides, persona discreta, de amplio saber, sociólogo, investigador, profesor, director de Cáritas en una etapa muy importante de expansión y centramiento en su específica misión, de trato entrañable y gran estudioso (el mejor conocedor) de don Maximiliano Arboleya, me dijo que entre los documentos de este sabio canónigo había un escrito amplio sobre Jovellanos y el «Informe sobre la ley Agraria», que había hecho a petición del arzobispo ovetense, don Manuel Arce Ochotorena, con motivo de la celebración del bicentenario de su nacimiento.

El arzobispo quería conmemorar aquel evento contribuyendo a ensalzar más su figura solicitando a la Santa Sede el que fuera sacada la obra incluida en el Índice de Libros Prohibidos porque no había causa para ello.

En carta del 16 de diciembre de 1943 le dice a don Maximiliano que le indique los motivos precisos por los que el «Informe» fue incluido en el Índice, y que le dé su dictamen crítico, sobre todo con relación a la heterodoxia posible que pudiera manifestarse en ella. Se dirige a él con esa súplica porque le han dicho que «Vd. la estudió detenidamente en tiempos pasados» y, por lo tanto, «se habrá formado con su estudio el juicio que ahora me interesa conocer» para formalizar el trabajo de lograr su indulto del Índice.

Le contesta Arboleya, pocos días después, el día 23, disculpándose primero de la tardanza (¡solo una semana!) en responderle por las dificultades que está sufriendo con la vista, muy deteriorada, con un amplio y razonado estudio, bien ordenado, distribuyendo sus análisis y reflexiones nada menos que en 14 puntos. En ellos se propone esclarecer qué motivó el que esa obra recibiera «sanción tan grave» y si esos motivos subsisten o no y, de este caso, poder solicitar la liberación de esa censura.

La lectura de este escrito demuestra que conoce muy bien y ha estudiado a fondo al estadista asturiano, su obra y lo mucho que han escrito sobre él otros biógrafos y comentaristas. No versa sólo sobre la obra condenada «Informe sobre la ley Agraria» y su posible contenido heterodoxo, que demuestra taxativamente que no lo hay, sino sobre la personalidad del polígrafo gijonés, a quien describe y alaba con calificativos como estos: «insigne hombre público, gran orador y notable publicista».

Llega a afirmar que a Jovellanos se le ha tildado de «heterodoxo y descreído» como «al inmortal León XIII motejado de socialista por las nuevas y luminosas orientaciones de su profunda encíclica social». Para el experto sociólogo asturiano no cabe la menor duda de su ortodoxia, de tal manera que el apartado tercero lo titula: «El católico integérrimo». Maximiliano está convencido de que la causa de las persecuciones y censura de Jovellanos no fue doctrinal, ni por ser «jansenista, hereje o innovador peligroso», sino política, y aduce razones para ello. Ni se puede culpar principalmente a la Inquisición, que en aquella época terminal estaba más al servicio de insidias y venganzas de politicastros que de preservar la «vera doctrina». Lo prueba alegando que a Jovellanos no se le formó proceso, como era reglamentario. En todo caso, la Inquisición encarceló nada menos que al mismo fray Luis de León y puso en el Índice la «Guía de pecadores» del padre Granada.

Le parece muy chocante que el «Informe sobre la ley Agraria», que fue publicado en el año 1795, se le incluya en el Índice en 1825, es decir, treinta años más tarde y catorce después de la muerte del insigne prócer. ¿Cuál puede ser la razón? Sospecha que pudo deberse «a los desmanes de todo género que desde 1820 a 1823 cometió en España el desdichado y abyecto Gobierno de los constitucionales...», y a que alguien en Roma «denunciara el tal libro, razonando ante la Congregación del Índice que de los polvos esparcidos por el "Informe" venían los abundantes lodos...».

Son bastantes los que apuntan al cardenal llanisco Inguanzo, entre ellos el profesor Caso. Arboleya no lo nombra ni arroja sombras sobre él. Por el juicio que hace el Nuncio de aquel tiempo Gustiniani en un despacho al secretario de Estado, cardenal Della Somaglia, no parece que el arzobispo toledano tuviera buena imagen, y por ello influjo en los despachos vaticanos. Queda esta cuestión por esclarecer a la espera de poder consultar el expediente.

Lo que sí está claro, por el amplísimo estudio y guía de consulta sobre el «Index Librorum prohibitotum 1600-1966» de J. M. Bujanda, uno de los mejores investigadores de este tema, es que fue condenado por Decreto de la Congregación del Índice y, esto es importante, no por Decreto de la Congregación del Santo Oficio de la Inquisición, el 5 de septiembre de 1825. Y que, sorprendentemente, ya no figura en la edición del Índice del año 1900. Esto quiere decir que fue retirado en la revisión y reforma que mandó hacer León XIII por la constitución «Officiorum ac munere» del 25 de enero de 1897. No es de extrañar. Como sugiere don Maximiliano, la reforma agraria, tal como la propone Jovellanos en el Informe, se basa en los mismos criterios del carácter social de los bienes que expone este Papa en su encíclica «Rerum Novarum».

Lo raro es que ni el arzobispo Arce Ochotorena ni Arboleya tuvieran noticia de ello. No hay mal que por bien no venga. Por este desconocimiento, hemos podido conocer el juicio laudatorio y la alta valoración que tuvo de Jovellanos este otro asturiano de gran preocupación social y gran difusor de la Doctrina Social de la Iglesia en la primera mitad del siglo XX que fue D. Maximiliano Arboleya.