Del «río negro» a Gijón.

«Nací en un pueblín que se llama La Moral, en la parroquia de Tuilla, Langreo, un pueblo que trabajaba en la mina o en el antiguo Ferrocarril del Langreo, y poco más. Nací el 6 de enero de 1954, día de Reyes, y según mis padres fue sobre la una de la mañana y había una buena nevada; de ahí debe venir que me guste tanto la montaña. Mi madre se llama Olga, y mi padre, ya fallecido, Aquilino. Fuimos dos hermanos, yo y Aurelio Flórez, fotógrafo profesional. Mi padre fue primero minero y después carbonero; repartía carbón allí en la Cuenca, un oficio muy normal en aquellos años porque las cocinas y todo lo demás era de carbón. Los mineros tenían derecho a los vales, que mi padre recogía y les entregaba el carbón. Recuerdo mi infancia con mucho cariño, jugando en el "río negro", el Candín. Hoy sigue existiendo un pozo que antes se llamaba Lláscares y en la actualidad es el Candín, al lado de La Felguera, el único que queda en el valle del río Candín. Nos bañábamos en el "río negro", pese a que nuestras madres nos reñían porque salíamos del agua forrados de escarcha, de cisco, que llamábamos. En aquel río se lavaba el carbón de las distintas minas, pero para mí fue una sorpresa muy grande, ya hace unos años, cuando regresé a Asturias, ver que el río bajaba limpio. De guaje, a los 6 años, fui a lo que se llamaba la Escuela Unitaria, con la pizarra y el pizarrín, y recuerdo cuando aparecieron los primeros bolígrafos con los que escribías y no se caía ningún manchón, ni se corría la tinta, ni había que soplar; o los primeros Rotring. Los de mi generación pegamos el salto tremendo entre la época de escritura en piedra (porque realmente la pizarra y el pizarrín eran piedra), a manejar la informática, internet y los teléfonos móviles. Después de la escuela hacías el examen de acceso al Bachillerato y yo bajé a La Felguera para hacerlo en los Dominicos. Estudié dos cursos, pero tenía inclinación al trabajo manual y se lo planteé a mis padres. Entonces decidieron venir a vivir a Gijón y comencé en 1967 en la Fundación Revillagigedo, en El Natahoyo, donde estudié siete años: dos cursos preparatorios, tres de Oficialía y dos más hasta terminar la Maestría Industrial en Construcciones Metálicas».

Encierro en San José.

«Fue una etapa de mi vida que me va a marcar para el futuro. Había gente muy interesante en la Fundación y en la sociedad española, todavía en la dictadura, había una gran efervescencia e inquietud social y política. Eso nos llegaba también a los más jóvenes, que en la Fundación nos llevaba a realizar acciones. Por ejemplo, recuerdo el encierro de los jubilados en la parroquia de San José. Había un microbús que pasaba por Álvarez Garaya, giraba al lado de San José y llegaba a la antigua estación del Norte, hoy Museo del Ferrocarril. Recuerdo que pasaba yo en el microbús justo en el momento en el que los "grises" entraban a la iglesia. Aquel día medio paramos la escuela porque además habíamos estado recogiendo mantas para llevarlas a los encerrados y nos encontramos con aquella movida de la Policía. En otro aspecto del ambiente social, el nivel de trabajo de aquellos años poco tenía que ver con el de hoy. Toda nuestra ilusión de chavales era llegar a Maestría, porque se estudiaba por la noche, a partir de la seis de la tarde, y durante el día trabajábamos todos, o la inmensa mayoría. Pero lo que a mí me marca la vida futura es el lado humano de la Fundación, porque allí hay personas, especialmente jesuitas, que por su modo de ser, de actuar, de plantearse las cosas, a mí me captan, o por lo menos entiendo que son personas muy interesantes. Entre ellos, por destacar a alguien, hablaría de Manolo Maquieira, jesuita que años después falleció en Centroamérica. A través de esas personas, la inquietud social y política que los de mi generación podíamos tener, yo la canalizo desde la perspectiva de la fe. En ese momento soy un chaval normal y corriente que ha hecho la primera comunión y la confirmación, como era normal en aquellos años, y sin más trascendencia y planteamientos. Sin embargo, esta gente abre un interrogante en mi vida: ¿quién es ese Jesús, el de Nazaret? Para mí son muy importantes las palabras "el de Nazaret", porque entiendo que es el Jesús real, el auténtico, no el que hemos mitificado, el que hemos vestido de un modo u otro según los intereses o ideologías propias del momento. Esas persona me abren a esa experiencia, pero lo hacen con su modo de ser y de actuar, es decir, no hay una catequización en la Fundación, lo que hay son personas comprometidas. Nosotros, el grupo del 74 (año en el que finalizamos) éramos muy inquietos. De hecho, formamos un grupo de montaña y recuerdo profesores que se volcaron con nosotros, como José Luis Giraldo».

Fe y justicia.

«Del Gedo he nombrado a Maquieira o Giraldo, pero son muchos los profesores que tuve de gran calidad humana. En mi especialidad estaban Cuervo o Emilio Díaz, por ejemplo, y hoy en día el grupo del 74 seguimos viéndonos con ellos una vez al año, en una cena. Muchos de aquellos profesores hoy están jubilados y son para nosotros verdaderos amigos. Les debemos mucho. La gente salía muy bien preparada de la Fundación Revillagigedo, y en las empresas decías que eras de la Fundación e inmediatamente saltaban dos ideas: la de persona bien formada técnicamente y la de bien educada. La formación humana era, y es, tan importante como la técnica. Y recuerdo también que tuvimos como coordinador de todo al padre Pedro Niño Calzada, al que todavía he visto hace unos pocos años. Era 35 años mayor, pero sigue con el mismo espíritu de emprendedor y sigue pareciendo que se come el mundo. Desde hace más de 30 años trabaja en Fe y Alegría, en Latinoamérica. Volviendo a la relación con los jesuitas, esa inquietud, esa pregunta acerca de quién es Jesús me lleva a dar más pasos en mi vida y uno muy importante es la decisión de entrar en la Compañía del Jesús en el año 1974. Terminamos Maestría en junio y a finales de septiembre llegamos a Villa Borja, una casa a las afueras de Valladolid. En realidad, reabrimos el noviciado, porque había estado cerrado uno o dos años por falta de vocaciones. Los últimos novicios habían sido José Luis Pinilla y Fernando López Combarros. A Villa Borja llegamos unos siete novicios: dos de la Fundación (Javier García Ordiz y yo): uno del Club Vanguardia, del Padre Granda, Joaquín Fernández; o Veridiano León, o Cipri, Cipriano Díaz Marcos, de Salamanca y hoy director del Hogar de San José de Gijón. El día que llegamos a Villa Borja, lo primero que tuvimos que hacer fue meter la cocina, para hacer la cena esa noche. El noviciado fue una experiencia totalmente distinta y nueva. A la Compañía le debo muchísimas cosas y aquello fueron dos años vitales. Yo era muy joven, con unos 19 años, y de algún modo la Compañía me fue modelando y sobre todo me fui centrando en dos figuras básicas: Jesús de Nazaret y San Ignacio de Loyola. Y eso dentro de una Iglesia concreta. En aquellos años nos coge de lleno la Congregación General 32 de la Compañía (1975), y los documentos que nos llegan me confirman que he acertado en la línea elegida. El decreto 4º de esa Congregación lo conservo más que subrayado y anotado porque en él se dice que la misión de la compañía es el servicio de la fe y la promoción de la justicia. Aquello me hace vibrar porque el chaval que yo era y había tenido esas inquietudes en Gijón las veía canalizadas y me encajaban perfectamente con la lectura de ese decreto. El noviciado, además, era una experiencia de fe, una experiencia espiritual de un mundo para mí desconocido, pero muy enriquecedor. De algún modo, descubres desde el espíritu ignaciano esa presencia de Dios en la vida, en el quehacer, en el devenir diario, y me encuentro con que esa presencia invade toda la realidad humana, social, económica, política?»

Porros en Salamanca.

«Al final del noviciado hacemos los votos y seguimos con el proceso de formación típico de la Compañía, el juniorado. Vamos a Salamanca y también reabrimos esa etapa. En la Ponti, la Universidad Pontificia, estudiamos el preteológico, con asignaturas sobre todo de Filosofía y algunas de Teología, paso previo para estudiar después la Teología en la Universidad de Comillas, en Madrid. En la Ponti tuvimos algunos profesores muy significados. Era rector Fernando Sebastián, que después será arzobispo de Pamplona, y estaba Olegario González de Cardedal, un teólogo muy renombrado. También nos daba clase el asturiano Ruiz de la Peña, ya fallecido. Había inquietud universitaria por la situación política del momento. Franco había muerto en noviembre de 1975 y hay un embrión de democracia, toda una expectativa y los miedos e ilusiones se mezclan, lo mismo que los anhelos y los rencores. También eran los momentos previos a las autonomías y todas aquellas cosas que nos hicieron vivir tan intensamente, también en la Universidad. Mis compañeros pasan a Madrid, pero yo le pido al provincial quedarme en Salamanca porque acabábamos de crear un grupo de Movimiento Scout Católico (MSC) en la parroquia del Milagro de San José. Yo vivía en la comunidad de jesuitas del Colegio Menor Javier, el "Javichi", y allí coincido con Manolo Carrera, que fue después superior de los jesuitas de El Natahoyo y director del Hogar de San José. En aquellos momentos es la primera vez que me encuentro con que algunos chavales con los que trabajamos empiezan a tener dificultades, o a tontear con los porros, que yo ni sabía lo que eran porque nunca había pasado de Celtas corto. Me empiezo a meter un poco en ese ambiente por ayudar a los chavales, adolescentes que en el fondo se buscaban un poco a sí mismos, buscaban su sitio en la vida, pero había gente que no encontraba el camino y entonces creían que por ahí lo podían encontrar. Yo les ofrecía acogida y les decía que vinieran a verme como si fueran a su propia casa. Ellos sabían que siempre, si les pasaba algo, tendrían una habitación donde estar y donde quedarse. Eran chavales de los barrios de la Prospe o del Alto del Rollo y alguno aparecía con problemas o con una borrachera. El caso es que para mí es un primer momento en el que conecto con el mundo de las adicciones».

El hospicio de León.

«De Salamanca me destinan a hacer la etapa de magisterio de los jesuitas a San Cayetano, en León, una especie de Hogar de San José, el hospicio provincial de la Diputación. Ahí coincido con el jesuita Inocencio Martín Vicente, Chencho, que fue párroco en El Natahoyo muchos años y una de las personas con las que yo había hablado para entrar en la Compañía de Jesús. Después, siendo yo novicio venía por los veranos a echarle una mano en los campamentos de la parroquia de San Esteban del Mar, que movían o dos o tres autobuses de chavales a León, con los scouts o el "Grupo de los quince", que llamábamos. Todo un movimiento muy interesante. En San Cayetano mi actividad es la de educador, junto al resto de educadores contratados por la Diputación. El centro estaba montado a la antigua usanza, con tres pabellones. El central es el de los niños pequeños, incluso alguno que dejaban en el torno todavía en aquellos años. Eran atendidos por las Hijas de la Caridad y según iban creciendo la niñas pasaban a otro pabellón, también con la Hijas de la Caridad, y los niños al otro pabellón, que llevaban los jesuitas. Fueron dos años de una gran actividad, en la que coincido también con mi amigo Jesús Rodríguez Rubio, compañero de la Fundación y que entonces estaba contratado por la Diputación para trabajar allí. En San Cayetano el perfil de los chavales era doble: por un lado, aquellos que tenía una carencia familiar importante, de padre o de madre, o de ambos; y por otro, niños que venían de La Cabrera, una zona leonesa muy pobre. A éstos, la Diputación los situaba en un contexto donde las necesidades básicas estuvieran cubiertas y pudieran estudiar».

Pedagogía social.

«Pero todo ello en un marco muy clásico, muy paternalista. A los chavales se les daba todo y tenían poca conciencia de lo que podía costar las cosas. Nosotros fuimos trabajando en una educación que les resituara, que no les descontextualizara de lo que era su vida real. En el centro teníamos piscina, campo de fútbol, furgoneta con letrero oficial? La Diputación nos cuidada bien, pero en Navidad, Semana Santa o el verano los chavales volvían a ver a sus padres en La Cabrera y la realidad era otra radicalmente distinta. Creímos que había que educarlos pisando la tierra, haciendo que se dieran cuenta de lo que valían las cosas, que no eran gratis en la vida. El problema era la institucionalización, entendida peyorativamente. Los chavales se "cayetanizaban" y perdían esa nota de realismo, metidos en una especie de burbuja que más tarde podía ser muy peligrosa porque no iba a responder a la vida real. Allí estuve dos años muy intensos. Creamos una radio y un periódico e hicimos del centro una especie de ciudad, con su alcalde y todo. Fue toda una revolución, intentado aplicar, aunque fuera de lejos, la pedagogía de Paulo Freire o pedagogías más sociales y más integradoras que había en aquellos momentos. Recuerdo que cuando llegue había castigos, pero en la nueva ciudad los castigos no existían, sino que un grupo de alumnos notables se reunían y analizaban cómo iba la semana. Y sancionaban o no a algún compañero si había habido algún mal comportamiento. Pero eran ellos mismos los que se metían en el ajo, y no sólo el educador o una persona externa. Había chavales que querían participar en la radio, con lo cual aprovechábamos para hacerles pruebas de lectura y si leían mal, se animaban y aprendía a leer mejor, y entonces entraban en la emisora. Fueron años preciosos para mí, hasta tal punto que yo le planteé en un momento determinado al provincial hacer Teología desde León. Estaba muy a gusto en la comunidad de jesuitas y con los educadores, y teníamos planes muy importantes para darles a estos chavales una vida más normalizada sacándolos a vivir a pisos».

Comunidad parroquial.

«Pero el provincial ya me destina a estudiar Teología en Madrid y ahí empieza una etapa nueva. Voy a vivir a un piso de estudiantes en el barrio de San Blas en el que estaban Jesús Nebreda Gregorio Ruiz, profesor de Escritura en Comillas. Estuvieron allí aguantando el tirón en unos años que no hubo estudiantes. Curiosamente, el ir a vivir a San Blas lo eligió Manolo Maquieira cuando terminó de maestrillo en la Fundación Revillagigedo. Él conecta con una persona que en mi vida va a tener una significación muy importante: un párroco, un cura diocesano de Madrid, Aquilino Ochoa Cambero, fallecido hace dos años. Era párroco de Virgen del Mar, en el mismo San Blas, que tenía varias parroquias. Hay que contextualizar un poco el momento: era arzobispo de Madrid el cardenal Tarancón, y todavía está de rector del Seminario Juan de Dios Martín Velasco. Hay un aperturismo importante del Seminario, de modo que los seminaristas viven en distintas parroquias y conviven directamente con los párrocos y coadjutores. Fue una experiencia muy interesante. En cuanto a los jesuitas, el piso de San Blas había sido implantado por Manolo Maquiera y después habían estado en él Ignacio Fernández, «el Chancletu», o Jesús Sariego, el actual provincial de los jesuitas de Centroamérica. Ambos habían estado antes de maestrillos en la Fundación Revillagigedo y formaron parte de ese equipo humano fenomenal del que antes he hablado. Detrás de ellos hubo un vacío y quedaron Ruiz y Nebreda aguantando el piso. Ellos tenían mucha relación con los curas del Virgen del Mar y cuando yo llego, ésa es la parroquia de referencia para nosotros y donde comemos todos los días. En aquella época también hay allí seminaristas diocesanos, con lo cual formamos toda una comunidad de gente con distintos carismas».

Familias impotentes.

«Son los años ochenta y San Blas es ya un barrio muy castigado por la droga, como también lo eran Vallecas, Entrevías, Palomeras Altas o Pan Bendito. Es verdad que la heroína estaba en todas partes, pero de algún modo estos barrios se distinguen por su pobreza. Aquilino, el párroco, es una persona con gran actividad social e incluso había tenido problemas con los Guerrilleros de Cristo Rey años atrás. En aquel suceso lo defendieron los propios chavales del barrio. Virgen del Mar era la parroquia donde se encerraba todo el mundo, incluso en nuestra época, ya con la democracia. Recuerdo que se encerraron allí gente de Comisiones Obreras que venía de Andalucía. De repente, veías que la gente de San Blas empieza a llevar colchones a la parroquia. Repito que estamos hablando de los años ochenta y realmente nos extrañaba porque ya estaba todo legalizado. Sin embargo, todavía existía esa referencia de una parroquia en la que este cura acogía a todo el mundo. En cuanto a la droga, los ochenta fueron los años en los que España, que era un lugar de paso de sustancias para Europa, comienza a experimentar cómo cada vez más gente se va enganchando. De pronto nos damos cuenta de que hay toda una población que está cayendo en ese rollo y llega a ser un problema nacional muy serio. En ese momento yo paso por una experiencia personal bastante fuerte: que llegaran personas a la parroquia, familias, con una impotencia terrible porque tenían en casa tirados a un chaval o a una chavala de 18, 19 o 20 años y no sabían qué hacer los pobres. La adicción era a la heroína, sobre todo. Eso me rompe un planteamiento que había tenido desde que entré en la Compañía: ser cura obrero. Existían los equipos de Misión Obrera en la Compañía y yo tenía relación con ellos. Por otro lado tenía la formación de Construcciones Metálicas, de soldador, por ejemplo, y en aquellos años yo quería trabajar algún día en el Dique Duro Felguera, que después pasó a ser Naval Gijón. Yo siempre quise ganar el pan con el trabajo y punto, como cualquier persona. Mi padre lo había hecho así y yo no tenía por qué hacerlo de otro modo. Es más, creo que desde el planteamiento de fe es por donde iba mi forma de ser jesuita o mi forma de seguimiento de Jesús de Nazaret. Sin embargo, el hecho de encontrarme con padres y madres que no sabían qué hacer y cómo afrontar el problema de la adicción de sus hijos, me hizo pensar».

Comisarías y Carabanchel.

«Salvo aquellos hechos de Salamanca yo no había tenido más contactos con el mundo de la adicción. Había oído hablar de los toxicómanos o de los drogadictos, pero no sabía muy bien porque se habían metido en ese tinglado. Pero entonces me doy cuenta de que estoy ante seres humanos que por no tener no se tienen ni a sí mismos porque viven detrás de una puñetera sustancia. Eso además lleva a los que están al lado a un dolor y a una impotencia terrible. Allí, como después en Proyecto Hombre, descubrí más en profundidad lo que puede ser el ser humano y el dolor, y empiezo a ver la ciudad con sus edificios, pero sé que detrás de aquellas paredes y ventanas hay muchos seres humanos que los están pasando muy mal. Eso es lo que me lleva a comprometerme, a echar una mano a aquella gente junto con Aquilino, que ya había tenido alguna experiencia a ese nivel, pero que había tenido también alguna experiencia muy negativa con la Policía. Él estaba en ese momento un poco retirado, pero hable con él: "Aquilino había que hacer algo con esto; la gente viene a la parroquia, ¿qué hacemos con ellos?". Y me respondió: "Si tú te animas, yo vuelvo otra vez, pero estoy un poco quemado". Entonces empezamos juntos a andar por las comisarías y por la prisión de Carabanchel, en la zona de adultos y en la de jóvenes. De aquella hay otra movida importante en Madrid que es el trabajo con menores y jóvenes para prevenir o echar una mano a los que estaban cayendo en la adicción. Allí aparece Enrique de Castro, que es significado y significativo en años siguientes, incluso a nivel nacional, allá en Entrevías, en la parroquia de San Carlos Borromeo, en la que siempre estuvo. Entre la gente de Enrique de Castro y nosotros, junto a otros barrios, con curas y laicos, creamos lo que se llamó la Coordinadora de Barrios. Ahí estaba también Jiménez de Parga, el cura, que trabajaba en Carabanchel. Era responsable de Menores en la Administración estatal Enrique Miret Magdalena, el teólogo seglar, y cada dos por tres le montábamos unos cirios en la Gran Vía de padre y muy señor mío. No se empieza a montar una estructura social de respuesta pública hasta 1985. Existen las leyes penales, pero no aflora algo hasta ese año, cuando aparece el Plan Nacional de Drogas, que a su vez genera los planes autonómicos y los municipales».

Jóvenes abogados.

«Íbamos a Carabanchel a conectar con la gente del barrio, a hacer de enlace con la familia, a intentar arreglarles papeles, a hablar con los abogados para que movieran las cosas. Tampoco podía hacer mucho más, pero al menos echabas una mano porque la familia se sentía muy impotente. Una familia que de repente se encuentre con este problema es como si le cayera una chapa de cinco toneladas encima. Te deja aplastado y no sabes realmente qué es lo que ha pasado. Hoy se reacciona mucho antes a la hora de buscar ayuda, pero en aquellos años, el toxicómano, que es mentiroso casi patológico, engañaba fácilmente a su familia. No teníamos la información que hoy tenemos sobre el problema. Estuvimos varios años trabajando, pero llega un momento en el que esa ayuda de papeles, de abogados, de visitas a comisarías y a la cárcel no es suficiente. Y eso que los abogados jóvenes de Madrid fueron de grandísima ayuda. Recuerdo con mucho cariño a muchos de ellos porque se volcaron con los chavales y las familias, acompañándolos en las comisarías, siendo letrados suyos. Creo que ayudó también que personas se plantearan el sistema judicial, como sucedió con algunos fiscales, entre ellos José Luis Rebollo, aquí en Asturias, ya fallecido. Comenzaron a plantearse que la droga no se solucionaba por meter un chaval en la cárcel, sino que las consecuencias como el robo o el tirón eran fruto de que esa persona era adicta. Entonces, si logras que esa persona deje su adicción posiblemente deje de robar. Y esto empieza a verlo también el Poder Judicial y empiezan a evolucionar un poco las leyes, muy lentamente, pero se empieza a apostar por los chavales mismos».