En Panamá, ciudad de rascacielos con largo camino aún por recorrer; país de crecimiento continuado en la última década, sólo frenado levemente con el azote de la crisis mundial, un asturiano, Bernardo González, dirige la que pasa por ser la obra de ingeniería de mayor envergadura de lo que va de siglo: la ampliación del canal de Panamá, el paso entre el océano Atlántico y el Pacífico a través del continente, que abrió en 1914 una vía de riqueza al evitar el interminable rodeo por el Sur para alcanzar el otro lado de América. Bernardo González (La Felguera, 1953) supuso una sorpresa para el presidente del Principado, Javier Fernández. Visitaba el líder socialista asturiano las obras de ampliación para las que el astillero gijonés Armón ha vendido catorce remolcadores a 100 millones de dólares por barco, cuando le presentaron al responsable de los trabajos, un español. La pregunta y la breve conversación desvelaron su asturianía. «Mis visitas a mi tierra natal son más bien escasas y breves. Y cuando lo hago, realmente me dedico a descansar», cuenta a modo de disculpa por el desconocimiento presidencial el hijo de Eduardo y Ángeles, con 9.000 trabajadores a su cargo, de los que 150 son españoles.

El proyecto que dirige este ingeniero de caminos asturiano es una ampliación con todas las de ley. El canal de Panamá se articula a base de esclusas que salvan el desnivel entre los océanos que une. Se trata ahora de la construcción de un tercer juego, un sistema de complejos de esclusas en ambos extremos y en el cruce del lago Gatún. En la actualidad, atraviesan el Canal una media de 32 barcos al día, con una capacidad máxima de 5.000 contenedores cada uno. El reto consiste en triplicar el tráfico y permitir que sean 57 las embarcaciones que atajen por Panamá, a cambio de un jugoso peaje, el motor del país. Los nuevos barcos podrán transportar 13.500 contenedores, lo que creará una nueva unidad de medida para estas naves. El límite del Canal los bautizó como los Panamax (el máximo de Panamá). Ahora esperan a los post-Panamax.

Todo esto pasa por las manos de quien fue un chaval de los Dominicos (Colegio Santo Tomás) de La Felguera y después del Instituto Jerónimo González, antes de ingresar en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos de Madrid. «Hace tantos años que dejé Asturias que me suena como algo lejano», dice a pesar de que no perdona la visita anual junto su esposa, Mónica, colombiana, y el hijo de ambos, Eduardo. «Recuerdo con mucho cariño el placer y la ansiedad que me surgían al final del curso escolar. Las vacaciones, las fiestas de San Pedro y los pocos días de sol que veíamos en nuestra querida tierra». El ingeniero tira de memoria y la nostalgia brota a borbotones. Pronto recuerda la «odisea de todos los domingos»: el viaje -porque aquello le tomaba más de tres hora para la ida y otras tantas para la vuelta- en el tren de vapor junto a sus padres y sus otros tres hermanos para ir a la playa en Gijón. «Recuerdo con cariño las fiestas, cuando llegaban los caballitos, el tiro, los coches de choque y los bailes, cuando ya era adolescente. Y la Jira de Castandiello. Iba con mis padres y ahora llevo a mi hijo, que ya ha cumplido 14 años, y a mi esposa, porque todos los años vamos diez días a Asturias».

El Bernardo González niño no apuntaba a ingeniero. Él asegura que iba para deportista profesional. Ciclista, para más señas. En mayo de 1967 aguardaba impaciente por una bicicleta de carrera, la «Zeus» con la que fantaseaban tantos chavales entonces. Ya se veía sobre ella y elucubraba con hazañas en el Tour de Francia cuando el plan real no hablaba más que de un periplo por carreras de pueblo ese verano. Tenía pues 14 años, el momento de recibir una vacuna contra la tuberculosis que hizo todo lo contrario a su función: le inoculó la enfermedad y estuvo al borde de la muerte. Adiós a la bicicleta. «Era realmente bueno», dice ahora, con 60 cumplidos y presumiendo de partidos de fútbol con operarios de la obra y jóvenes de barrios humildes de Panamá. Difícil comprobar si de verdad atesoraba condiciones, aunque el tipo de ciclista lo tiene: enjuto y con la estatura justa para ir ligero en la bici.

De los sueños deportivos pasó el joven Bernardo a los académicos. Pensaba dedicarse a la biología o la veterinaria. «Pero mis padres, como todos los de aquella época y más prácticos que yo, me orientaron hacia la ingeniería. Fue todo un acierto. Ni ellos ni yo podíamos imaginar que algún día estaría dirigiendo la obra más relevante y emblemática, dicen, del siglo XXI. Mi madre aún vive, pero mi padre murió hace años. Estaría orgulloso si me pudiese ver a través de un agujerín desde ese cielo que dicen que hay», cuenta, ya con los recuerdos desatados, rota la coraza que al inicio le situaba «tan lejos» de Asturias y de sus años de juventud.

En su cabeza y en sus papeles Bernardo González tenía un ingeniero de caminos, pero en su interior aún latía el espíritu de biólogo, el amor por los animales y la naturaleza. Por eso se las compuso para encontrar trabajo en Venezuela, a comienzos de los ochenta, cuando su objetivo era instalarse en alguno de los países amazónicos. A esto, sin importar cuál fuera su destino, le siguieron «dieciocho años de viajes a la selva orinoco-amazónica, que diría Félix Rodríguez de la Fuente», cuenta el ingeniero de La Felguera. Allí tuvo un rancho de ganado con un socio asturiano primero, Adolfo Menéndez se llamaba, y después con otro colombiano.

Bernardo González es un ingeniero errante. Hasta la etapa panameña ha trabajado en Venezuela, Colombia, España, Marruecos, Jamaica, Portugal y Chile. Su currículum de empresas no es tan amplio: Auxini, Dragados y los últimos catorce años para Sacyr Vallehermoso, que lidera el consorcio Grupo Unidos por el Canal (GUPC), junto a una empresa italiana, otra belga y una última panameña. La concesión de la obra en 2009, un contrato de 3.300 millones de dólares, fue la que llevó a Bernardo González a Panamá, mientras su familia reside en Chile, adonde viaja cada tres semanas para pasar cinco días, dos de ellos en el avión.

La obra es faraónica, en sentido literal. El volumen de hormigón que se colocará entre el Atlántico y el Pacífico será de 5 millones de metros cúbicos, dos veces y media la pirámide de Keops. Y con el acero de refuerzo (200.000 toneladas) se podrían construir 20 torres Eiffel.

Bernardo González ha aprendido a convivir con estas magnitudes desmesuradas. Con huelgas de 9.000 trabajadores, con un absentismo laboral cercano al 20% tras el día de cobro (dos veces al mes) y con los problemas que acarrean los imprevistos en un proyecto de estas magnitudes. Un sobrecoste, algo común, se puede ir a cientos de millones de dólares. Durante la ejecución, las reclamaciones en el marco jurídico del contrato han superado los 700 millones, lo que da una idea de las fluctuaciones y riesgos de la megaobra.

Algo que el ingeniero de La Felguera afronta con pasión y entusiasmo y con una idea de fin de trayecto en este país. «El día que deje Panamá volveré a Chile con mi familia, pero nunca dejaré de pasar por Asturias».

Desde que en 1513 Vasco Núñez de Balboa cruzara por primera vez el istmo de Panamá se pensó en unir las dos costas. El emperador Carlos I solicitó unos informes para la construcción de un paso interoceánico, su enorme coste, «ni con todo el oro del mundo se podría realizar semejante obra», hizo que se olvidara el proyecto. Cuatro siglos más tarde, en 1913, las obras del canal de Panamá estaban en su última fase, pues se inauguró en agosto del año siguiente. La mayor obra de construcción del siglo XX sirvió para unir dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, habilitando una vía comercial de gran envergadura. Se evitaba así circunnavegar el continente americano, lo que implicaba menos costes y más rapidez.

Cincuenta mil obreros constituyeron la fuerza laboral máxima empleada al mismo tiempo en las obras canaleras que unirían dos océanos y varios continentes. Diez mil españoles constituían el grupo mayoritario de trabajadores en 1910. Entre ellos había al menos una treintena de quirosanos, muchos de ellos madreñeros. Abandonaron sus umbríos hayedos por las selvas tropicales. Acostumbrados a las incesantes nevadas pasaron a tener tan sólo dos estaciones y una temperatura media de 25 grados centígrados. Los pueblos de Ricao, Villamarcel y la propia capital quirosana, Bárzana, eran los lugares de origen de estos «canaleros». En las obras del canal de Panamá se reclamaba mano de obra sin necesidad de cualificación alguna. «Trabajaréis duro, pero regresaréis ricos» era uno de los lemas más escuchados por los buscadores de fortuna. Las enfermedades, los accidentes y el escaso futuro que tendrían a su regreso en sus pueblos los llevó a quedarse en el continente americano. Cuando finalizaron las obras se desperdigaron por Estados Unidos, México y Argentina. Luciano García, José Menéndez, Xuan «el Ferreiru» y Manuel de Quilino son algunos de estos quirosanos que retornaron al concejo.

Los americanos emplearon diez años y 387 millones de dólares para la construcción del Canal después del desastre económico y en vidas humanas de la compañía francesa. Se estima que la cifra de muertos varía entre 25.000 y 40.000 trabajadores que reposan en diferentes cementerios en las orillas del paso acuático. Las condiciones orográficas y naturales del terreno que atraviesa la gran zanja eran de gran dificultad. Fallas, núcleos volcánicos y la vegetación de la zona dificultaban los trabajos. La selva de la «costa de la fiebre», según denominación de los antiguos marinos, era propicia en lluvias torrenciales y en enfermedades endémicas que causaron miles de muertos en el primer proyecto francés.

Los americanos diseñaron un canal por esclusas debido al desnivel de un océano respecto de otro. Tuvieron que construir la represa o el lago más grande del mundo en aquella época. Los primeros trabajos que comenzaron en 1904 fueron labores de saneamiento consistentes en fumigar y estudiar las zonas con insectos. Se criaron peces, arañas, hormigas y lagartijas para que comieran las larvas de los insectos. Se construyeron y habilitaron hospitales y dispensarios. Se pavimentaron los poblados y se drenaron las zonas pantanosas, lugares donde abundaban los insectos que provocaban enfermedades como la malaria, la fiebre amarilla, el paludismo y otras.

En 1907 comenzaron las obras a gran escala. Para acoger a la enorme masa laboral necesaria se creó una multitud de poblados a lo largo de la línea del Canal. Residencias para obreros, hoteles, talleres, comedores colectivos, iglesias, factorías (grandes almacenes de coloniales), escuelas, lavanderías y bodegas refrigeradas eran los equipamientos básicos con que contaba cada nueva población.

Se estableció un sistema de discriminación laboral y económica. Los norteamericanos eran los más privilegiados, ya que formaban parte del sistema del «gold roll» desempeñando trabajos de oficina, mecánicos o capataces. Recibían su salario en oro norteamericano. Las demás nacionalidades constituían el «silver roll», con pago en plata panameña. Dos horas más de trabajo que los estadounidenses y sin derecho a vacaciones.

Los trabajadores españoles fueron reclutados por agentes del Gobierno de EE UU y se les pagaba el viaje, que luego se les descontaba de sus salarios (la quincena del primer salario). En la propaganda se les ofrecían tres comidas de carne diarias, hoteles para el alojamiento, médicos, medicinas y hospitales de carácter gratuito. Un buen salario teniendo en cuenta el nivel de vida de España fue el aliciente más importante para los que querían hacer las Américas. Son trasladados en grandes barcos que empleaban un mes en realizar la travesía americana en tercera clase y con una comida tan mala que gastaban sus escasos recursos en alimentarse durante el trayecto.

Durante los primeros años los trabajadores españoles eran muy apreciados llegando a informar la comisión que «su eficacia no sólo es más del doble que la de los negros, sino que resisten mejor el clima».

Un periodista de la época en 1909 relataba las condiciones de vida allí. «Las lluvias duran ocho meses al año. Caen al día diez o más chaparrones que suelen durar un cuarto de hora; a éstos los sigue un sol abrasador. Los obreros no pueden abandonar el trabajo y tan pronto están calados hasta los huesos como experimentan un calor que los achicharra. Raros son los obreros que resisten un año sin ser atacados por la fiebre, y son muchos los que pagan su tributo con la muerte».

Las condiciones de trabajo eran muy penosas llegando a constituirse una Sociedad Española de Beneficencia de Panamá para socorrer casos graves de los inmigrantes hispanos. La situación llegó a tal extremo que se solicitó al jefe del Gobierno español, Antonio Maura, que prohibiera el reclutamiento de obreros con destino a las obras del Canal. Dos periódicos de la época, «El Socialista» y «El Imparcial», organizaron una campaña contra la explotación laboral que se realizaba en las obras panameñas. Corresponsales a pie de obra y cartas de los trabajadores reflejaban situaciones muy penosas y extremadamente duras. Los españoles en las obras canaleras no tenían más herramientas que el pico y la pala. Si sabían inglés podían llegar a capataces de cuadrilla. Los trenes, las grandes dragas y demás maquinas eran las que realizan el trabajo pesado.

El régimen disciplinario era muy severo. Trabajos forzados, régimen de pan y agua y una cadena con una bola de hierro en los pies para todo tipo de sublevación o queja de los trabajadores. Los salarios de los obreros dependiendo de la zona donde trabajaran variaba, una perola media era de diez pesetas diarias siendo los gastos de tres pesetas, ya que se les descontaban el alojamiento y las comidas (2,30 pesetas). La jornada laboral era de nueve o diez horas.

Estos hombres, que forjaron un paso entre dos océanos, que colaboraron en el progreso de la navegación y de la economía mundial, no fueron conscientes de su trascendencia futura. Cambiaron sus hayedos quirosanos, sus nieves y sus fríos por las selvas tropicales, las lluvias intempestivas y una fortuna que repartió suertes y desgracias. La mayoría murió sin saber que habían escrito una de las páginas más brillantes y costosas del desarrollo de la humanidad.