E. CAMPO

Dos gatos se desperezan en una de las vías interiores del novísimo barrio de Valgranda, que prácticamente está sin estrenar. Incluso el tránsito de vehículos es mínimo, y sólo la cercanía del tanatorio de Avilés es motivo de visita a una de las zonas residenciales más luminosas y con mejores vistas de la ciudad. Pero Valgranda es, de momento, poco más que un cascarón, ya que la mayor parte de las casas están vacías: eso dicen los escasos vecinos que trasiegan por sus calles.

A un ritmo de construcción frenético, en apenas tres años las nuevas urbanizaciones se adueñaron de un espacio en el que las escasas viviendas anteriores quedaban trufadas en un macizo vegetal salpicado de árboles y matorrales. Esas casas están hoy englobadas en el nuevo barrio, entre los chalés individuales, y próximas a las zonas de bloques de pisos, muchos de ellos de protección oficial. Las grúas siguen presentes, completando construcciones, y un vistazo desde la parte más alta permite ver una sucesión de casas sin techar aún y edificios a medias de construir.

Inés Iglesias ya vivía entre Valgranda y San Cristóbal mucho antes de que comenzara la fiebre urbanizadora. «Cambió todo de una forma exagerada hace tres años», relata la joven. Mientras camina por la calle Emilia Pardo Bazán, explica que los antiguos residentes estaban acostumbrados a vivir, prácticamente, rodeados de monte: «La paz y las vistas es lo que más apreciamos».

En Emilia Pardo Bazán, una de las arterias principales del barrio, se levanta una hilera de chalés con fachadas verde oscuro, justo frente al tanatorio. En uno de ellos vive Pablo Sánchez, que se mudó hace cinco meses. «Hay muy poca gente. De todos los chalés, sólo el nuestro está habitado», explica. Le agrada la tranquilidad del barrio y reclama la instalación de más contenedores, ya que son muy escasos los ahora disponibles y, según dice, «hay que ir de excursión con la basura». De lo mismo se queja Delfina González, mientras tiende la ropa en la terraza. Reside en uno de los bloques de pisos situados en la calle Margarita Nelken y considera que lo mejor del barrio son las vistas, la tranquilidad y la amplitud de espacios por los que caminar. Pese a la reciente construcción de su bloque, los inquilinos tienen problemas con la puerta del garaje y el ascensor, que se estropean con relativa frecuencia. «Somos muy pocos; yo espero que vengan más vecinos», dice.

Ni bares, ni comercios. Valgranda es por el momento un monólogo de viviendas. El cartel de «se vende» cuelga tanto en casas y pisos como en bajos para negocios. La maleza invade algunos tramos de acera y una solitaria fuente espera la llegada del sediento. Valgranda, en fin, se despereza lentamente. Todavía no ha llegado su hora.