Crítica / Teatro

El caballero motorista

Juan Cañas ofrece una revitalizada visión de uno de los clásicos de Lope de Vega

Saúl Fernández

Saúl Fernández

Entre Olmedo y Medina del Campo hay veintiún minutos en coche. Lo he mirado en Google Maps. En 1620, que es, más o menos, cuando Lope de Vega escribió "El caballero de Olmedo", no había coches. Lo que había eran caballos. Y caballeros enamoradizos. Y traidores armados. El Fénix de los Ingenios se inventó una "road movie" en medio de Castilla a cuenta de un asesinato en medio de las fiestas. Y le salió su clásico más reclásico.

Y, con esos mimbres, Julieta Soria –la de "Amor, amor, catástrofe"– compuso "Que de noche le mataron", que es como la prueba viviente de que los clásicos lo son porque, como decía Ítalo Calvino, "son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad". O sea. Porque nunca mueren.

Y, aunque al caballero le mataron de noche, todas las mañanas abre los ojos y resucita. Y resucitó así, grande, con el cuerpo, la voz y el talento de Juan Cañas antes de anoche en Avilés. Él solo, ante el peligro.

En un escenario semidesnudo, de esos que tanto gustaban a Peter Brook, Cañas es el caballero barroco enamorado de doña Inés y es también el motorista metido en esa "road movie" de toros, mecánicos, superhéroes y cantos tradicionales. Y un padre ausente. Y todo eso, ya digo, al alcance de la mano de cualquier interesado y todo, por el saber hacer de una directora capaz de inventar un agujero en el tiempo que una cuatrocientos años castellanos en la plaza de Camposagrado, con la fachada sur del palacio avilesino convertido en telón de fondo, en reja de Julieta, en carretera llena de niebla. Una gozada.

Juan Cañas –de natural ‘ronlalero’– sale solo al escenario a contar él solo una historia de cuatro siglos pasados y un porvenir desorbitado. Y lo hace enorme cuando dice los versos de Lope como si nada y se fusiona con los espectadores cuando se vuelve el macarra encima de la moto. Y lo hace bajo un cielo que amenazó lluvia, que rompió a orbayar sólo unos minutos antes de que la aventura comenzase, pero que se disipó cuando tocaba escuchar los versos de Lope.

Los únicos que no los escucharon fueron los de las risotadas allá en la terraza del bar de al lado. Ellos se lo perdieron.

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