El 14 de agosto de 1936 fue una de las fechas más negras de la historia de Asturias. En aquella jornada salió a relucir lo peor que llevamos dentro, con la mañana vino el odio ciego que provoca la envidia y convierte a la persona en un animal sin sentimientos capaz de actuar sin tener en cuenta las consecuencias y al llegar la noche se desataron los excesos que acarrean consigo las represalias en caliente cuando no se dejan reposar las emociones.

Supongo que con el tiempo transcurrido ya se pueden citar algunos nombres para que ocupen su lugar en el panteón de la infamia: Arcadio Rubio fue el inspirador de la primera masacre. Según informaba la prensa a las pocas jornadas de lo sucedido, se trataba de un hombre gris que llevaba 8 años vinculado a las fuerzas de seguridad de Gijón, como cabo al principio y luego en el papel de sargento de Asalto y que se sentía marginado en su trabajo por su jefe directo, Manuel Cienfuegos.

Como ocurre a veces con los individuos incapaces de controlar su rencor, fue acumulando la rabia hasta que tuvo en sus manos el arma para dispararla sin importarle quién se cruzara en su camino y en esta ocasión cerró su venganza personal con un balance de 54 muertos y más de 100 heridos, entre ellos numerosos mutilados e inválidos, y, además, por si no fuera suficiente, unas horas más tarde la represalia por su acción multiplicó por tres el número de cadáveres. Veamos los hechos.

El inicio de la guerra civil en Asturias supuso, entre otras consecuencias, la paralización momentánea de las actividades económicas, el comercio y las comunicaciones, hasta que después de los primeros días de descontrol se fue recuperando la normalidad poco a poco. Como ustedes seguramente recuerdan, la región quedó desde un principio en la zona republicana con la excepción puntual del cuartel de Simancas en Gijón y de la ciudad de Oviedo, situada justo en el centro geográfico en el que confluían las principales carreteras y las vías férreas.

Lógicamente, los trenes tuvieron que interrumpir sus recorridos. Todas las líneas regionales se vieron afectadas y entre ellas se cortaron la que unía Gijón con León dejando aislada a la Cuenca del Caudal y la que llevaba desde Collanzo a San Esteban y, por supuesto, también detuvo su actividad el ferrocarril de Langreo.

Enseguida la CNT, que entonces era el sindicato mayoritario en el sector, intentó recomponer la situación instando a sus afiliados desde los denominados comités de control a la reincorporación al trabajo, de manera que a la semana de la sublevación militar, el 26 de julio, se lograba reanudar el servicio diario en una de las líneas, precisamente la que discurría entre Gijón y el Nalón, dos zonas con mayoría de obreros libertarios que respondieron inmediatamente a la llamada.

El plan propuesto hacía salir el primer tren de Laviana a las ocho de la mañana para llegar dos horas después a la ciudad marítima y disponía el viaje de vuelta a las 12.25 para retornar a la villa de Palacio Valdés a las 14.35, tratando de minimizar los riesgos al aprovechar para los desplazamientos las horas de la mañana. Poco a poco fueron restableciéndose también los otros servicios. El día 28 ya se pudo ir desde Avilés a Candás; el 5 de agosto volvió al servicio el Gijón-Llanes y dos días más tarde se movían ya todos los trenes que podían volver a las vías teniendo en cuenta la cantidad de material que había quedado en manos de los sublevados de Oviedo y que en el caso de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España suponía su paralización absoluta.

Otra consecuencia de la insurrección de Oviedo fue la de convertir al Gijón de aquellos meses en capital extraoficial de Asturias. Al ser el núcleo más habitado de la región centralizó en sus oficinas las labores administrativas y las propias del reclutamiento y la organización militar y por el mismo motivo también algunas mercancías comerciales y los mejores profesionales, incluyendo a los especialistas médicos, debían buscarse allí, lo que hacía que los trenes fuesen muy utilizados por la población civil.

El 14 de agosto poco después del mediodía, la aviación franquista instigada por Arcadio Rubio eligió para descargar sus bombas el cuartel de Asalto de Gijón y de paso inició de repente un inesperado infierno de fuego sobre la estación del ferrocarril de Langreo, precisamente a la hora en que se concentraban en ella muchos vecinos de los pueblos próximos y del valle del Nalón preparados para retornar a casa después de haber solucionado sus problemas en la ciudad. Un bombardeo que volvió a repetirse por la tarde sobre más objetivos «blancos» como el teatro Robledo, el paseo de Alvargonzález y el Hospital de la Caridad, aunque para entonces ya se habían tomado las precauciones que evitaron otro baño de sangre.

Nunca se había visto nada igual: mujeres y niños destrozados por la metralla en una acción claramente destinada a producir el mayor daño, un objetivo fácil y claramente elegido para sembrar el terror. Pero la muerte aún no había cerrado su ciclo; la indignación pronto hizo mella entre los testigos y con los muertos aún tendidos sobre el andén algunos grupos empezaron a dirigirse hasta la sede del Comité de Guerra clamando venganza.

Lo que siguió es algo que se repite con demasiada frecuencia en la historia de la humanidad cuando para castigar una barbaridad se comete otra mayor. A pesar de los esfuerzos de las autoridades republicanas, los más exaltados consiguieron hacerse con el control de las dos cárceles en las que permanecían los detenidos derechistas, la Residencia de la Compañía de Jesús y la iglesia de San José, y al llegar la oscuridad sacaron de allí tres camiones cargados con falangistas, militantes señalados, militares rebeldes y religiosos que empezaron a ser fusilados en el recinto del cementerio hasta que el comandante Gállego, entonces al frente de la autoridad militar, pudo llegar al lugar para detener la matanza.

Éste fue el día de la ira, una jornada en la que más tarde por razones obvias los dos bandos trataron de silenciar sus respectivas y vergonzosas actuaciones. La hemos traído hoy aquí porque sus secuelas afectaron a muchas familias de las Cuencas, pero tampoco fue la única vez que la población civil de nuestros territorios tuvo que sufrir las consecuencias de los bombardeos.

Ya contamos aquí en una ocasión cómo durante la Revolución de 1934, el 9 de octubre, otro avión descargó su saña sobre la calle Ramón y Cajal de Mieres dejando 25 heridos graves y 9 muertos, entre los que estaban un directivo y tres jugadores del Racing, lo que se recuerda actualmente con el rombo negro del escudo del Caudal Deportivo como señal de luto. Otra incursión especialmente sangrienta de las muchas que se vivieron en aquellos años violentos fue la que sacudió Sama de Langreo el 18 de septiembre de 1936 con un balance de 20 muertos. Entre ellos 16 eran presos franquistas que se encontraban detenidos en el interior de la iglesia parroquial habilitada como cárcel y que cayeron bajo el fuego provocado por sus propios compañeros.

Los bombardeos sobre objetivos alejados de lo militar tenían en ocasiones el objetivo de interrumpir la actividad económica destrozando infraestructuras o instalaciones fabriles, pero en muchas ocasiones se trataba únicamente de alterar la tranquilidad llevando el miedo hasta la retaguardia para afectar la moral de los combatientes a través de la inquietud que provocaba la indefensión de sus familias. En teoría era una labor de propaganda similar al habitual lanzamiento de panfletos en los que se contaba la corrupción de los jefes y los políticos enemigos y se loaban las bondades que traería el nuevo régimen, sólo que cuando el papel se reemplazaba por el explosivo quienes pilotaban los aviones y lanzaban su carga sobre la población civil dejaban de ser soldados para convertirse en asesinos.

Afortunadamente, todo esto nos queda ya muy lejos, pero no debemos olvidar que las bombas siguen cayendo cada día sobre muchos pueblos del mundo como antes lo hacían sobre los nuestros. Por ello siempre debemos tener presente que lo que algunos llaman ahora eufemísticamente «efectos colaterales» a veces no esconden otra cosa que un abuso de la fuerza militar sobre la población civil. ¡Qué bien se está en paz!