Está escrito en alguna parte que Baldomero Canella, el patriarca de una conocida estirpe del Alto Nalón, antes de ser Alcalde y juez de paz de Sobrescobio, se había embarcado en 1867 rumbo a La Habana, donde ya estaba uno de sus hermanos y allí pasó una temporada de trabajos, penalidades y enfermedades que cambió de repente una mañana gracias a un golpe de la fortuna. En su caso fue el billete de lotería comprado a un chino, vendedor callejero, y que resultó premiado con el gordo de la isla.

Baldomero pudo volver así a Soto para vivir una larga existencia plagada de anécdotas que le convierten en uno de esos personajes curiosos que quedaron en la memoria de las Cuencas. Pero su suerte no era lo habitual, normalmente quienes se atrevían a cruzar el charco iban con lo puesto y debían sudar cada peso que ganaban, ayudados por la ilusión de retornar ricos para poder demostrar su triunfo ante los vecinos.

Este último junio, la Sociedad Casina de La Habana cumplió sus primeros cien años. La asociación nació el 27 de junio de 1908 por el empeño personal de los numerosos emigrantes que entonces tenía este concejo en la isla del caimán. Manuel Suárez Prida fue su primer presidente y le acompañaron en aquella directiva inicial Maximiliano Isoba Prado, Antonio Laíz Montero, Manuel Hevia Martínez, Leopoldo Miguel Isoba, Alejo González Pereda, Celedonio Miguel Suárez, Juan Martínez García y David Martínez García, que se reunían entonces en uno de los salones del antiguo palacio del Centro Asturiano.

Afortunadamente, el aniversario no ha pasado desapercibido para el Ayuntamiento del Alto Nalón, cuyas autoridades pudieron celebrarlo viajando hasta el Caribe acompañados de un grupo de vecinos y de personalidades vinculadas a la zona y a otros concejos especialmente afectados por la emigración a América. En la delegación, todo hay que decirlo, cumpliendo el diezmo de este sufrido país, no faltaron tampoco los políticos habituales en este tipo de viajes -léase Antonio Trevín, delegado del Gobierno central en el Principado de Asturias; María Eugenia Álvarez, directora de la Agencia Asturiana de Emigración o Flor Pavón, de la Consejería de Presidencia, Justicia e Igualdad del Principado-.

Lo importante es que la Sociedad Casina goza, a lo que parece, de buena salud, y según afirman, tiene 208 asociados, de los que una mayoría son descendientes directos de asturianos, así que en La Habana hubo celebración, discursos, comida, alegría y canciones junto a numerosos invitados, entre los que destacó un grupo de presidentes de otras sociedades asturianas hermanas. Pero, fastos aparte, el cumpleaños nos da pie para que reconozcamos agradecidos el amor que algunos de aquellos hombres tuvieron a su tierra y que supieron plasmar en obras destinadas a la mejorar la vida de los que se quedaron aquí y a los que nunca olvidaron.

La antigua escuela de Campo de Caso es un buen ejemplo, fue construida en las primeras décadas del siglo XX y hasta su destrucción durante la Guerra Civil no dejó de recibir libros y dinero enviados precisamente desde la Sociedad Casina de La Habana y otro tanto pasó con la escuela de Tanes, abierta por la iniciativa del párroco que regía la Colegiata en la década de 1890, pero que también se mantuvo por las aportaciones de la emigración.

E incluso antes de que la colonia asturiana en la isla fuese numerosa, los pioneros que abrieron el camino a los demás no dudaron en gastar sumas a título particular en intentar remediar la incuria cultural de los niños de sus aldeas. Así, gracias a la aportación inicial de Gaspar de Las Traviesas, uno de los primeros que había retornado con éxito, allá por 1880, se pudo iniciar la construcción de la escuela de Caleao unos años más tarde.

Igual sucedió en Sobrescobio: la escuela de Rioseco, mucho más cercana en el tiempo, no se habría podido levantar sin el empeño de Pedro Suárez, también desplazado a La Habana, que completó lo recaudado por los hijos del concejo para poder concluir los trabajos del edificio, y, por añadir otra, la de Soto de Agues se pudo construir asimismo en 1923 con el dinero de los emigrantes.

Junto a las escuelas, se multiplicaron otras obras menores cuya relación sería muy larga, que salpican las aldeas cumpliendo los fines que se marcaban aquellas asociaciones. Los de la casina rezan así: «Agrupar en su seno a todos los naturales del concejo de Caso y sus descendientes; fomentar la unión y la amistad entre todos sus componentes; propender al mejoramiento educacional, cívico y material de todos sus asociados; propiciar el mejor entendimiento y armonía en las relaciones con las demás sociedades afines, y proporcionar a sus asociados actos de carácter cultural y social». No está mal.

Está claro lo que debemos a aquellos que dedicaron parte de su dinero y su empeño a ayudar a los suyos, pero tampoco podemos olvidar a los que tuvieron menos suerte y se perdieron en el olvido del otro lado del mar. Así define la Real Academia al indiano: «Dícese del emigrante que vuelve rico de América», por lo tanto los que no vuelven o vuelven pobres no son indianos y éstos seguramente son la mayoría de los que se marcharon.

Estamos acostumbrados a pensar que la emigración americana se produjo sólo por razones económicas y no fue así. Es verdad que el hambre empujó a la mayoría, pero hay que aclarar que en un principio los que se decidían a dejar esta región en busca de fortuna solían ser los hijos segundones de familias relativamente acomodadas en la agricultura y la ganadería y a los que se les negaban los beneficios y el mayorazgo que tenían los primogénitos y que luego se encargaban de ayudar a otros parientes o amigos de la aldea llamándoles a su lado en cuanto podían ofrecerles un trabajo.

Había además otros motivos: los estrictamente personales originados por las malas querencias o los problemas de convivencia, las ansias de aventura de la juventud o el más frecuente por el que se trataba simplemente de alejarse para eludir el servicio militar, una lacra que partía la vida de los varones por lo mejor, obligando a depender de los caprichos del Estado hasta doce años y que convirtió a Asturias en la región peninsular con más prófugos, llegando a doblar la media nacional en el período de 1915 a 1920.

Esto, que podría haber supuesto una verdadera sangría demográfica para nuestros concejos, se vio disimulado por la llegada masiva de trabajadores de otras regiones a las minas, pero es un hecho histórico y llamativo que los que partían lo hiciesen en su mayoría desde los barrios más tradicionales o los pueblos más cercanos a las nuevas industrias, como si quisiesen darle la razón a don Armando Palacio Valdés escapando de un mundo que ya no era el suyo y en el que lo que se estaba construyendo ya no les pertenecía.

Hace años se publicó un breve estudio sobre el domicilio de los emigrantes mierenses a América en 1908 basado en la información que se conserva en el Archivo Municipal y no deja de llamar la atención que de las 152 personas que partieron en aquella fecha 32 residiesen en Requejo, dieciocho en Baiña, dieciséis en La Villa y quince en La Rebollada, zonas que recibían en aquellos momentos un aluvión de nuevas familias de obreros castellanos y gallegos que casi siempre acabaron asentándose definitivamente aquí.

Unos esquemas parecidos se repiten en todos los concejos de la Montaña Central, pero no sé si se han parado a pensar alguna vez en la gran diferencia que existe entre los emigrantes de las zonas rurales y las mineras. A juzgar por las cifras que les acabo de dar, sólo de un año y un concejo, tuvieron que ser miles los que se fueron de nuestros valles, pero mientras los de la montaña siempre mantuvieron su identidad y sus vínculos con la tierra en la que habían crecido, los segundos -siempre con las lógicas excepciones- se fueron para no volver y en muchos casos nunca quisieron interesarse por lo que dejaban atrás. Ahora saquen ustedes sus propias conclusiones: seguro que saben que existen en América centros y círculos asturianos de hijos de Siero, Noreña, Castropol, Avilés, Cangas del Narcea, Luarca, Cudillero, Llanes, El Franco? Búsquenme uno de Mieres o Langreo.