Hace unas semanas podíamos leer en la prensa nacional la noticia de una niña siberiana que había sido apartada del trato con sus semejantes para ser criada entre perros y gatos y que por ello imitaba en su comportamiento los hábitos de los animales en vez de los humanos, comiendo como ellos e incluso rascando las puertas cuando la dejaban encerrada. A partir de este caso, un periodista asturiano recordó también en un artículo otra historia parecida, la de Rafael, un pobre sordomudo y deficiente psíquico nacido en una casería de las faldas del Sueve al que un sacerdote encontró en 1965 viviendo en un gallinero y que, al igual que su compañera de desgracias rusa, también imitaba los movimientos y los hábitos de los compañeros con los que había vivido su infancia, en este caso las gallinas. En ambos casos, los padres habían decidido que sus hijos eran un inconveniente insalvable para poder desarrollar su vida y su trabajo en el campo con normalidad y por ello los habían encerrado, al carecer de otra alternativa más civilizada.

Ahora todo lo relacionado con los malos tratos cobra especial relevancia, tanto si se trata de los casos relacionados con la llamada «violencia de género» como con los abusos a menores, que con demasiada frecuencia saltan a las noticias revelándonos lo que se esconde bajo una de las esquinas más sucias de la alfombra que hemos extendido piadosamente sobre nuestra sociedad, pero el asunto no es nuevo y en la historia de estas cuencas tenemos el honor de encontrar algunas de las primeras reacciones populares contra el maltrato infantil.

No sé si alguien recuerda un caso que les traje a esta página hace ya cuatro años y que titulaba «El negrito que contaba hasta diez». En él les contaba cómo en enero de 1913 el público mierense había liberado de la esclavitud a un pequeño morito llegado a la villa con una compañía de varietés y que vivía en el carromato de las bestias amaestradas, comiendo sólo lo que a ellas les sobraba. La disculpa del empresario, acosado por la multitud indignada, había sido que el crío estaba en aquella situación como castigo por haber faltado al respeto a su señora y que aún debía mostrarles agradecimiento porque lo habían rescatado de un bosque de Casablanca donde se encontraba expuesto a los ataques de las alimañas; además, llevaban educándolo desde hacía cinco años y como prueba estaba el que ya sabía contar hasta diez.

Aquel suceso, que acabó con la intervención de la fuerza pública y el juicio consiguiente, fue recogido en los periódicos por su trascendencia social, pero con anterioridad ya se habían dado más casos que demuestran la sensibilidad y la solidaridad de nuestro pueblo cuando se atenta contra los derechos de los más débiles. Hoy les cuento otro episodio anterior en el que también se implicaron los vecinos para devolver la dignidad a una pequeña secuestrada y martirizada por su propia madre.

Fue también en enero, pero en el año 1905, después de que las mujeres del barrio de La Villa notasen que una vecina llamada Paz García, pero más conocida como Paz de La Ribera, mantenía encerrada en su casa a una hija de 6 años de edad. Todas sabían que la pequeña vivía en el más completo abandono y andaba por las calles sucia y desaliñada, alimentándose muchos días únicamente con la caridad de las buenas gentes de Mieres, pero ya hacía unos días que se echaba en falta a la niña y se empezó a sospechar algo malo. La pequeña, llamada Baltasara, había sido criada hasta que cumplió los 5 años por una viuda humanitaria y vecina de Requejo, la popular Pepa Deogracias, que ya tenía otros hijos de su matrimonio y se ganaba el sustento llevando comidas a la mina, lavando y prestando otros servicios de este estilo. Pepa nunca había pedido ninguna ayuda por tener en su casa a la niña y la quería como si fuese suya, pero unos ocho meses antes del suceso que hoy les contamos, su desnaturalizada madre se la había llevado contra su voluntad.

Volviendo a aquel frío día de enero, sábado, mientras que Paz de La Ribera estaba en la mina para entregar el almuerzo a sus otros dos hijos que trabajaban en ella, las vecinas notaron que de la buhardilla salían lastimosos lloros y se acercaron hasta allí para observar lo que sucedía. Inmediatamente un grupo se dirigió a denunciar el hecho al señor alcalde don Manuel Suárez, el cual ordenó inmediatamente que fueran hasta aquella casa dos guardias municipales. Cuando éstos llegaron al lugar el alboroto ya alcanzaba los límites de la revuelta popular y numerosas mujeres rodeaban el edificio profiriendo violentos denuestos contra la desaliñada madre. Entonces las autoridades colocaron en la fachada una escalera y un vecino pudo entrar en la buhardilla por una ventana, penetrando en las habitaciones para sacar a la niña en brazos. Abajo ya esperaba Pepa Deogracias, que en cuanto había tenido noticia de lo que estaba pasando se dirigió hasta La Villa para ser la primera en recoger a la criatura y llevarla de nuevo hasta su domicilio.

A mediodía llegó hasta la casa de Pepa el juez municipal señor Trelles, acompañado por los corresponsales de prensa, para poder ver de cerca la realidad de los hechos. Allí estaba la pequeña martirizada, sentada en una silla, tapada con una manta y con los pies cubiertos de llagas envueltos con varios paños. La pobre niña presentaba un cuadro horroroso: su cuerpecito estaba escuálido y completamente anémico; debajo de un ojo presentaba un gran renegrón; en la cabeza, una herida ocasionada por un golpe; las orejas, llenas de pellizcos; en los brazos, piernas y espalda, una porción de cardenales y de rasguños que evidenciaban continuas palizas. Pepa Deogracias, llorando, enseñó a los periodistas la camisa y el justillo que traía puestos la pequeñita cuando fue rescatada y que eran la mejor muestra de su abandono, ya que en ellos podían apreciarse claramente manchas de sangre reseca que denotaban contusiones y heridas antiguas. Entonces, para que todos pudiesen oírlo, ella misma y la señora del oficial de Estadística del Ayuntamiento mantuvieron con la pequeña el siguiente diálogo:

-¿Pegábate mucho tu madre, manina?

-Sí, todos los días.

-¿Dónde dormías?

-En el suelu, tapada con ropa.

-¿Dábate de comer todos los días?

-Algunes veces tenía que me echar sin comer nada y otras veces dábame sólo pan.

-¿Qué te mandaba hacer?

-Por la mañana hacíame ir a la vega descalza por hierbes para los conejos.

El señor Trelles, en vista del lastimoso estado en que se encontraba la criatura, pasó aviso a dos médicos forenses que fueron a reconocer a la martirizada e inmediatamente llamó a una pareja de la Guardia Civil para que detuviesen a la mujer que había sido capaz de cometer aquel atropello con la infeliz Baltasara, carne de su carne, y también recomendó a Pepa Deogracias que la atendiera con solícito cuidado.

Paz de La Ribera, sabedora de que se la buscaba y presintiendo lo que la esperaba, se ocultó en casa de una conocida, en la zona del Polear, hasta que a las dos de la tarde fue localizada por la pareja de la Benemérita que la sacó de allí para conducirla al cuartón, donde quedó incomunicada. También hora y media más tarde fueron detenidos en el trabajo los dos hermanos de la niña, cómplices con su silencio del feroz suplicio, quedando a disposición del Juzgado.

El comentario general de quienes vivieron de cerca el caso fue la doble cara de Paz de La Ribera, de la que decían que parecía una monxina y acabó revelándose como una fiera capaz del mayor sadismo, ya que todos coincidieron en que si los hechos hubiesen tardado en denunciarse, los malos tratos, la anemia y el abandono hubieran consumado un horrible infanticidio.

Hoy les he querido contar este suceso que llegó en aquellos días de 1905 a la portada de los diarios no por el hecho en sí, ya que ahora, desgraciadamente, estos casos, aunque siguen llamando la atención, son más frecuentes y hacen que nos vayamos acostumbrando a las atrocidades de todo tipo. Lo que quiero que vean es la reacción del pueblo y la rapidez de las autoridades a la hora de tomar en casos parecidos a éste decisiones de lógica y de justicia, dos conceptos que antes iban unidos y entre los que se interponen ahora otros factores como el dinero y la suerte para encontrar el abogado adecuado, las presiones políticas, la opción religiosa de los jueces o incluso el pie con el que se hayan levantado sus señorías. Seguro que comprenden perfectamente lo que les digo.