La Congregación de la Pasión fue fundada en 1720 por el genovés Pablo de La Cruz, que figura desde hace tiempo entre los santos de la Iglesia católica. Inicialmente era una orden de religiosos varones, pero después abrió sus puertas a las mujeres organizadas en diferentes ramas que se dedican a las misiones, la educación e incluso la clausura; luego se fue extendiendo lentamente y tras superar algún periodo de crisis, hoy cuenta con conventos y seminarios abiertos por todo el mundo.

Los primeros pasionistas llegaron a Mieres a principios de 1907 para hacerse cargo de la administración de la tradicional capilla del Carmen en La Villa y se establecieron en una casa que les cedió doña Enriqueta, la viuda de Numa Guilhou. También fue esta familia quien en 1898, había encargado las Hermanas dominicas de La Anunciata la dirección de un colegio en Ablaña, destinado a la educación de las hijas de sus obreros y empleados y en 1904, con la colaboración de la Junta Provincial de Beneficencia volvió a llamar a una de las congregaciones más importantes de Francia, los Hermanos de la Salle, para abrir otro colegio, esta vez destinado a los niños.

A partir de 1881 el país vecino se había convertido paulatinamente en un estado laico promulgando una serie de leyes que separaron definitivamente la religión de la vida pública: se prohibieron los símbolos cristianos en las salas de audiencia de la administración de justicia; luego, la presencia de los religiosos en los actos castrenses y ya en 1904 también se les alejó de las escuelas, expropiándoles numerosos edificios. La consecuencia fue que unos 33.000 religiosos y religiosas abandonaron Francia trasladándose a otros estados donde la legislación era más tolerante con su actividad y los Guilhou, de origen francés, tras una rápida evolución que los había llevado en tres generaciones del judaísmo a la Iglesia de Roma, pasando en la del medio por el calvinismo, actuaron en Asturias como fervientes benefactores de su nuevo credo.

En España también se respiraban los mismos aires, aunque aquí se intentó primero un acuerdo con las autoridades vaticanas para separar a la Iglesia del Estado a través de negociaciones, pero al llegar a un punto muerto, en diciembre de 1910 el presidente José Canalejas, de orientación liberal progresista, decidió promulgar la llamada ley del candado que prohibió durante dos años el establecimiento de nuevas congregaciones religiosas sin autorización expresa.

Con esta situación de fondo, los pasionistas llegaron a la Montaña Central. Según cuentan ellos mismos, el primer contacto lo realizó uno de sus predicadores que manifestó sus intenciones al párroco de Villallana, quien no tardó en llevarle hasta el palacio de Langreo en el que residía la marquesa de Camposagrado y luego a Oviedo donde el obispo Francisco Javier Baztán dio su autorización para el establecimiento de la orden y les cedió el pequeño templo del Carmen hasta que pudiesen levantar otro de mayor capacidad, más apropiado para su misión.

Los frailes se acomodaron, como he dicho, en la propiedad de los Guilhou y en mayo de 1909 ya pudieron pasar a su propio convento e inaugurar al año siguiente la flamante iglesia que algunos aún recuerdan antes de su derribo para dejar paso a la actual. Estaba un poco más allá, junto a las vías del ferrocarril Vasco-Asturiano, y todo el terreno que adquirieron por 15.000 pesetas ocupaba 4 días de bueyes. De la tensión y el nerviosismo que se vivía en aquellos meses da idea el saber que poco antes la comunidad pasionista de Mieres fue declarada como asociación ilegal porque no se había inscrito en el registro civil, pero gracias a la influencia de sus protectores, la causa no tardó en ser archivada.

Este era el ambiente en el que se desarrollaron los hechos que hoy les cuento y que fueron reflejo de otros repetidos por todo el país, causados por el choque del anticlericalismo con el miedo de los frailes a que en España se repitiese la situación francesa, lo que hacía que algunos perdiesen los papeles ante el mínimo síntoma de que la situación de privilegio que mantenían con la ayuda de los poderosos pudiese resquebrajarse.

Fue en la tarde del 19 de junio de 1911, cuando una procesión que se celebraba por las calles de la población se cruzó a la altura de La Villa con un grupo de muchachos como de 16 a 20 años de edad. El corresponsal de «El Noroeste», que recogió la noticia, dio cuenta de que entre los que presenciaron lo sucedido hubo variantes de apreciación, pues mientras algunos afirmaron que uno de ellos no se descubrió al paso de las imágenes, otros sostuvieron que sí lo hizo, pero que se cubrió después de que estas pasasen.

El caso fue que un fraile que iba en la comitiva consideró que aquello era una señal de desacato y salió de la marcha para acercarse al rapaz y darle un manotazo que le arrojó al suelo la boina; pero no contento con esto, otro de sus compañeros de sotana, que llevaba el estandarte empezó a golpearle con él y, sin quedar satisfecho, le volvió por el lado del recatón apretujándole por el pecho contra una pared que estaba inmediata. El iracundo era conocido como padre «Toro», no sabemos si por su apellido, el pueblo del que procedía o, como dejó escrito el periodista, «quizá por su enorme fortaleza, que estaría mejor empleada realizando algún trabajo útil».

La cosa no concluyó ahí porque entre el público asistente cundió la indignación y se empezaron a lanzar denuestos contra el fraile teniendo que intervenir la Guardia Civil para apaciguar los ánimos y evitar que la sangre llegase al río, y finalmente la procesión tuvo que ser suspendida.

En otra columna de su portada, el mismo diario da cuenta de un hecho similar acaecido el día anterior en la villa valenciana de Alcira, cuando la procesión del Corpus pasó frente al Círculo republicano y tres ciudadanos que estaban a su puerta tampoco se descubrieron, entonces los católicos, que iban vela en mano acompañando a los religiosos, empezaron a vitorear al Papa y al Rey, forzando la respuesta de los republicanos con vivas a la Libertad.

En aquel momento los segadores que regresaban por la misma calle de las faenas del campo se sumaron a los del Círculo reanudándose los vítores y entonces el cura párroco ordenó a los músicos que tocasen la Marcha Real; para contrarrestar se entonó la Marsellesa?aumentó el griterío, se pasó a las manos y se armó una terrible zambra a bofetadas y estacazos que, como en el caso de Mieres, acabó por la vía rápida con la procesión.

Al leer estos relatos sorprende por un lado la actitud de los frailes, dispuestos a emplear la violencia con tal de mantener la autoridad que en otra época poseían sobre el respeto que debía mantener forzosamente la población ante sus símbolos, pero por otro llama la atención el tono de los comentarios que acompañan a la narración de los hechos y evidencian la crispación que se vivía en aquellos años ante la cuestión religiosa.

El periodista de «El Noroeste» se refiere a los pasionistas como «los frailes que aquí por desgracia nos tocaron al verificarse la desbandada en la vecina República» y los califica como «esa gente sin cultura que nuestros vecinos los franceses nos importaron en un rato de mal humor», pero seguramente, lo más inquietante de todo está en su apostilla final, donde sin pretenderlo hace una premonición sobre lo que iba a ocurrir pocos años más tarde, cuando la Iglesia se llevó una de las peores partes de la Revolución de Asturias:

«Estos espectáculos que vemos con frecuencia repetirse en todos los pueblos de España dicen muy poco en pro de la mansedumbre evangélica que Cristo predicara y que los que se dicen sus representantes están obligados a imitar, pero tampoco dejan muy bien paradas a las autoridades que un día y otro toleran tales procacidades cuando no son encubridoras de ellas poniendo a la fuerza armada a su disposición. Entonces no se extrañen las autoridades que los ciudadanos pacíficos y honrados movidos por espíritu de conservación se preparen también para repeler por la fuerza las posibles agresiones de esos que son valientes cuando van metidos entre bayonetas y que con sus acciones están haciendo buena la conquista de Marruecos aunque solo sea para mandarlos allí facturados en vagones».

Resulta terrible conocer el número de los curas y frailes muertos en los días de la insurrección obrera, pero el conocimiento de la historia siempre aporta una luz para que entendamos las claves de unos sucesos dramáticos desarrollados en el marco de una tragedia aún mayor, que hoy, afortunadamente, ya nos queda muy lejos.