Una de las consecuencias que trajo la represión que siguió a la huelgona de 1906 fue la emigración de cientos de mineros que tuvieron que abandonar la Montaña Central con sus familias ante el veto de Fábrica de Mieres prohibiendo que se reintegrarán a sus puestos de trabajo. Entre los que se fueron, estuvo Manuel Llaneza, quien intentó establecerse primero en Riotinto y acabó cruzando los Pirineos para entrar en las minas de la Société Houillère de Liévin, en la cuenca de Pas-de-Calais. Allí vivió con su mujer y su primera hija durante dos años y a su vuelta trajo consigo una resolución que iba a cambiar nuestra historia: la creación de un sindicato minero basado en las organizaciones que había visto funcionar en el exilio.

La región francesa de Nord-Pas-de-Calais, con dos departamentos, limita al noreste con Bélgica y es todavía una de las principales cuencas carboníferas del país vecino. Desde 1889 contaba con un fuerte sindicato de industria que había conseguido mejoras para los trabajadores; buenas viviendas, con su propia parcela de terreno; cuidados médicos; salarios dignos y mejoras en las condiciones de trabajo. Todo ello hizo que fuera elegida por muchos de los represaliados asturianos que hicieron el mismo camino de ida que Llaneza, pero decidieron quedarse allí. Hasta que una circunstancia inesperada truncó sus planes.

El 28 de junio de 1914 el archiduque Francisco Fernando de Austria y su esposa, Sofía, fueron asesinados en Sarajevo por un estudiante nacionalista, miembro del grupo serbio «Joven Bosnia». Luego todo vino de corrido. El 1 de agosto, Alemania le declaró la guerra a Rusia y, para cumplir con pacto suscrito con anterioridad, Francia correspondió haciendo lo mismo con Alemania, iniciando un conflicto que arrastró en su locura de sangre a 32 países y dejó sobre los campos de batalla un número de muertos y mutilados como nadie se había podido imaginar.

Debido a su situación estratégica, Nord-Pas-de-Calais fue de los primeros lugares en sufrir la violencia. El 4 de agosto el ejército alemán atacó a la ciudad de Lieja invadiendo Bélgica y Luxemburgo y a los pocos días, derrotando al ejército galo en las batallas de Lorena, Charleroi y Maubeuge, obtuvo el control de aquellas regiones industriales de Francia; la actividad en las minas quedó suspendida y los asturianos tuvieron que elegir entre incorporarse al ejército o volver a casa.

Casi todos optaron por el camino de vuelta e iniciaron su aventura de la misma forma: siendo detenidos por los alemanes, que les retuvieron en campos de prisioneros mientras se decidía su destino. Algunos protagonistas de esta historia calificaron de pésimas las condiciones de esta breve reclusión, aunque no todos compartieron esta opinión. Por ejemplo, nuestro hombre de hoy: Avelino García Mejido,

Avelino seguramente era allerano a juzgar por su segundo apellido y el diario La Vanguardia recogió su testimonio en su edición del 4 de diciembre de 1914. No sabemos si pertenecía al grupo de los que estaban en Francia desde 1906 o era de aquellos que fueron llegando más tarde hasta aquella cuenca lejana, después de leer las cartas escritas por los pioneros, dando a conocer su calidad de vida, que superaba en mucho a la de aquí.

En aquel artículo de prensa, titulado por el corresponsal de Oviedo «Odisea de unos mineros», se describía al asturiano como un joven inteligente, trabajador en las minas de Lille. Allí estaba cuando se declararon las hostilidades y pudo vivir como testigo algunas escaramuzas que se libraron cerca de los pozos durante los meses de agosto y setiembre, hasta que los tajos se cerraron en el mes de octubre, tras la ocupación alemana.

Desde aquel momento, los extranjeros fueron sometidos a un control estricto, con la obligación de no salir de sus alojamientos y presentarse cada tres días a sellar unos pasaportes que se les facilitaron, aunque -siempre según Avelino- los militares alemanes, que iban pertrechados con uniformes y armamento irreprochables hasta en los menores detalles, tuvieron con los españoles un trato exquisito, empleando formas corteses y procurando evitarles cualquier molestia.

En su relato, contó como uno de aquellos días decidió ir en busca de un compañero que había viajado hasta la vecina población de Douai y al que se le estaba acabando el tiempo para cumplir el trámite del pasaporte. En el camino le interrogaron varias patrullas, que al comprobar su nacionalidad española le dejaron paso; pero al llegar a la localidad se encontró con que se había hecho pública la prohibición de ocultar a cualquier hombre útil para las armas, bajo la amenaza de fusilamiento, y la población, temerosa, le negó un alojamiento que tuvo que facilitarle el propio alcalde de Douai.

Por fin, a la mañana siguiente localizó a su amigo, aunque los dos no tardaron en ser detenidos y encerrados en una estación próxima, donde los alemanes les hicieron tomar un tren en dirección a Valenciennes, junto a otros 700 prisioneros franceses.

En este punto volvemos a ver la simpatía por los germanos que sentía Avelino García Mejido, cuando afirmó con admiración que los soldados que los custodiaban en el tren adquirieron pan, entregándoselo primero a los prisioneros, antes de comerlo ellos, y también por la Cruz Roja alemana que en la estación de Charleroi obsequió a todo el convoy con chocolate, frutas y tabaco.

Sin embargo, lo que no pudieron obtener fue el permiso para que les dejasen entrevistarse con el cónsul español en Lieja, ya que el oficial jefe de la expedición les participó que tenía órdenes de entregarlos en la frontera suiza. Y así fue. El tren se internó en Alemania por Maguncia seguido en todos los pueblos por la curiosidad de una multitud silenciosa que presenciaba su paso desde unos andenes en los que también podían verse depósitos llenos de víveres preparados para la guerra. En Darmstadf, ya en el estado federado de Hesse, se abastecieron con abundantes provisiones y tomaron la dirección de Suiza.

Conocemos otro testimonio de un grupo de mineros mierenses que hicieron un viaje muy similar a éste -o a lo mejor fue el mismo-, aunque su visión del trato que recibieron fue totalmente opuesta. Sea como fuere, desde aquí, su camino también fue distinto. Éstos decidieron pasar la frontera italiana y allí embarcaron rumbo a Barcelona, donde el gobernador les negó la ayuda para conseguir un billete hasta Asturias, por lo que tuvieron que buscarse la vida para poder volver a casa como pudieron.

Avelino y su compañero, sin embargo, continuaron la mayor parte de su viaje por tierra, cruzando Francia. Desde Ginebra fueron por Lyon hasta Cette, en la región fronteriza de los Pirineos Atlánticos y también acabaron embarcando para llegar a Palamós, en la costa gerundense. Desde Gerona, tuvieron que seguir viaje subiéndose a los trenes sin billete, apenas sin comer nada, y repitiendo en varias ocasiones la misma escena: los revisores los entregaban a la pareja de la Guardia Civil y estos, compadecidos, hacía la vista gorda y les dejaban marchar.

Los dos amigos emplearon 14 días en su odisea, antes de verse de nuevo en casa, otros tuvieron menos suerte y fueron muchas las familias de mineros asturianos que tuvieron que vivir la Gran Guerra en primera línea. Avelino contó al llegar como era el escenario que dejaba atrás en la zona de las minas: «Desde Bapaume hasta Cambrai, 14 kilómetros, no existe una casa en pie. En muchos sitios el terreno está removido y plagado de cruces, ramos, kepis franceses y cascos prusianos, que denotan incalculable número de sepulturas». Terrible.