El capitán Manuel Deschamps fue un héroe de su tiempo, y su tiempo fue nada menos que el desgraciado año del señor de 1898, cuando España perdió sus últimas colonias americanas y se sumió en la miseria política y social. Su hazaña consistió en romper el bloqueo de los yanquis, llegando hasta los españoles que se encontraban aislados en la isla de Cuba, y lo hizo en dos ocasiones y con el mismo barco: El Monserrat.

La primera fue en abril de aquel año. El día 10, el vapor mandado por él partió de Cádiz con su pasaje completo, correspondencia y un abundante cargamento de pertrechos de guerra, varias cajas de fusiles Mauser y otras armas, con cartuchos y proyectiles de diferentes calibres y pólvora, además de todo tipo de materiales para ayudar a la población sitiada a soportar su penosa situación.

Después de hacer escala en Las Canarias, cruzó el Océano para llegar hasta Port Royal, en La Martinica, donde arribó la mañana del día 22, para partir pocas horas más tarde en una arriesgada singladura rumbo a Cienfuegos, una de las plazas más importantes de la isla, a 245 km de La Habana.

Lo consiguió, y cuando los sitiadores quisieron reaccionar ya había fondeado y pudo descargar su mercancía, a pesar del intenso fuego con que trataron de impedirlo dos cañoneros americanos que lo persiguieron hasta que su acoso se vio interrumpido por la respuesta de las baterías de la costa.

Cuando pasaron los días y las aguas se calmaron, Deschamps volvió a hacer sin novedad el viaje, esta vez de vuelta rumbo a La Coruña, trayendo en su valija una valiosa documentación que le había entregado en La Habana el Capitán General de Cuba para que la llevase hasta el Gobierno de la nación.

En medio de la sucesión de mezquindades y derrotas estériles que en aquel momento sacudían al país, su acción fue celebrada por todos los periódicos y el Gobierno recogió la petición de las Cortes, recompensando al marino con la Cruz de primera clase del Mérito Naval con distintivo rojo, que traía con ella su correspondiente pensión. Pero, al Monserrat y a su heroico capitán aún les quedaba un segundo capítulo para que su fama llegase hasta los últimos rincones de España.

El 15 de Julio, la bahía de Cádiz vio partir de nuevo al vapor rumbo a Las Antillas para intentar repetir su misión. Doce días más tarde ya estaba allí y, al comprobar que en esta ocasión la vigilancia era más estrecha, su estrategia consistió en ocultarse durante el día en los canales y navegar de noche con una marcha muy reducida y lejos de la costa. Por fin el día 29, Deschamps decidió arriesgarlo todo y se dirigió a un punto de la costa, cercano a Matanzas, donde esperó hasta las once de la noche para poner proa hacia aquel puerto, protegido por la oscuridad.

Esta vez, la aventura estuvo a punto de truncarse cuando un buque americano avistó al Monserrat y empezó a cañonearlo por babor, cortándole la salida a mar abierto. Aquello obligó a la embarcación a acercarse a los arrecifes y el capitán ordenó forzar la máquina para entrar a toda velocidad en Matanzas, sin avisar a sus vigías, para no delatar sus posiciones ante la peligrosa proximidad de los yanquis. Finalmente, la suerte volvió a sonreírle y su arriesgada decisión tuvo éxito antes de que la bahía quedase bloqueada por un acorazado y varios cruceros enemigos. El capitán Deschamps manifestó después a los periodistas que antes de haberse dejado capturar, hubiese prendido fuego a su buque para no rendirlo ante los yanquis.

Los homenajes volvieron a llover sobre él y su tripulación. La Compañía Trasatlántica le nombró Capitán efectivo y otorgó una paga en metálico a sus hombres. La ciudad de Cienfuegos le obsequió con un reloj de oro, del que pendía un pequeño esmalte con el escudo de la ciudad, y la de Matanzas con otra medalla, también de oro, en la que se leía una inscripción conmemorando su segundo arribo a Cuba, burlando el bloqueo americano.

También el Monserrat se convirtió en un mito para la marina española, y la prensa publicó su historia. La Revista de Navegación y Comercio informó a sus lectores de que se trataba de un hermoso y rápido vapor a hélice con casco de acero, de proa recta y popa de espejo, una chimenea y dos mástiles, aparejado en bergantín, un solo eje y maquinas de triple expansión para una velocidad comercial de catorce nudos. Tenía 370,7 pies de eslora, 44,3 de manga y 30,2 de puntal y había sido botado el 12 de Octubre de 1.889 por la Hamburg-Amerika Linie, con el nombre de Dania, pudiendo registrar en bruto más de 4.000 toneladas, con capacidad para 30 pasajeros de primera clase, 1.400 de tercera y 78 tripulantes.

En 1895 fue adquirido por la Compañía Trasatlántica Española, una de las empresas del II Marqués de Comillas, quien lo bautizó con el nombre de la montaña sagrada de los catalanes con el objeto de destinarlo a transporte para los movimientos de tropas a Cuba; un año más tarde fue devuelto a sus armadores en 1.896, que volvieron a llamarlo Dania y por fin, en 1897, la Trasatlántica se hizo con él definitivamente, recuperando su católica denominación de Monserrat antes de modificarlo para que pudiese albergar a más pasajeros de primera y segunda clase y menos de de tercera.

Hemos traído hoy esta historia hasta esta página en la que se cuentan las cosas de la Montaña Central, por un dato que seguramente no es más que una anécdota fuera de nuestra tierra, pero que nosotros no podemos pasar por alto: el capitán Deschamps logró su gesta gracias al carbón allerano que quemaban sus calderas. Así lo explicó el ingeniero Luís de Adaro en un capítulo de su informe sobre Los carbones nacionales y la marina de Guerra, publicado en 1912, en el que se detuvo a explicar las ventajas que tenía nuestro mineral, sobre otros similares, a la hora del combate en los tiempos del vapor.

Adaro, después de hacer una breve introducción sobre la prudencia, la valentía y la experiencia del Capitán Deschamps, escribió el párrafo que sigue, en el que explica mejor de lo que yo pueda adaptarlo, por qué el héroe eligió el carbón de Aller, aunque lo único que debemos añadir, es que -como seguramente saben ustedes- esas minas, al igual que los barcos de la Compañía Trasatlántica, pertenecían al marqués de Comillas:

«?Porque él no ignoraba que, para romper una línea de acorazados de gran andar, necesitaba poder desarrollar toda la fuerza de sus máquinas y toda la velocidad de su buque. Tampoco ignoraba que un combustible de gran llama podría deteriorar sus calderas en un momento crítico; menos aún desconocía que una gran masa de humo podría denunciarle al enemigo. Deschamps, en resumen, sabía muy bien que la acción de forzar el bloqueo impuesto por un enemigo poderoso a una costa cercana, es una de las más delicadas de la tierra, y que no podía arriesgar en ella su trasatlántico sin contar con dos factores indispensables: el alma del capitán y la calidad del combustible. Pues bien, este combustible era de procedencia nacional: ¡El Monserrat entró en La Habana quemando carbón de las minas de Aller!».

Así fue, y Luís de Adaro aprovechó para señalar que otros dos buques, el Antonio López y el Alfonso XIII, que en otros momentos también habían logrado romper el bloqueo americano, lo habían hecho a su vez con carbón nacional, mientras que el consumo del carbón británico había contribuido al desastre de la escuadra española en Santiago de Cuba y, a pesar de ello, algunos políticos siguiendo esa vieja creencia, que desgraciadamente aún se mantiene viva, de que todo lo que lleva su etiqueta en inglés es mejor que lo que se comercializa de puertas adentro seguían defendiendo su compra.

El vapor tuvo después del final de la Guerra de Cuba una larga y agitada vida como barco de pasajeros hasta que en junio de 1.924 realizó su último viaje para quedar fondeado en Barcelona, donde permaneció olvidado hasta que en 1.926 fue enviado a Italia para su desguace. Pero antes, su cubierta vio pasar a ilustres personajes de la época.

Uno de ellos, el revolucionario León Trotsky, hizo en él la travesía entre Málaga y Cádiz el 31 de diciembre de 1916, en plena Guerra Mundial y cuando se estaba cociendo la Revolución rusa. Al pasar ante Gibraltar escribió en su diario: "El Monserrat, nuestro barco, es una terrible calamidad, viejo y mal acondicionado para la navegación trasatlántica; pero el pabellón español es un pabellón neutral, es decir, disminuye el porcentaje de posibilidades de un hundimiento. Por esto la compañía española cobra caro, aloja mal y da peor de comer".

Una vez más, Claudio López Bru, el II Marqués de Comillas, demostraba su habilidad para los negocios.