Lo único bueno que tuvo aquel sábado 12 de octubre 1940 fue el tiempo atmosférico, agradable y con un cielo tranquilo, como colofón de una semana calurosa, similar a las que estamos viviendo en estos últimos otoños bajo el fantasma del cambio climático. Hoy, esta circunstancia ya empieza a parecer normal en esta época del año, pero entonces, cuando aún no se oía hablar de este fenómeno, llamaba la atención que quienes se habían acercado hasta Pola de Lena para vivir sus fiestas, anduviesen con la chaqueta bajo el brazo.

La villa festejaba a Nuestra Señora del Rosario, una devoción que vino a sustituir tras la Guerra de la Independencia a las celebraciones en honor de San Martín, al que los devotos decidieron sustituir por su origen francés. Allí se inició el ritual de alegría que todos los segundos viernes de octubre emprende la población y que el tiempo ha ido perfilando añadiendo al ritual religioso otras costumbres, como la de degustar un plato de callos, algo que puede hacerse en casa, con compañía familiar, o en un restaurante con los amigos; la feria de ganado, que muchos esperan ansiosos para hacer sus transacciones al día siguiente, y finalmente, la inevitable verbena, en la que nunca faltan sus correspondientes fuegos artificiales.

Ese era también el plan que estaba previsto para las Ferias de 1940, año triste de posguerra y hambre, en el que muchos estaban deseando olvidar sus penas y vivir la fiesta alejados de la pena y la miseria que anidaban en la mayoría de los hogares, para soñar por unas horas que todas las heridas de España ya habían cicatrizado.

Por la mañana, las calles estaban a rebosar. No se podía decir que corriese el dinero, porque los escasos billetes que circulaban paraban siempre en las mismas manos, pero el mercado estaba animado y el ganado empezaba a recuperar su aspecto y su peso habitual; además la carne era un artículo de lujo, que solo se veía en las mesas de los ricos y ocasionalmente en las de aquellos enfermos que hacían grandes esfuerzos para poder adquirir un filete que tenía para ellos el mismo valor que una inyección de penicilina.

De modo que al mediodía ya se había realizado algunas ventas sustanciosas y, después de comer, unos pocos afortunados emprendieron el regreso hacía los pueblos altos o los concejos limítrofes, satisfechos y con una buena cartera en los bolsillos.

Pero eran malos tiempos para la normalidad y con la caída de la tarde empezaron a llegar noticias sobre asaltos que se estaban repitiendo en los caminos de vuelta. Algunos feriantes y transeúntes desplumados y con el susto en el cuerpo fueron llegando hasta la comisaría para contar que pequeños grupos armados, posiblemente de fugaos, estaban actuando con insistencia, surgiendo desde la espesura de los bosques de los alrededores, con la impunidad que les daba su conocimiento del terreno, y todo indicaba que la cosa iba a ir a peor a medida que se fuese perdiendo la claridad del día.

Para colmo, se empezaron también a recibir denuncias sobre una actividad inusual de los carteristas y descuideros, que siempre acudían, como las ratas al queso, a cualquier aglomeración en la que pudiesen poner en práctica sus habilidades. Así que, las autoridades políticas y militares se reunieron con urgencia y, tras efectuar las pertinentes consultas telefónicas, el Alcalde José Hevia Aza tomó la decisión de blindar la villa para que nadie pudiese entrar ni salir de ella, con la doble intención de evitar nuevos asaltos en los caminos y proceder a identificar a los sospechosos que quedasen rondando por sus calles.

Cumplir el mandato era complicado y hubo que echar mano de toda la fuerza disponible. La Guardia Civil tuvo que reforzarse con las tropas del tabor de regulares que entonces estaba acuartelado en el Concejo y en poco tiempo se pudieron situar retenes en las salidas de la población, impidiendo el paso no solo por la carretera general en todas las direcciones, sino también en otras rutas secundarias que los más avispados pudiesen utilizar, como los caminos reales; al tiempo que se iniciaba una batida a ciegas por los montes próximos, con más carácter disuasorio que otra cosa.

Como era de esperar, lo extraordinario de aquella medida cogió por sorpresa a cientos de personas que residían fuera de Pola de Lena y se vieron atrapados en un escenario absurdo, sin tener donde pasar la noche. Aldeanos, que habían bajado exclusivamente a los asuntos de la feria; grupos de jóvenes, atraídos por el entretenimiento de la romería; simples curiosos, que se habían acercado hasta allí para pasar el día e incluso familias enteras?Cuando corrió la voz de la situación en la que se encontraban, todos comprendieron que debían resignarse a esperar novedades solo con sus propios recursos, y unos con mejor humor que otros, aceptaron la orden, en una época en la que resultaba imposible imaginar cualquier protesta o pedir explicaciones sobre una decisión oficial.

Lo ocurrido aquel 12 de octubre de 1940, no parece responder a una estrategia conjunta de los diferentes grupos guerrilleros que entonces se multiplicaban por el monte, todavía sin una organización definida y donde aún era frecuente que muchos perseguidos por la represión optasen por este camino al tener la certeza de que iban a ser detenidos.

Aún quedaban lejos algunas acciones espectaculares, protagonizadas entre 1946 y 1950, como el asalto al cine Maxi por el grupo de Aurelio Caxigal, seguido por un gran tiroteo por las calles de Laviana, o el asalto al coche de línea Infiesto-Arriondas por la partida de Marcelino Fernández, quien vació los bolsillos de unos cincuenta paisanos que se dirigían a la feria de Arriondas, pero la alarma de las autoridades de Lena hizo que la prohibición se mantuviese hasta el mediodía del día siguiente, obligándolos a todos a pernoctar como pudiesen.

Los más afortunados pudieron recurrir a sus familiares o amigos, aunque la escasez de mobiliario hizo que el suelo de muchos pasillos tuviese que alfombrarse con mantas. Aquellos que se habían desplazado en sus propios vehículos, la mayor parte con tiro animal, los habilitaron también para la dormida y los escasos bancos de madera que entonces formaban parte del mobiliario urbano se disputaron como si fuesen el más cómodo de los lechos para aquellos que se vieron obligados a tener por techo a las estrellas.

Las autoridades mandaron también que los portales permaneciesen abiertos hasta el amanecer e instaron a los vecinos a proporcionar agua y algo de comer a los mayores y leche a los más pequeños, aunque en aquel año de hambre, donde resultaba difícil hasta la propia supervivencia, las buenas intenciones fueron muchas, pero las viandas pocas.

Lo que sí se agradeció la mayoría fue la disposición de la Alcaldía, que para hacer más llevadera la forzosa vigilia de aquellos que ni bien ni mal habían encontrado donde echar una cabezada, mandó a la Banda de Música de Sotrondio, encargada de amenizar aquellas fiestas, que se pasase la noche recorriendo la villa interpretando música de pasacalles.

En una ocasión ya escribimos en esta página sobre esta agrupación musical a la que el destino hizo protagonista de otra actuación inesperadas: su concierto, en el verano de 1937, en el paraje denominado Loma Roja, del frente de Somiedo, a tiro de ambos bandos, en tierra de nadie y después de pactar el respeto con la línea de fuego franquista. También les dijimos que, cuando acabó la guerra en Asturias muchos músicos habían sido detenidos y la Banda clausurada.

Pues bien, en abril de 1938, volvió a organizarse, aunque esta vez, olvidada ya su militancia republicana, pasó a ser gestionada directamente por la jefatura local de Falange Española Tradicionalista de las J.O.N.S., y tras renovar sus instrumentos e inscribir a nuevos alumnos en la Academia de Música, en agosto ya estaban dando conciertos dominicales. Luego la cosa no cuajó a pesar de que la formación pasó a ser municipal y hubo un nuevo periodo de inactividad, pero por fin en 1940 se había reorganizado y pronto se hizo imprescindible en todas las fiestas de los concejos mineros. Por eso estaba aquel día la banda en Pola de Lena.

Elías Fernández León, testigo de aquellos hechos, conversa habitualmente con Germán Mayora, narrándole esas vivencias de nuestro pasado reciente que cada vez resulta más difícil escuchar, porque solo se han guardado en la memoria. Afortunadamente, los años no han podido con la suya y una tarde le contó a su amigo esta historia, que hoy, gracias a ellos, todos hemos podido rememorar.