En el verano de 1921 los rebeldes rifeños, con una organización incipiente, casi sin artillería y sin aviones ni barcos derrotaron al ejército colonial español, mucho más numeroso y mandado por una retahíla de oficiales que ignoraron el peso de sus medallas para correr más que nadie a la hora de la huida, abandonando a su suerte a miles de soldados. La traición de muchos indígenas, tanto civiles como militares, que habían prometido lealtad a la bandera de la metrópoli, unida a una saña salvaje que no reparó en torturas, mutilaciones y toda clase de estupros, sin respetar ni a heridos ni a rendidos, hizo lo demás y el norte de Marruecos se convirtió en un infierno tan lleno de cadáveres insepultos que se llegó a decir que los buitres podían escoger y sólo comían de comandante para arriba.

Siguiendo una costumbre que no hemos perdido, España tardó en reaccionar. Mientras tanto el líder de los alzados, Abd el-Krim, pudo seguir campando a sus anchas, sumando victorias y territorio a su causa. Hasta principios de septiembre no se empezó de verdad a hacerle frente; para entonces los soldados que se habían desplazado a Larache, Ceuta y Melilla pasaban ya de sesenta mil y estaba dispuesto el embarque de más fuerzas de pontoneros y sanidad militar, haciendo que en las calles creciesen los rumores sobre el llamamiento a los reservistas, aunque el Gobierno aseguraba que si esto se producía solo se haría sobre el cupo de reclutas y en cualquier caso su obligación se iba a limitar a guarnecer las plazas peninsulares.

El sentimiento patriótico lo invadía todo, se celebraban fiestas benéficas y actos de apoyo a la guerra en pueblos y capitales al tiempo que se recogía dinero y provisiones para las familias de los combatientes, mientras el Tercio de Extranjeros, o la Legión, si ustedes prefieren su nombre de diario, abría una campaña de enganche en la que se pagaban 300 pesetas por la duración de la campaña -jugando con que no se sabía cuanto iba a durar- y 500 o 700 pesetas para aquellos que firmasen respectivamente por cuatro o cinco años de servicio.

Solo la izquierda del movimiento obrero se oponía a una movilización que previsiblemente iba a acabar diezmando a las familias más humildes. Los comunistas, todavía divididos en dos grupos antes de que en noviembre de aquel año cuajase la unificación en el PCE, dieron a sus militantes la orden de desafiar la política gubernamental repartiendo panfletos en los que se pedía la paz, lo que produjo varios enfrentamientos con la Guardia civil que intentó impedirlo a toda costa. La peor parte se la llevaron los militantes de la Montaña Central cuya sangre corrió el último fin de semana de agosto, cuando se confirmó que un contingente del ejército de reserva se había movilizado para cruzar el estrecho.

El primer incidente se produjo en Mieres cuando el comandante de la Guardia Civil de Murias tuvo conocimiento de que varios individuos procedentes de Langreo se dirigían hacia la villa portando propaganda sediciosa y, según el chivatazo que habían recibido, también armas. Entonces dio orden a los números Gerardo Lastra y Martín García para que se dirigiesen al alto de Santo Emiliano y procediesen a su detención.

Así se hizo, y cuando la pareja llegó a las proximidades del establecimiento de bebidas que regía José Martín, advirtió que cinco individuos se internaban en el local con intención de esconderse, de modo que los siguieron para exigir su documentación. En aquel momento, uno de ellos intentó enfrentarse a ellos sacando su pistola, pero al ver que no era secundado por sus compañeros desistió en su acción y accedió como los otros a entregar sus armas.

Tras efectuar un cacheo, se encontraron cuatro pistolas Star, seis cargadores llenos, un puñal de grandes dimensiones y abundante propaganda subversiva, por lo que los guardias procedieron a detener a todo el grupo y conducirlos carretera abajo hasta Mieres.

Los hechos demostraron que el plan de los detenidos era otro, puesto que a la mitad del camino los hermanos Manuel y Herminio Prieto García se arrojaron por sorpresa sobre la pareja con la intención de quitarles los fusiles, mientras los demás huían por el monte. Los uniformados se resistieron, hubo disparos y los dos hermanos cayeron gravemente heridos, teniendo que ser conducidos en camilla primero hasta la Casa de Socorro y de allí a Oviedo.

Más grave aún fue lo acontecido en el concejo de Aller. Según la información que proporcionó la propia Guardia civil, a las 9 de la noche del domingo salió una patrulla formada por tres guardias segundos con la misión de hacer un recorrido hasta Piñeres, donde por ser día festivo estaba previsto que se concentrase mucha gente y era posible que se repartiesen panfletos llamando a la desobediencia, como se venía haciendo desde hacía un tiempo. De hecho ya se habían producido algunas detenciones por unos pasquines clavados en los postes y árboles de la carretera a Cabañaquinta en los que se llamaba «al crimen, la revolución y la indisciplina».

A las dos y media de la madrugada la patrulla entró en el pueblo y vieron frente al establecimiento de Felipe Castañón a dos individuos sospechosos; al notar que uno de ellos intentaba ocultarse dentro, uno de los guardias lo detuvo y pudo incautarse de la pistola que portaba. A la vez, la pareja que había quedado fuera procedió a registrar a su compañero que trato de huir arrojando otra pistola a un prado.

Entonces todo ocurrió con rapidez: fue alcanzado y mientras uno de los guardias lo sujetaba, el otro se encargaba de buscar el arma en medio de la oscuridad; entonces el sujeto se abalanzó sobre su captor intentando inútilmente quitarle el fusil, luego salió corriendo y a pesar de que le dio repetidas veces el alto, el guardia Serafín Sanz -según la versión oficial- se vio forzado a disparar causándole la muerte. Una vez identificado, el caído resultó ser Dámaso Coto Alonso, de 23 años y minero en Urbiés.

En los días que siguieron, menudearon las detenciones, la censura se intensificó sobre las publicaciones de izquierdas y el 1 de septiembre Lázaro García, secretario de la Federación de Juventudes Comunistas de Asturias, ingresó en la Cárcel Modelo de Oviedo acusado de estar implicado en el reparto de las hojas que se habían repartido entre los soldados animándolos a desertar.

En la otra cara de la moneda, el 8 del mismo mes partió desde la capital de Asturias por ferrocarril el regimiento del Príncipe, con tal diligencia que los preparativos que se habían hecho en algunas estaciones del recorrido para agasajar a los soldados apenas pudieron realizarse.

En Mieres a primera hora de la mañana, cuando estaba previsto que pasase el primer tren, ya se habían reunido en el anden cientos de ciudadanos convocados por los himnos de la banda municipal que había ido recorriendo las calles llevando tras ella a la multitud, pero el primer convoy no se detuvo, a pesar de que los músicos atacaron un pasodoble y los vecinos echaron el resto dando vivas al Ejército y agitando al viento sus pañuelos. Sí lo hizo el segundo, el tiempo suficiente para que sus ocupantes coreasen la «canción del soldado» junto a los vecinos y un grupo de damas que les entregaron los donativos recogidos en la localidad.

Ajenos a este debate, los buitres siguieron engordando a cuenta de los cuerpos de los soldados caídos en África, lo malo es que muchos en vez de plumas llevaban estrellas de general o corbata de político. Nada nuevo.