En mayo de 1831 la muerte decidió quedarse unos días en Langreo para emplearse a fondo con su guadaña. No sabemos que fue lo que sacó de su talega de horrores pero sí que llenó los camposantos de víctimas. Una epidemia terrible, seguramente la peor que hubo en el valle del Nalón a lo largo de todo el siglo XIX partió desde Sama, para extender el contagio en poco tiempo llenando de luto los concejos vecinos.

La información que nos ha llegado no permite ponerle el nombre médico al mal; en su momento se lo llamó azote morboso o fiebre pestosa, pero esas denominaciones habituales en la época pueden referirse a cualquiera de las enfermedades que producía la miseria extrema en una tierra especialmente castigada por el abandono de los Gobiernos centrales del absolutismo, de manera que lo que realmente mató a los langreanos fue su condición social, la falta de higiene y la mala alimentación que forzaba a muchas familias a vivir de la caridad, dormir entre la mierda y las humedades y comer cualquier cosa que se pudiese masticar.

En estas condiciones abundaban los casos de raquitismo y bocio y se convivía habitualmente con las lombrices, la pelagra o la tuberculosis, a las que había que sumar el alcoholismo en el que muchos buscaban una vía de escape para una realidad insoportable, lo que no hacía más que aumentar su deterioro físico y mental.

Ya entrado el siglo XX, el doctor Felipe Portolá, autor de las Topografías Médicas de los Concejos de Ponga y Gijón, explicaba refiriéndose a la tuberculosis que el problema de su extensión no estaba en la medicina sino en la vivienda insana, la nutrición insuficiente y la falta de higiene de los pobres que constituían el abonado y fértil campo generador y propagador del maldito microbio: "Mientras los pobres no coman, no se laven y no se aireen habremos ganado poco o nada en la lucha contra la tuberculosis porque hay que combatirla a priori y cuanto se haga por atacarla a posteriori es punto menos que baldío".

La misma reflexión podría hacerse con las otras enfermedades que acosaban a los pobres. También era endémico el sarampión, que ocasionaba una gran mortandad sobre todo entre los niños de tres a siete años, aunque también afectaba a los mayores, y se repetían con frecuencia las epidemias de escarlatina, paperas, tos ferina, gripe y otras enfermedades, menos mortíferas pero igualmente relacionadas con la mala alimentación y la falta de higiene. Los baños jabonosos eran prácticamente desconocidos para la mayor parte de la población de la época y sin embargo casi constituían el único tratamiento a la hora de combatir la viruela que, aún lejos de las vacunas, se contagiaba por las postillas que se producían en la convalecencia.

Se ha dicho que la epidemia de Langreo probablemente fue de fiebres tifoideas, transmitidas en ambientes sucios y de hacinamiento por las pulgas desde las ratas a los humanos y que encuentra un campo abonado en las zonas de temperaturas frías donde puede llegar a ser endémico. Sin embargo, se ha descartado el cólera porque aunque ya era conocido y esperado en aquellos años por las autoridades españolas, aún no había cruzado los Pirineos.

Esta peste había nacido en el delta del Ganges y después de haber seguido el camino continental por Rusia, llegó aquí desde Francia en 1834. La manera en que la población recibió los primeros brotes del mal es el reflejo del ambiente político y social que se vivía en aquel momento, donde las decisiones de Fernando VII habían hecho que medio país desconfiase del otro medio: en Madrid se propagó la idea de que la culpa de la mortandad la tenían los frailes que habían envenado las aguas de las fuentes para atemorizar a los incrédulos y aquel rumor desembocó en el incendio de los conventos de los jesuitas, San Isidro y La Merced y en el asesinato de 75 religiosos de diferentes órdenes.

También en Zaragoza, Barcelona y otras ciudades se repitieron los incidentes, mientras en Asturias el primer fallecimiento se registró en Noreña el 19 de agosto de aquel año para extenderse desde allí por toda la región y concluir tres meses más tarde con miles de víctimas en su macabro haber.

Volviendo a 1831, sea como fuese, consta que el desastre fue de tal magnitud en el valle del Nalón, que el párroco de Carrio, después de agotar todos sus recursos, tuvo que solicitar ayuda médica y económica a la Diputación Provincial para intentar poner remedio a la calamidad de sus feligreses y esta institución, desbordada por la realidad, decidió instar a la Junta Directiva del Real Hospicio para que recogiese temporalmente a los numerosos pobres que deambulaban por las aldeas llevando con ellos la posibilidad del contagio.

Dada la importancia de la epidemia, la Junta Superior de Sanidad asumió la responsabilidad de erradicarla, casi sin medios, en una época en la que solo la capital contaba con algún tipo de infraestructura sanitaria y los presupuestos se olvidaban de las necesidades del pueblo, también colaboró el Cabildo desde donde se nombró una comisión encargada de recaudar donativos y tratar la forma de gestionar que la ayuda llegase hasta las familias afectadas. Al mismo tiempo mandó desplazarse hasta Langreo al médico Vicente López Losada, quien gozaba de una fama bien merecida, tanto por la habilidad en el desempeño de su profesión como por sus dotes organizativas en situaciones de conflicto, ya que había sido practicante primero en el hospital de línea de Asturias durante la Guerra de la Independencia.

Con todo, lo que más nos llama la atención en la resolución de esta epidemia es la manera en que se financiaron los remedios de todo tipo que tuvieron que emplearse con urgencia, ya que además de recurrir a la caridad pública, como hemos visto, hubo que sacar los fondos que estaban previsto para las recompensas de la "talla de fieras". Este era el nombre que recibía un premio regional creado en 1739 para premiar individualmente a los alimañeros que recorrían los pueblos persiguiendo a los animales salvajes que atacaban al ganado.

La "talla de fieras" se había implantado a petición de los pueblos de la montaña para intentar aminorar los efectos económicos que causaban repetidamente los depredadores de todo tipo, pero principalmente los osos y sobre todo los lobos, cuyos ataques constituían una verdadera obsesión para los aldeanos que en muchos casos dependían únicamente de los pocos animales que podían criar. Ya ven que aunque no tenga hoy la misma gravedad, este es otro de los problemas seculares de la ganadería de esta tierra y, aunque parezca imposible, a pesar del proceso de modernización que ha cambiado las estructuras de las zonas rurales, sigue sin resolver.

No obstante, sabemos que el sistema se implantó con el beneplácito de los vecinos, aunque convivió con el hábito nacional del fraude, que ya entonces castigaba a este país y tuvo que ser controlado con severidad porque con demasiada frecuencia se daba parte de haber cazado fieras inexistentes o se presentaban como capturas piezas que se habían encontrado muertas por otros motivos. De cualquier forma, en aquel 1831, aquellos fondos pudieron servir para un fin bien diferente y ayudaron a muchas familias que habían quedado diezmadas por la enfermedad.

Resulta imposible conocer el número exacto de víctimas, ya que se multiplicaron los enterramientos que no quedaron registrados porque, a falta de medicinas, en medio del caos la única esperanza de escapar del mal era desplazarse, casi siempre huyendo de un foco morboso para ir a caer en otro. Así, en muchos casos se abrieron fosas comunes o tumbas anónimas que no se marcaron con ninguna señal, reduciendo al mínimo la ceremonia religiosa que, según la costumbre asturiana, consistía en bendecir la sepultura mientras se levantaban el azadón y la pala formando una cruz.

Habitualmente, si el muerto era un hombre el azadón se situaba sobre la pala y al contrario si se trataba de una mujer y el cadáver se situaba en la fosa cuidando de que la cabeza quedase hacia Occidente y los pies a Oriente, mirando a Tierra Santa, pero es de suponer que estas costumbres tradicionales se olvidasen en aquel momento para evitar riesgos y acelerar la ocultación de los cuerpos infectados.

El morbo de 1831 salió de Langreo y acabó llegando hasta Oviedo, aunque aquí la mortandad ya fue mucho menor, quizás por eso cuando vemos las relaciones de las epidemias de todo tipo que se fueron repitiendo en la famélica Asturias del siglo XIX, esta casi siempre se olvida, y es que incluso entre los más humildes también hay clases.