Contra lo que algunos nos quieren hacer creer, la violencia de género no es una consecuencia de la modernidad, sino una lacra que viene de antiguo. Hoy les vamos a contar un caso que ocurrió al atardecer del día 7 de septiembre de 1932 y que alcanzó mucha notoriedad tanto por el origen de sus protagonistas como por el truculento intento de fuga que protagonizó después el asesino.

Aquel crimen supuso el sangriento remate para la sucesión de riñas que venía manteniendo la pareja formada por Francisco Martínez Castañón y Victorina Menéndez. Los dos novios pertenecían a familias distinguidas y adineradas de Mieres y su relación se cortó definitivamente cuando él asestó un tremendo tajo a la muchacha con una navaja barbera que seccionó su yugular.

Al atardecer, Francisco fue detenido aún con sangre en sus manos y confesó que lo había hecho porque la muchacha, una bella joven de 21 años, le acababa de dar un ultimátum por sus infidelidades. Era una barbaridad tan grande que indignó a los vecinos de la villa hasta el punto de que las autoridades, para prevenir un posible linchamiento, se apresuraron a enviarlo a la cárcel de Oviedo.

Allí estuvo unos meses, esperando el juicio mientras alimentaba las esperanzas que le trasmitían su abogado y su familia sobre la posibilidad de conseguir su libertad provisional. En el patio, el asesino se mostró siempre deprimido y arrepentido, y confesaba a quien quería oírlo que nunca había tenido intención de matar a su novia y que había actuado impulsado por la fuerza de un arrebato irresistible. Pero todo cambió al saberse que el fiscal, una vez calificada la causa, iba a solicitar para él la pena de cadena perpetua.

Cuando llegó la noticia, el criminal ya tenía algunos amigos en el recinto, entre ellos dos reclusos, timadores habituales, llamados Eloy González y Alfonso Domingo, que conocían los hechos y el desarrollo del proceso y a los que había dado a conocer su buena posición social y su desahogada situación económica.

Con ellos pasaba las mañanas, esperanzado con verse pronto en la calle, haciéndolos partícipes de sus cuitas. Por eso aquel día les transmitió también su determinación de salir del presidio de cualquier manera. Fue en ese momento cuando ellos se hicieron valer y le propusieron un plan de fuga, basándose en la habilidad de un conocido que podía falsificar toda la documentación necesaria para engañar a las autoridades.

Se trataba de José María López Martínez, "el Maestro", un hombre excepcionalmente hábil del que se decía que era capaz de reproducir cualquier firma sólo con haberla visto una vez. Residía en Madrid, pero los dos timadores conocían sus señas y le escribieron contándole el caso, para exponerle la seguridad de que iba a sacar una buena tajada a cuenta de sus servicios.

El falsificador se aseguró primero de saber para quién debía trabajar, luego recibió todas las garantías de pago por parte de la familia del preso, obsesionada por verlo libre; por último se trasladó hasta Asturias para conocer de cerca el terreno en el que debía desarrollar su trabajo y nadie puso pegas a que pudiese mantener una entrevista dentro de los muros de la prisión con los tres detenidos.

Las normas penitenciarias de aquella época, como podemos ver por éste y otros detalles de este caso, eran mucho más relajadas que las actuales y los cuatro hombres cerraron un trato que consistía en poner en libertad a Francisco Martínez Castañón a cambio de mil pesetas más los gastos. Una cantidad muy respetable para aquel 1932.

Desde aquel momento, "el Maestro" empezó a trabajar en su proyecto con una diligencia encomiable: a la mañana siguiente se personó en la Audiencia Provincial, donde, con la disculpa de solucionar un trámite legal, pudo ver las firmas del presidente y del secretario, y enterarse de cómo era el procedimiento habitual para cursar las órdenes de libertad; a la vez, con una frialdad increíble, pudo sustraer cuatro hojas de papel de oficio que introdujo en un bolsillo de su americana sin que ningún funcionario pudiese percatarse de su acción.

Volvió tranquilamente a la cárcel, convencido de que la inoperancia de las autoridades facilitaba tanto su misión que no tenía por qué demorar el día de la fuga y así se lo comunicó a sus interlocutores: el asesino de Mieres cruzaría el portón de la prisión con todas las bendiciones de los funcionarios en las últimas horas de un sábado, aprovechando que el domingo la Audiencia cerraba sus oficinas. Así se ganaba el tiempo que necesitaba el huido para alejarse de Asturias.

Más tarde, se supo que "el Maestro" nunca llegó a tener más copia de las firmas de las autoridades que la memoria de las que había visto en el despacho oficial y que, una vez en la tranquilidad de su habitación, no tardó más de una hora en redactar la orden de libertad de Francisco Martínez.

Por fin, el sábado convenido pasó a la acción con la astucia de un zorro. Para proteger su seguridad eligió un intermediario inocente al que hizo participar en el delito sin que llegase a tener consciencia de lo que estaba haciendo. Se sentó en un establecimiento de bebidas y, después de varias consumiciones, le pidió al encargado que hiciese venir a un botones para un encargo concreto: a cambio de una buena propina, debía llevar una carta hasta la prisión provincial para entregársela personalmente al director del establecimiento.

El muchacho aceptó encantando y se dirigió hasta allí mientras "el Maestro" esperaba dentro de un taxi aparcado en un lugar desde el que podía controlar todos los movimientos de la entrada. Momentos después, lo vio salir con las manos en los bolsillos, lo que indicaba que todo se estaba cumpliendo según su plan. Poco más de media hora más tarde, Francisco Martínez Castañón ya estaba en el coche junto a su libertador, rumbo a Madrid, aunque, eso sí, con una parada previa para abrazar a sus familiares, que estaban al corriente de todo y que le entregaron un fajo de billetes para los gastos de la escapada.

Mientras el vehículo bufaba al subir las últimas rampas de Pajares, José María López Martínez, que no había dejado nada al albur, completaba su trabajo entregando a su cliente una carpeta que contenía todo lo necesario para ocultar su identidad de prófugo: una cartilla militar, carnés y pasaporte perfectamente elaborados con una minuciosidad que acabó sorprendiendo a la misma Policía cuando los tuvo en sus manos.

Y es que "el Maestro" era un personaje tan conocido en la capital de nuestra República -que entonces lo era este país- que las fuerzas de seguridad controlaban todos sus movimientos y, cuando lo vieron partir hacia Oviedo, saltaron todas las alarmas. De modo que sus pasos por Asturias, incluyendo las visitas a la cárcel y la Audiencia, siempre estuvieron controladas por los agentes avisados por la primera Brigada de Investigación Criminal, que luego se llevó el mérito de la operación.

Apenas pusieron pie en Madrid, los dos hombres fueron detenidos y llevados hasta la Dirección General de Seguridad, mientras se dejaba libre al taxista, una vez que quedó probada su ignorancia sobre la personalidad de aquellos viajeros que había recogido a las puertas del presidio.

También fue una sorpresa el registro en el domicilio del falsificador -calle de Toledo, 18- . Los agentes conocían las actividades de José María López Martínez y su prestigio en el mundo del hampa, pero nunca habían podido imaginar hasta qué punto llegaba su profesionalidad. Allí, junto a los útiles de su labor, encontraron una colección de perfectas imitaciones con sellos falsos de todo tipo de establecimientos oficiales: las principales notarías, parroquias, ministerios e incluso de la propia Dirección General de Seguridad; junto a ellas, numerosas firmas de personajes conocidos y autoridades, y hasta montajes fotográficos en los que él aparecía con ellos, como si fuese un viejo conocido de todos.

Lo más curioso fue que "el Maestro", al que la prensa califico de maravilloso falsificador, vivía rodeado de mentiras, tenía a su disposición toda la documentación necesaria para acreditar tres personalidades diferentes y se había casado tres veces con la misma compañera, con la que compartía casa y que podía justificar su matrimonio según le interesara, aunque en realidad todos sus maridos fuesen la misma persona.

En cuanto a Francisco Martínez, el odio de los mierenses se siguió hasta el mismo día en que se dictó sentencia, cuando un médico alienista pagado por la defensa manifestó que su estado de enajenación mental hacía conveniente su ingreso en un manicomio. Al oír esta opinión, se produjo tal alboroto en la sala del juicio que tuvo que ser desalojada por los guardias de Asalto.

La condena fue a veintiséis años de prisión, pero la Guerra Civil le dio la libertad que ni su familia ni el falsificador habían podido conseguir.