8M. Día Internacional de la Mujer

Dos relatos de Mictian Carax Cretu

Mictian Carax Cretu

Mictian Carax Cretu / LNE

Flores sin cabeza

Antes de que pudiera hablar, soñaba con besar el cuello de mi madre. Un oribí delicado, de ojos negros, delineados con kohl, que aplastaban mis rodillas y la realidad. Una fuerza de gravedad de la cual ni la luz ni yo podíamos escaparnos. Sus pestañas eran pétalos cuculados cubiertos de Great Lash, sagrado rímel chafa. Y yo giraba como luna alrededor de esos ojos de almendras saturninas.

La velo para que mi padre no la mate.

Yace como un gran icono, tan quieta. Mientras la tierra grita, rompe en bramidos, se enchina de gusanos. Descuartizo las manos agrietadas de mi padre. Incrustadas de oro negro bajo las uñas, las guiso con escupitajos y cebollas tornasoladas.

Su desaparición encandilante terminó con mi vigilia. Me acuerdo del atardecer, del Honda blanco abierto, de sus maletas. Y los rayos del sol –de las mañanas de agosto– que me acogotaban. Las carreteras cansadas de Los Ángeles. Mi nombre plasmado intranquilo en el asfalto. Y las botellas vacías del día siguiente. Mis mangas endurecidas por los mocos. Y el llanto que se alejaba aturdido, como flores sin cabeza flotando sobre el agua.

El trochil

Todos los veranos, sin falta, visitaba la casa de mi abuela en La Paz, Chihuahua, un ranchito polvoriento que ni siquiera figura en los mapas oficiales. Petra trabajaba para mi abuela, y fue la primera persona que vi desnuda. Un día, después de mi fiesta de cumpleaños –había cumplido unos trece– la llevé de la mano bajo la mirada penetrante del sol –atravesando el huerto de manzanas, el río, los sauces llorones, los tlacocotes, los pinos tristes, los mezquites dulces y las amarillas, alborotadas y gritonas flores del palo verde– hasta el campo de fusilamiento donde Pancho Villa había asesinado a los traidores de la Revolución. Ahí, en medio del campo, había una casita abandonada donde podíamos estar solas.

No entramos. Temíamos que las paredes que amenazaban con desmoronarse colapsaran y encontraran nuestros cuerpos desnudos sin vida. Nos fuimos al trochil. Las manos de Petra estaban mojadas y frías, y el aire no le llegaba a los pulmones. Se desmayó justo cuando buscaba su lengua con la mía. No era nada del otro mundo, pero así me gustaba matar el tiempo. Cuando volvió en sí, su cuerpo temblaba, el oxígeno la rechazaba de nuevo, tornando su piel morena en un color amarillento raro, pálido. Le daban arcadas secas. No podía respirar y se fue. Yo corrí tras ella.

Pero en el desierto, la luz y el calor no te dejan olvidar nunca que tú no perteneces a ese lugar. Doblan los rayos del sol para reproducir imágenes del cielo azul que impregnan el suelo árido con las olas del mar, pero nunca está mojado. En algunos casos, depende de la mente humana interpretar el espejismo. No tienes control. Qué más nos quedaba que dejarnos caer y reír sin alegría ante una vida que ahora parecía una mera vanidad, una fantasmagoría que oscilaba salvajemente entre la muerte y una existencia viable.

Nos levantamos, pero las serpientes de cascabel, enfermas de amor, se burlaban de nosotras mientras las flores del palo verde inmolaban el camino a casa. Contrarios e indomables, el llano y los cerros, amargos y marcados por lechos de ríos secos, delimitados por la Sierra Madre, sacudían su ya inhóspito y corrugado paisaje. Caí de rodillas. Me quedé sentada en silencio. Petra, con su sonrisa rota, truenos verdes bombeando su corazón, apoyó su cabeza en mis muslos llenos de pequeñas hendiduras.

Mictian Carax Cretu es una escritora chicana que vive en Brooklyn. Graduada en escritura creativa por la Universidad de la Ciudad de Nueva York, trabaja como tutora de escritura en la misma institución. Actualmente está traduciendo al inglés la poesía de Berta Piñán 

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