Un empate a nada en Fuenlabrada, un equipo descendido hace semanas, cierra la temporada del Sporting a la espera del partido ante Las Palmas, el del debate de la asturianía, la deportividad, la profesionalidad, lo que quiere la afición y tal y tal. Pero al margen de cuestiones de lindes y de celos por lo bien, mal o regular que va la huerta del vecino, los que mandan deberían ponerse a pensar qué han hecho para que el Sporting no pueda sumar ni 50 puntos en una Liga en la que la salvación puede acabar en 41.
En otra temporada, el siniestro hubiera sido total, pero en esta ocasión el balón pegó en el larguero y se marchó fuera. A la espera de conocer qué equipos suben desde la Primera RFEF del honesto Rubiales, la Segunda del próximo curso pinta a que no va a dar tantas facilidades a los zánganos de la clase. Por eso más vale que el Sporting se aplique en buscar el origen de los problemas y cortarlos de raíz para evitar futuras catástrofes. Lo vivido este año no es cuestión de mala suerte o de una planificación deportiva mejorable.
Es algo que, por ejemplo, solo por ejemplo, empezó con la gestión del covidgate, prosiguió con un entrenador a emburriones con un consejero y siguió con la estrella del momento declarándose en una rebeldía de baja intensidad. Los problemas están en el tuétano y con el acostumbrado ejercicio de chapa y pintura de todos los veranos no bastará. Cada año que el Sporting deambula por Segunda es un poco más pobre y da la sensación que la clase media de la categoría empieza a quedarle lejos.
