La Escalerona es reloj, termómetro y pulsómetro de Gijón. Alrededor de los peldaños que se despeñan en semicírculo desde este lugar de encuentro y atalaya se reúnen, ya a primera hora temprana, veteranos embarcados en el ritual de los nueve baños de septiembre, que es talasoterapia añeja y local para apuntalar huesos, reumas y achaques ante el anuncio inminente del otoño que se aventura. Gijón mira cada mañana al cielo desde las ventanas de las casas y al horizonte desde la torre de vigilancia de la Escalerona, que mide las horas, la temperatura y el ritmo cardiaco de una ciudad de frecuentes marejadas y vaivenes y que gusta convertir el Muro en ágora. Mujeres ya metidas en edad se tuestan al sol incipiente del cemento de la Escalerona como bocartes achicharrados, como un San Lorenzo mártir del arenal que es parrilla gijonesa por excelencia. Que la playa fuera bautizada en la advocación a San Lorenzo tendrá que ver, supongo, con su lejano hábito de tostadero.