Erase un cura que tenía por sana costumbre ponerse del lado de los pieles rojas cuando los demás jaleábamos, desde el patio de butacas, al Séptimo de Caballería; que en una de romanos buscaba en algún rincón de la pantalla el rostro zurcido de surcos y de cruces del esclavo cuando los demás nos dejábamos deslumbrar por el correaje del centurión y por la sangre víctima que pendía del filo de su espada. Entre el general Custer y Jerónimo, imagínense con quién haría primero migas José María Díaz Bardales, tan poco amigo de las distinciones, las medallas y las charreteras. Dicen que los ateos no tienen cura pero conozco unos cuantos descreídos que creen en Bardales. Ha regresado a Fátima tras su convalecencia, que se nos ha hecho larga en la distancia a los amigos, el cura Bardales, padre pero sobre todo hermano. Demacrado pero entero de convicciones y como siempre combativo; flaco como un Quijote del púlpito pero lúcido para no comulgar con ruedas de molino del viento neoliberal ni con los cantos de sirena de las injusticias y las desigualdades. Ya está de vuelta el cura de Fátima: a tus parroquianos, (Bar)dales la paz.