Borges intuyó en el orden y la promesa de los volúmenes de la biblioteca una posible imagen del paraíso. El símbolo y la metáfora podrían servirnos también para nombrar algunas librerías en las que somos bienaventurados y en donde encontramos, por seguir con el tropo, un nuevo jardín de las delicias. Paradiso, ahí mismo, en la calle de la Merced, número 28, es uno de esos espacios que el buen lector hace suyos nada más cruzar la amena puerta que conduce -y sigo con la literatura, como no podría ser de otro modo- a la gruta del tesoro. Paraíso o paradiso (Dante y Lezama Lima por el medio) que en este caso gijonés custodian desde hace tres décadas y media José Luis Álvarez y Chema Castañón, ángeles libreros a los que acabamos de conceder con toda justicia y merecimiento el premio «María Elvira Muñiz» a la promoción de la lectura.

Rara vez un librero -especie en extinción- se lleva los galardones que el mundo cultural reserva para escritores, periodistas, editores y demás gallos de la pluma. Y, sin embargo, son los grandes mediadores en el viaje de los textos; quienes trazan pistas para abrirnos un camino en la espesura de las novedades, donde es tan fácil perderse entre tanta hojarasca; los oficiantes, en fin, de esa maravillosa liturgia que consiste en poner un libro en las manos de alguien, conocido o desconocido. El noble oficio en el que José Luis Álvarez y Chema Castañón han insistido y persistido pese a que, como todos sabemos, corren malos tiempos no sólo para la lírica, también para la épica.

La aventura un tanto quijotesca, y por tanto extraordinaria, de «Paradiso» arrancó allá por el mes de abril (no siempre cruel, pese a que Eliot afirme lo contrario en memorable verso) de 1976, cuando la Transición política española era un albur de bastos y espadas. José Luis Álvarez, recién licenciado en Ciencias de la Información, decidió abrir una librería en Cimavilla, el barrio castizo de Gijón. No le tentaba demasiado el porvenir profesional que le ofrecía su titulación universitaria o el paso por un aserradero del que estuvo a punto de hacerse cargo. Lo que le gustaban eran los libros y los discos, las largas conversaciones con la profusa grey antifranquista (libertarios y la casi interminable fauna marxista: «peceros», troskistas, maoístas...) que oteaba el horizonte y deseaba un cambio de usos y costumbres.

Así, con la ayuda de un puñado de amigos, levantó la primera sede de Paradiso, en la calle Castro Romano, al lado del viejo y desaparecido cine Brisamar. Empezó solo y aún recuerda, treinta y cinco años después, que aquellos inicios fueron duros, como los de los sacerdocios más exigentes. A veces se sentía como un estilita en la roca solitaria del barrio alto, por donde no pasaba ni Dios. Por fortuna, también su fe movió montañas. El milagro fue la proyección en el recordado Brisamar de «La naranja mecánica», aquella profética película con la que el genial Kubrick, siguiendo la novela de Burgess, nos avisó de muchas cosas que llegarían poco después. Pues bien, el filme llevó a cientos de jóvenes hasta las cuestas de Cimavilla. Mientras hacían cola, curioseaban en el escaparate y en la librería. Allí había títulos que les interesaban.

Fue así como José Luis Álvarez se hizo una primera clientela, más bien ácrata y roja, conectada con el incipiente «underground» gijonés y asturiano. No en vano, el nombre de su establecimiento portaba un doble guiño: el mítico Paradiso de Amsterdam y las barrocas páginas por las que transita José Cemí, trasunto de Lezama. Para entonces, el fundador de la librería ya le había echado el ojo a Chema Castañón, hijo del escritor Luciano Castañón, un joven a punto de licenciarse en Filosofía y Letras que parecía llevar una biblioteca (el paraíso borgiano) en su bien amueblada y un tanto despeinada cabeza. Y, también, a un hermoso local de la calle de la Merced en el que los techos altos daban incluso para un singular altillo en el que poner más y más libros. La aventura se complicaba, crecía, se hacía más intensa.

José Luis Álvarez esperó a que Chema Castañón, su complementario, acabara el servicio militar y lo incorporó de mil amores a la nueva Paradiso, donde también hubo un hueco, a la entrada y a mano derecha, para los ejemplares de lance. Llegó a tener hasta cuatro empleados. El cierre de Musidora, los bulliciosos años ochenta, con tanto por escuchar y leer, además del movimiento «Xixón Sound» que vino después, hicieron de la librería uno de los paisajes sin los que es imposible entender, en toda su complejidad y profundidad, la foto más interesante de esta ciudad. Hay quien me ha dicho, sin que a mí me extrañe, que es una de las cosas que echa de menos cuando está fuera de Gijón.

Gran parte del éxito de esta librería, que ha resistido los embates de las grandes superficies comerciales y de algunos sellos libreros poderosos, está sin duda en la asociación Álvarez-Castañón, esa extraña pareja que ha sabido hacer de su plácida convivencia profesional un ejercicio de amistad y servicio a sus muchos y fieles clientes. Esto que digo parece un anuncio, o publicidad nada encubierta, pero es así. Junto a los desvaídos retratos de los maestros que nos miran desde las estanterías (de Machado a Rimbaud, de Kakfa a Cavafis) velan estos libreros la luz de Paradiso.