Independentismo y Estado: diáletica intransitable
En el contexto político de nuestro país, el fenómeno del independentismo es una realidad relevante, que incide en la sostenibilidad del sistema democrático actual, durante los últimos 45 años, sin entrar ahora en la peripecia histórica del asunto que nos llevaría a un análisis mucho más prolongado.
La Constitución de 1978 posibilita la participación en el marco jurídico–político de todas las opciones democráticas concurrentes a la representación parlamentaria o municipal, que asumen las reglas del juego democrático para intervenir en la acción política en base a su apoyo electoral.
Por tanto los grupos independentistas son fuerzas democráticas en pie de igualdad con las demás formaciones políticas presentes en las instituciones del Estado. Por ello, no caben descalificaciones apriorísticas de su función política, como las que frecuentemente se utilizan para penalizarlas o para desautorizar a quien pueda confluir con ellas en la acción representativa o de gobierno.
Pero tampoco es coherente acusar de infidelidad al Estado de Derecho a quienes desde su legitimidad democrática propugnan alcanzar la meta de un estado propio, pues de lo contrario no serían independentistas, sino otra cosa distinta. Sin embargo, aunque no se coincida con ellos en esa meta, existe un largo recorrido para poder compartir responsabilidades en tanto estas fuerzas formen parte del sistema democrático vigente. Porque hay muchas cuestiones importantes para la ciudadanía en las que pueden existir acuerdos fehacientes, al margen del ideal político máximo de cada cual.
Por ejemplo, si los comunistas se incorporaron a la democracia y han sido partícipes del Estado de Derecho, no es porque no aspiren a lograr el socialismo, sino por entender que dentro del juego democrático pueden contribuir a una sociedad más justa, que si no influyeran en sus políticas concretas. Y lo mismo se puede predicar del republicanismo, que tiene plena cabida en el sistema, como reivindicación de futuro, aunque hoy por hoy estemos insertos en una monarquía parlamentaria insatisfactoria pero legalmente vigente.
Así pues, proponer cambios políticos, respetando el juego democrático, es algo normal y legítimo. Pero la sana dialéctica para cooperar en el buen funcionamiento del país en sus diversas facetas constituye un objetivo deseable siempre en la praxis política de todos los actores presentes. En tal sentido, alcanzar una mayoría parlamentaria entre grupos diferentes en su ideario, que puedan conformar un acuerdo para la formación de gobierno o para la legislatura no solo no es objetable democráticamente, sino que supone un paso muy positivo para la convivencia pacífica y para la cooperación real en la gestión de lo público, enriqueciendo las propuestas y haciendo uso del consenso como método para la gobernabilidad.
Además, la implicación del independentismo en las responsabilidades políticas dentro del estado es un excelente mecanismo para practicar la mejor fórmula de crear vínculo unitario: compartir valores democráticos y proyectos sociales. Pero sin que ello se oponga a su derecho a decidir, en el momento procesal oportuno, pues así lo exige la democracia real. Ahora bien, si existe el vínculo, la secesión estará lejos.
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